La caza de los ‘Cornices’ en Padul
Manuel Parejo Muñoz era, con tan solo 6 años y medio, el mayor de cuatro hermanos pero siempre conservó en su retina imágenes del horror de la guerra. Su padre, Manuel Parejo Alba le llevó a cucurumbillo -sentado sobre los hombros- a presenciar un mitin de Fernando de los Ríos, el que fuera ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la República que, con motivo de las elecciones de febrero de 1936, se acercó a Padul para dirigirse a sus simpatizantes en la Ermita, que era como se conocía la casa del doctor Rejón Delgado, apodado el niño de la Chaquetica. En su memoria quedó grabada la estampa imponente de una de las destacadas figuras del pensamiento socialista, pero sobre todo le llamó la atención su barba y cómo el mismo Fernando de los Ríos tuvo que ocultarse en un pajar del pueblo, en la zona conocida como la Glorieta, después de que un grupo de falangistas reventara el acto a tiro limpio.
Su padre, Manuel Parejo Alba le llevó 'a cucurumbillo' -sentado sobre los hombros- a presenciar un mitin de Fernando de los Ríos, el que fuera ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la República que, con motivo de las elecciones de febrero de 1936, se acercó a Padul para dirigirse a sus simpatizantes en la Ermita
Por entonces su padre acababa de regresar del servicio militar pero ya dejaba entrever sus inquietudes políticas. Simpatizaba con la izquierda, se movía en el mismo entorno que los concejales socialistas y, con frecuencia, participaba en la rondalla del pueblo pues dominaba con cierta destreza los instrumentos de cuerda.
Aquellas elecciones las ganó el Frente Popular y, aunque la tensión política era manifiesta, nadie en su familia presagiaba lo que iba a ocurrir meses después, con la insurrección militar. Padul no opuso resistencia pese a que los vecinos, dedicados en su mayor parte a la agricultura, disponían en sus casas de armas de fuego, por lo general escopetas de caza. A los Parejo se les conocía precisamente por su afición a la caza con el apodo de Los Codornices, que el habla y el gracejo popular redujo a Los Cornices.
Manuel Parejo Alba fue precisamente el primero en caer asesinado en el pueblo. Como otras tantas mañanas, el día 21 de julio Manuel se despidió de su mujer, Laura, para dirigirse a labrar una parcela de tierra próxima a la Laguna. Justo en el desvío de un camino para llegar hasta su parcela fue interceptado por un camión de falangistas que se dirigía, lo más probable, a tomar la ciudad de Motril y en el que viajaban algunos paduleños.
Uno de ellos, en venganza por no haberle llevado a la recogida de la remolacha en Sevilla, lo delató por rojo y allí mismo fue acribillado y abandonado en una cuneta con varios disparos, alguno de ellos en la cabeza. Un coche lo trasladó aún con vida a una casa de Padul y de ahí lo llevaron al Hospital de San Juan de Dios donde falleció tres días después, el 24 de julio, por “heridas de arma de fuego” –tal y como consta en el acta de defunción del 15 de agosto–. Sus restos fueron trasladados al cementerio de San José donde fue enterrado en una fosa, como figura en el registro que consultó en su día el periodista Eduardo Molina Fajardo, sin que se conozca más detalle sobre el paradero de los restos.
La cruel represión
Uno de ellos, en venganza por no haberle llevado a la recogida de la remolacha en Sevilla, lo delató por rojo y allí mismo fue acribillado y abandonado en una cuneta con varios disparos, alguno de ellos en la cabeza. Un coche lo trasladó aún con vida a una casa de Padul y de ahí lo llevaron al Hospital de San Juan de Dios donde falleció tres días después, el 24 de julio, por “heridas de arma de fuego”
La represión que siguió a la sublevación militar se ensañó con su familia. Apenas un mes después del fatal episodio de Manuel, un grupo de seis guardas rurales, al servicio de los fascistas, se presentó en la parcela donde el padre, Francisco Parejo Ortega, de 66 años, disponía de unos almendros que en ese momento vareaba junto a su nieto Manuel. Pese a su corta edad, recordaba cómo los guardas armados con fusiles conminaron a su abuelo, enfermo de diabetes, a acompañarlos al cuartel para tomarle declaración. “Las gafas no le van a hacer falta”, le dijo uno de los guardas fascistas como vaticinio de lo que ocurriría después.
Antes pasaron por su vivienda en busca de sus otros dos hijos, Francisco y Cecilio Parejo Alba, quienes más tarde se entregarían después de que un familiar cercano, simpatizante de los falangistas, les garantizara que su integridad estaba a salvo. Cecilio era precisamente el más reacio a entregarse. De hecho, había comprado con los escasos ahorros unas zapatillas por esas fechas para emprender la huida monte a través con destino al municipio de Jayena, donde en ese momento se encontraba el frente republicano.
