Nuestros antepasados no fueron ecologistas, pero trataban el planeta como su casa
“Son las ocho de la mañana, las siete en Castroforte del Baralla. Se están produciendo importantes retenciones de tráfico en la entrada a Vetusta desde Barataria”.
Mientras los motores de nuestros coches rugen, en los próximos tres minutos de radio escuchamos términos como movimiento ecologista, desarrollo sostenible, calentamiento global, gases de efecto invernadero, etc. Todos indican una aparente preocupación por un planeta maltratado. Al menos desde una parte del orbe tremendamente urbanocéntrica y cada vez más desapegada de nuestra casa común, la Tierra.
Pero ¿cómo se relacionaron los primeros habitantes de la península ibérica hace 1,4 millones de años con sus entornos? ¿Qué tipo de vegetación se encontraron? ¿Similar o diferente a la del este de África, su tierra natal? ¿Qué nos dicen al respecto los dientes de los herbívoros? Y, por último, ¿pudieron sobrevivir en un escenario climático y ecológico cambiante?
Las plantas, fábricas de vida
De forma natural, las plantas transforman la energía de la luz en energía química. Sin embargo, los animales, entre ellos los humanos, dependemos de la energía almacenada en otros seres vivos. Los consumidores primarios, los herbívoros, directamente de la de las plantas. Y los secundarios, los carnívoros, a través de aquellos. Nosotros nos encontramos en un punto intermedio puesto que nos caracterizamos por tener una dieta omnívora.
Por tanto, un factor clave para el sostenimiento de las diferentes redes de organismos vivos va a ser la capacidad para aprovechar la energía que atesoran las plantas. Ahora bien, no todos los tipos de vegetación son igualmente productivos. Por ejemplo, las sabanas lo son en mayor grado que los bosques y matorrales mediterráneos. Además, la productividad es más homogénea en las primeras que en los segundos.
¿Y nuestros antepasados qué?
Sabemos muy poco sobre el aspecto físico de los primeros humanos que llegaron a la península ibérica. Eran más pequeños, en promedio, que nosotros (45 kg), sus cerebros, de menor volumen (700 cm³) y sus dientes, relativamente grandes. Eso sí, se desplazaban de manera muy similar a la nuestra puesto que sus extremidades eran parecidas.
Lo que sí conocemos bien es su capacidad para tallar la piedra. Fabricaban:
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lascas afiladas para procesar los paquetes musculares de los herbívoros;
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bloques de roca más contundentes para fracturar huesos en busca de la energética médula ósea;
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útiles multifuncionales que presentan alteraciones que indican trabajo sobre vegetales;
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y los esferoides hallados en el yacimiento de Barranco León (Orce, Granada, España), piedras redondeadas por manos expertas, configuradas para fracturar, que denotan una considerable planificación y psicomotricidad.
Ahora bien, si los primeros humanos que arribaron a la península ibérica se hubiesen encontrado con un clima como el presente, no hubiesen tenido posibilidades de sobrevivir porque la actual escasez de lluvias –a menos precipitaciones menos productividad primaria– es un factor limitante. La buena noticia es que los primeros habitantes de Orce vinieron de la mano de un clima significativamente diferente al de hoy en día.
Sabana no, gracias: bosque mediterráneo
Los dientes se ahorman a los alimentos que puede procesar el organismo que los porta. Así, los carnívoros presentan dientes apuntados y cortantes. Los herbívoros, por su parte, muestran piezas con superficies de masticación más complejas para reducir el tamaño de las fibras vegetales. Entre los últimos, aquellas especies y poblaciones cuyas dietas implican un mayor desgaste incluyen en sus piezas dentales estructuras de refuerzo para retrasar el deterioro. El estudio de la forma y del desgaste de los dientes de los herbívoros nos permite caracterizar la productividad primaria y el tipo de vegetación y el clima en un determinado tiempo y lugar.
De este modo, en un trabajo recién publicado hemos propuesto que el tipo de vegetación predominante durante los dos últimos millones de años en la cuenca de Guadix-Baza era el bosque y matorral mediterráneos. Por tanto, se descarta que los humanos llegaran a la península ibérica “persiguiendo” su ecosistema original, la sabana.
Este escenario típicamente mediterráneo se caracterizaba, como hoy, por un clima cambiante, que fluctuaba gracias a la acción de una tramoya que tiene dos sistemas de engranaje principales: el eje de rotación de la Tierra y la órbita alrededor del Sol. Estas variaciones orbitales se conocen como ciclos de Milankovitch.
En términos generales, el clima ha ido alternando fases glaciares (más frías y secas) e interglaciares (más cálidas y húmedas). Estos cambios meteorológicos, sobre todo la mayor o menor pluviosidad, implican, para la cuenca de Guadix-Baza, el predominio de vegetación mediterránea bien húmeda bien seca.
Y estas alternancias se detectan en la Zona Arqueológica Cuenca de Orce. En Barranco León (1,4 millones de años) y Fuente Nueva-3 (1,2 millones de años), dos yacimientos con presencia humana, las precipitaciones y la productividad son relativamente altas. Alternativamente, Venta Micena (1,6 millones de años) y Fuente Nueva-1 (2,2 millones de años) indican condiciones climáticas más rigurosas y una productividad tan baja que serían incompatibles con la presencia humana.
¿Por qué nuestros antepasados necesitaban una productividad primaria alta?
Los primeros humanos que llegaron a la península ibérica eran seres omnívoros y extraños en los bosques mediterráneos. Y debieron integrarse en ecosistemas diferentes a los originales en el este de África, con unos tipos de vegetación menos productivos y con picos y valles de rendimiento más extremos. Así, estos factores fueron clave en sus vidas.
Desde el punto de vista de la energía necesaria para sobrevivir, gastamos aproximadamente lo esperado para un primate no humano de similar masa corporal. Por ejemplo, los hadza, recolectores-cazadores actuales que viven en el norte de Tanzania, pesan 46,4 kg y consumen 2,212 kcal por día (promedios para adultos de ambos sexos).
Ahora bien, somos una especie muy gregaria que debimos vivir en grupos relativamente grandes, posiblemente superiores a 30 individuos. Esto nos daría una ventaja evolutiva importante para hacer frente a la endogamia y a la presencia de depredadores. La contrapartida es que al ser “muchos” la demanda energética total se incrementa.
Por otro lado, muchos vegetales necesitan ser cocinados para que se conviertan en digeribles y apetecibles. Pero hay que tener en cuenta que las poblaciones que habitaron Europa hace 1,4 millones de años (y hasta hace aproximadamente 400 mil años) no tenían capacidad para generar y controlar el fuego. Por tanto, se reduce su espectro alimentario.
Así las cosas, no es que los humanos necesitemos un extra de energía para la supervivencia de cada uno de los individuos. Lo requerimos por ser tremendamente sociales y, además, como la tecnología de nuestros antepasados no permitió sobreexplotar los recursos naturales, solo pudimos subsistir cuando el medio nos concedía esa abundancia en forma de mayor riqueza vegetal y por tanto con extra de energía. Y eso lo proporcionaba el ámbito mediterráneo, aunque solo en los periodos más húmedos. En los más secos, se trasladarían a otros escenarios buscando una mayor productividad.
Nuestros antepasados no fueron ecologistas, pero trataron al planeta como su casa.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.