Volver a Granada en tiempos de coronavirus

Crónica de un viaje precipitado

Ciudadanía - Azahara Vigueras Borja, maestra de Primaria - Lunes, 6 de Abril de 2020
Azahara Vigueras Borja, maestra de Primaria, narra cómo vivió la salida de Reino Unido y su regreso a Granada. Esta es la crónica de un viaje precipitado y de la tensión y el desasosiego de quienes, en su caso por formación y trabajo, estaban fuera de su hogar cuando estalló la crisis sanitaria.
Azahara Vigueras Borja.
Azahara Vigueras Borja.

Con mi mascarilla tapándome boca y nariz, una maleta de 30 kilos que pesaba como una piedra de Stonehenge y un bolso cargado de libros, miraba absorta la pantalla del teléfono móvil en el tren que me llevaría desde Brighton, al sur de Inglaterra, al aeropuerto de Gatwick, cerca de Londres. Tenía el cuerpo entumecido y los músculos engarrotados, tras semanas de estrés. Por fin, podría volar al lado de mi familia en plena crisis sanitaria por la pandemia del coronavirus. Muchos de mis amigos no habían tenido esa suerte. Algunos tardaron demasiado en comprar un vuelo, antes de un posible cierre del espacio aéreo. Otros decidieron quedarse por voluntad propia. Volar en tiempos de coronavirus supuso toda una odisea. Precios de infarto que no bajaban de los doscientos euros, aviones cancelados, compañías que se iban a la quiebra y la imagen de miles de aviones apostados en pista se había hecho viral en redes sociales y en televisión.

Algunos de mis amigos ni siquiera lo intentaron. Decidieron seguir con sus vidas en Inglaterra, a pesar de las circunstancias, y acatar las decisiones del gobierno británico, llegado el momento. Se rumoreaba que les mandarían a casa, tarde o temprano, asegurándoles un salario de 20 horas semanales, durante un mes, que no es suficiente para vivir. Después tendrían que lidiar con la incertidumbre, como todos. Los precios en Brighton son similares a los de Londres. A pesar del paquete de medidas aprobado por Boris Johnson para inyectar dinero a la economía del país durante esta crisis, las condiciones de vida para la mayoría de españoles que viven allí no son fáciles. Algunos de ellos, atados a un contrato de alquiler por meses, tendrían que seguir pagando sus habitaciones, a pesar de volver a España.

Cuando decidí volver a Granada, el ejecutivo de Boris Johnson no había tomado ninguna medida para frenar la pandemia en el país. Las cifras de infectados aún eran desconocidas y el virus se movía latente entre la multitud, de forma silenciosa

Cuando decidí volver a Granada, el ejecutivo de Boris Johnson no había tomado ninguna medida para frenar la pandemia en el país. Las cifras de infectados aún eran desconocidas y el virus se movía latente entre la multitud, de forma silenciosa. La población se sentía inquieta por las noticias que llegaban de otros países vecinos europeos, como Italia, con más de 6.000 muertos en aquel momento, o España, donde se había decretado el estado de alarma y la gente estaba confinada en sus casas. Más de 18.000 españoles habían quedado atrapados en algún rincón del mundo con ganas de volver. A ellos, esta crisis sanitaria que se ha había extendido a nivel mundial, les dejó incomunicados durante semanas. 

Me pasé una mañana entera llamando a la embajada española en Londres, pero no conseguí hablar con ningún funcionario. Estarían desbordados, repatriando personas en situación crítica y resolviendo dudas, supuse. Tenía la impresión de que conseguir un vuelo a través de organismos internacionales iba a ser complicado. Sólo me quedaba la opción de volar en un avión de la compañía Norwegian. Si lo cancelaban, no me quedaría más remedio que seguir buscando vuelos, cada vez menos frecuentes, y siempre con el temor al cierre del espacio aéreo.