Se equivocó. Acudió con su hermano a la Casa Grande que era como se conocía el palacio de los Condes de Padul, improvisada cárcel de los falangistas. En el lúgubre lugar, los dos hermanos, junto a su padre, pasaron la noche del 21 de agosto recibiendo torturas para tratar de arrancarles los nombres de las personas que se hubieran significado por su simpatía con la izquierda política. Uno de los más célebres era el doctor Rejón Delgado, el niño de la Chaquetica, la persona que organizó el mitin de Fernando de los Ríos y que, en los primeros días de la insurrección, consiguió burlar el cerco falangista y abandonar el pueblo escondido en un camión de estiércol. El Chaquetica contactó en Jayena con militantes de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) y escapó así de una muerte segura.
Si ya fue cruel perder a su hijo Manuel, Francisco Parejo Ortega tuvo que asistir también a la muerte de sus otros dos hijos. Frente a la tapia del cementerio del municipio de Dúrcal, el padre imploró a los oficiales falangistas un último deseo: “Matadme a mí primero para no ver morir a mis hijos”. Sus familiares conocieron después por boca de testigos presenciales que en el fusilamiento participaron vecinos de Padul y que primero fueron fusilados los hijos y luego el padre. Lo de “morir como conejillos”, la frase pronunciada por un oficial falangista momentos antes de la ejecución, cobraba sentido. Aquellos testimonios permanecen en la memoria colectiva de los paduleños porque muchos no sólo fueron testigos de los fusilamientos sino que se vieron obligados a enterrarlos.
Si ya fue cruel perder a su hijo Manuel, Francisco Parejo Ortega tuvo que asistir también a la muerte de sus otros dos hijos. Frente a la tapia del cementerio del municipio de Dúrcal, el padre imploró a los oficiales falangistas un último deseo: “Matadme a mí primero para no ver morir a mis hijos”. Sus familiares conocieron después por boca de testigos presenciales que en el fusilamiento participaron vecinos de Padul y que primero fueron fusilados los hijos y luego el padre
Sus cuerpos permanecen en una fosa común del camposanto de Dúrcal sin sea posible localizar el lugar exacto del enterramiento debido a las reformas efectuadas. El Ayuntamiento levantó una calle de nichos en el lugar donde supuestamente descansan los restos de los Parejo. Años después, ya en la posguerra, fue asesinado el marido de una sus hijas, Francisco Fernández, enterrado en un lugar indeterminado de Víznar.
Soportar la indignidad de los fascistas
El mismo día del duelo a los tres difuntos, Laura maldijo al que delató a su marido Manuel. Los mismos que ejecutaron a sus familiares le denunciaron ante la justicia. Laura acudió acompañada de su hijo a la Audiencia donde un oficial le advirtió de las consecuencias de su ofensa. Un furgón le esperaba a la puerta si mantenía su acusación contra el falangista. Laura tuvo que reconocer que aquel delator era “buena gente”. No fue la única vileza que se vio obligada a soportar los años venideros. Las autoridades de la época le negaron los subsidios de manutención.
Manuel, el mayor de los cuatro hijos, asumió la carga de trabajo y pronto se vio obligado a realizar tareas en el campo en un pueblo donde las represión cobró un inusitado protagonismo. Padul, al igual que Víznar o el cementerio de San José, adquirió una leyenda negra durante los primeros meses de la guerra civil. Primero, con las matanzas, luego como campo de prisioneros. Los fusilamientos se sucedieron durante los primeros meses hasta la llegada del teniente coronel Francisco Maldonado que ordenó detener las ejecuciones.
En la zona conocida como el Olivarillo, en el monte Manar, se acotó un área con alambradas donde trasladaban a los prisioneros de guerra a los que los fascistas obligaban a realizar trabajos forzados. A presos vascos se les debe la construcción del camino de los Gudaris (soldado) que sortea el monte. Las condiciones eran pésimas. Los prisioneros no tenían donde guarecerse y, cuando llovía con fuerza, se encaramaban a los olivos para evitar que el agua que bajaba por la ladera los arrastrara.
En colaboración con:
y las asociaciones memorialistas de la provincia de Granada.
- Últimas horas de Federico en el Gobierno Civil, lugar de violencia, terror y represión
- Dióscoro Galindo, el maestro cojo fusilado junto a Federico García Lorca
- La anhelada reparación para los catorce de Pinos Genil
- Constantino Ruiz Carnero
- La búsqueda de Rosalía
- Eufrasio Martínez, el periodista que cambió la pluma por el fusil para defender la legalidad de la República
- Los hermanos Quero, iconos de la lucha contra el Régimen
- Rosario Bustos Prados, memoria de La Desbandá
- Los nietos de guerrilleros de la Alpujarra se movilizan para hallar sus cuerpos y dignificar su memoria
- Cúllar desentierra la memoria de sus represaliados
- Agustín Gómez Bonilla, el carpintero de El Fargue