El peligro de quedar atrapada en Inglaterra

Las llamadas telefónicas de familiares y amigos se sucedieron durante los días previos, de forma continuada. Todos me advertían del peligro que suponía quedarme atrapada en Inglaterra y sin ingresos. Así que comprar un vuelo de vuelta a Granada o Málaga era la decisión más acertada, ante el miedo al cierre del espacio aéreo internacional, conforme fuera avanzando la crisis sanitaria.

Pero en Brighton, la vida seguía de espaldas al mundo, mientras en España la realidad era cada vez más cruda y dramática. Lágrimas de amigos que no podrían dar un último adiós a sus padres, tíos o abuelos por temor al contagio. Aplausos a las 8 de la tarde desde los balcones para animar a los sanitarios en su lucha desmedida contra el virus, en primera línea. Capturas de pantallas de amigos que colgaban fotos en las redes hablando por videollamada. Imágenes de personas con mascarilla y guantes que se saludaban desde la distancia para evitar el contacto físico.

En Brighton, las nubes dieron un respiro y, tras varios días desapacibles de lluvia, llegó una esperanzadora primavera. Todos los ingleses, como caracoles, se lanzaron a la calle para disfrutar de los días soleados, el azul claro de cielo y la brisa fresca del mar.

El paseo marítimo de esta localidad costera inglesa se llenó de familias paseando un domingo cualquiera. Los bares estaban repletos de gente bebiendo, los parques llenos de niños jugando, las tiendas abiertas y en algunos autobuses no cabía ni un alfiler. 

Cada mañana seguía yendo al colegio con ilusión. Había viajado a Brighton unas semanas antes para realizar mis últimas prácticas de magisterio en el colegio de Saint Paul. Sería la nueva ayudante de conversación de español en un aula bilingüe, en la que los alumnos de primaria aprendían a saludar, a cantar y a familiarizarse con la cultura española. La pronunciación de los alumnos, cuando aprendían nuevas palabras, como paella o chorizo, me arrancaban más de una sonrisa. Me apasionaba este trabajo y ahora tenía la oportunidad de conocer el sistema educativo británico y nutrirme con nuevas experiencias. Ese era el verdadero motivo por el que no me decidí antes a comprar un vuelo. Quería quedarme allí, a pesar de la incertidumbre.

Al siguiente lunes todo cambió. El Sol lució de nuevo, pero algunos alumnos faltaron a clase en el colegio de St. Paul. Desde luego, no fue a causa del mal tiempo. Diez niños, en una clase de treinta, es un dato significativo, como para empezar a preocuparse. Las clases seguían su rumbo normal entre ejercicios y actividades, pero lo cierto es que el ambiente estaba cada vez más enrarecido. Muchas familias inglesas tomaron la decisión personal de no enviar a sus hijos al colegio, en el que cada vez había más rumores de cierre por el coronavirus. Algunos profesores reflexionaban, en voz alta, si era mejor preservar la economía y arriesgar vidas humanas o adoptar las mismas medidas que el resto de países europeos. Nos enfrentábamos a lo desconocido.

¿Cómo va la cosa en España?

Cada mañana, Boris Johnson hablaba acerca de esta crisis mundial, enviando mensajes de sosiego y calma a la población británica. Los periodistas y colaboradores de los programas matinales de la BBC lanzaban hipótesis al aire y teorizaban sobre un virus que ya estaba causando estragos en otras sociedades no tan lejanas. Llegaban noticias sobre fallecidos por coronavirus en España y, cada día, las cifras aumentaban

exponencialmente. La realidad se imponía y la sociedad inglesa comenzó a tener miedo. Largas colas de gente se agolpaban en las puertas de las farmacias para comprar mascarillas, jabón de mano y termómetros. Algunos susurraban frases: “Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”.

Mis compañeras alemanas parecían tranquilas, también se planteaban la opción de volver, pero aún no habían tomado la decisión. Sin embargo, uno de los chicos italianos no volvió a aparecer por el colegio y salió despavorido rumbo a su país. La crisis del coronavirus cobró entidad propia durante las conversaciones en el recreo: “¿Habéis escuchado los rumores de que van a cerrar el colegio?”, “¿Cómo va la cosa en España?”, preguntaban mis compañeros. “¿Qué va a hacer la directora si Boris Johnson no toma medidas?”, se cuestionaban otros. Los ánimos empezaban a caldearse debido a la incertidumbre y había días en los que el silencio era más que elocuente. Miradas de preocupación, mensajes de calma dirigidos en clase a los alumnos y preguntas de algunos pequeños que te arrancaban media sonrisa. “Seño, ¿nos vamos a morir?”, preguntaban los alumnos.

El gobierno británico avanzaba despacio. Inglaterra se movía a cámara lenta, ante la atenta mirada del mundo

El gobierno británico avanzaba despacio. De momento, medidas de prevención para evitar el contagio. Inglaterra se movía a cámara lenta, ante la atenta mirada del mundo. Las críticas acosaban a Boris Johnson, pero es cierto que parte de la sociedad inglesa se mostraba impasible. Los ingleses no entendían muy bien a qué venía tanto revuelo y por qué era necesario confinarse en casa. Aunque parezca mentira, para ellos, la historia se asemejaba a aquel cuento que venía de Wuhan. Escépticos, no pensaban que la cosa iba con ellos. Días después, menos mofas y más caras de preocupación. Y de repente, esa realidad lejana comenzó a hacerse un hueco en la sociedad inglesa. Era el momento. Movida por un impulso de supervivencia, decidí volver a Granada.

A ese bichito le gustaba conocer mundo

Me despedí de mi compañera de piso, una chica navarra que había llegado a Brighton para mejorar su nivel de inglés y trabajaba en un restaurante. Habíamos llegado cargadas de ilusión a Inglaterra y conectamos desde el principio. Intenté convencerla para que ella también volviera a casa, pues estaba muy expuesta en uno de los restaurantes más concurridos de Brighton. Gente de todo el mundo pasaba por allí. Cada día bromeábamos con el maldito bicho.

Por fin subí al tren que me llevaría al aeropuerto de Gatwick y empecé a sentir escalofríos. Tenía mal cuerpo. “¿Tendría el virus?”. Estaba agotada mental y físicamente por el ajetreo de los últimos días, enviando cajas con ropa de vuelta a Granada, recogiendo la casa y arreglando papeleos en el colegio. Y me aferré al teléfono móvil, como un salvavidas. Era la única vía de comunicación con mi familia, a pesar de que estaba a muchos kilómetros de casa. Escuchar su voz siempre era un alivio.

"Nos alegramos de ser nosotros los que podamos llevarles de vuelta a sus hogares. Son momentos difíciles y sentimos las molestias que tienen que experimentar en este vuelo tan atípico. Deseamos que pronto estén con los suyos"

El aeropuerto de Gatwick presentaba un aspecto desolador. El segundo aeropuerto más grande del Reino Unido estaba absolutamente muerto. Tan sólo unos cuantos transeúntes con mascarillas, esperaban pacientes la hora de su vuelo. La mayoría de las tiendas estaban cerradas y la megafonía del aeropuerto era la única banda sonora de aquel centro neurálgico del mundo, que ahora quedaba en silencio. Aviones aparcados en pista y sin permiso de vuelo, pues a ese bichito le gustaba conocer mundo. Tan solo 50 pasajeros en un avión con capacidad para 300. La mayoría andaluces, deduje por el acento. Un pasajero por cada fila de asientos. Nadie habló durante el vuelo, ni siquiera sé si respiraban. Desde luego, si algo se respiraba, era tensión. Un vuelo atípico, con muchas manos metidas en los bolsillos y evitando rozarnos con nada. Ni murmullos, ni conversaciones de fondo. Alejados más de dos metros, tampoco había mucha opción de hablar. La azafata dio la bienvenida a los pasajeros que estábamos dormidos y exhaustos: “Nos alegramos de ser nosotros los que podamos llevarles de vuelta a sus hogares. Son momentos difíciles y sentimos las molestias que tienen que experimentar en este vuelo tan atípico. Deseamos que pronto estén con los suyos”.