El mito del amor platónico

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Mayo de 2018
Pintura de Anselm Feuerbach que representa la llegada de Alcibíades (1871–1874).
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Pintura de Anselm Feuerbach que representa la llegada de Alcibíades (1871–1874).

El amor es el intercambio entre dos fantasías y el contacto entre dos egoísmos. Paul Auguez, poeta francés.

Todo deseo de las cosas buenas y de ser feliz es amor. Platón, El banquete.

El Banquete, o El Simposio, los dos títulos por los que se conoce este texto de Platón, es uno de los más ricos, de los más abiertos a la interpretación de los escritos por nuestro, generalmente, antipático filósofo. En la Grecia clásica era frecuente que se celebraran cenas entre amigos, que tras ser generosamente regadas con vino y comida, concluyeran con una especie de competición donde los invitados pronunciaban discursos o declamaban poemas, más o menos moderados por un symposiarca. Tipos divertidos estos griegos. A este texto se le conocía en la antigüedad como un discurso peri erotos (sobre el eros) o como lo llamaba el desencantado discípulo de Platón, Aristóteles, erotikoi logoi, escritos eróticos o discursos sobre el amor. Hemos de tener en cuenta la ambigüedad de la traducción; el termino griego eros oscila en su significado original entre el actual que le damos a la palabra amor, y el que le damos a deseo. El significado que desde los siglos anteriores venía dándosele al término, que identificaba amor y deseo, es el de aquel impulso que conduce a todos los seres naturales hacia sus fines y también aquellos impulsos, más propios de los seres humanos, que tienden a aprehender y querer poseer lo otro, sea objeto o persona.

El significado que desde los siglos anteriores venía dándosele al término, que identificaba amor y deseo, es el de aquel impulso que conduce a todos los seres naturales hacia sus fines y también aquellos impulsos, más propios de los seres humanos, que tienden a aprehender y querer poseer lo otro, sea objeto o persona

Qué mejor tema para debatir ligeramente, o no tan ligeramente, achispados, debió pensar el organizador de tan excelso convite, Agatón, especialmente con tan ilustres invitados. Los temas que se trataron en los discursos fueron diferentes aspectos del deseo sexual (lo sentimos, el amor platónico es un mito de esa literatura renacentista que se llamó amor cortés, quién sabe si los poetas y trovadores renacentistas tuvieron éxito en hacer creer que no tenían intereses carnales en la persona amada). En segundo lugar el deseo en general, y por qué no, muy propio de la época, la inmortalidad del alma humana, que era un tema recurrente de las alegres veladas posteriores a una gratificante cena, generosamente acompañada de jugosos néctares. Hoy día discutiríamos con igual pasión sobre Cataluña o el fútbol. A criterio de cada cual está opinar si hemos involucionado o no.

El convite se celebró para homenajear la victoria de Agatón en un certamen dramático, las fiestas Leneas. Los amigos, o en algún caso íntimos enemigos, que se reunieron para tal señalada ocasión, por los datos contextuales, en el 416 a. de C., 17 años antes de la condena a muerte de Sócrates, fueron; Apolodoro, que aparece en algún que otro diálogo platónico como acompañante de Sócrates, uno de sus más fieles discípulos, que sería retratado posteriormente llorando amargamente mientras su maestro bebe la cicuta en su condena a muerte.  Aristodemo, el pepillo grillo del grupo, y por lo visto ateo, otro habitual acompañante de Sócrates. Fedro, discípulo de Hipias, que poco después tuvo que exiliarse de Atenas, no seamos mal pensados, no por el banquete. Pausanias, Erixímaco, médico de prestigio, Aristófanes, que escribía comedia, básicamente para tocar las narices al poder, a ser posible representando sus obras delante de ellos. Hoy día no tardaría mucho en estar en la cárcel, visto lo visto. Agatón, el anfitrión y homenajeado, autor de tragedias, sin mucho sentido del humor, lógico, si pretendes escribir sobre lo amargo que es el destino. Alcibíades, político ateniense, con el ego algo subido por aquel entonces, en la cima de su poder, aristócrata y sobrino de Pericles, que llegó más tarde al banquete, con algunas copas de más. Y nuestro querido Sócrates, con 54 años, el mayor de todos ellos. Personajes, contexto, y diálogos que firmaríamos sin dudar para una película de ese genio llamado Woody Allen.

El banquete pudo ser, y de hecho es, una fábula de Platón para vendernos su filosofía, especialmente su teoría de las formas, que viene a decirnos que existen ideas universales más allá de nuestra realidad, de las cuales, las particulares que pululan en nuestra degradado plano existencial son participaciones imperfectas, y que salvo los filósofos dedicados, con profundos conocimientos matemáticos, es imposible conocer directamente, y así alcanzar una sabiduría plena. En la Academia platónica los estudios duraban 15 años. Los diez primeros dedicados a las matemáticas, para que se quejen los estudiantes universitarios con sus grados de cuatro años. Lo cierto es que hay visos de que realmente se celebró el banquete con esos invitados, o al menos, eso parece indicar una obra de Jenofonte, pero con nuestros protagonistas empleando un tono mucho más bromista y burlón. Quizá lo que realmente pasó fue algo intermedio entre lo narrado por uno u otro. Tampoco importa mucho, a efectos de nuestra reflexión sobre el eros platónico.

Los humanos, imperfectos, ignorantes, y abocados a la infelicidad, necesitamos amar, desear algo que no tenemos y que nos complete. Es imposible por tanto que ningún objeto particular del mundo, incluidas las personas, nos satisfagan ese deseo de eros, pero a través de su experiencia, aprenderemos a apreciar desde ese amor a lo particular, el amor a la belleza en sí

Aristófanes, atendiendo a su naturaleza de comediante, narra en un tono claramente jocoso un mito para explicar el eros; los seres humanos eran originalmente más completos, rápidos, fuertes, con cuatro brazos y piernas, de tal manera que amenazaban a los propios dioses, así que estos cortaron por lo sano, literalmente, y dividieron a cada ser en dos, de ahí la imposible y desesperada búsqueda de nuestra otra mitad para sentirnos completos. Platón, utilizando como era habitual la figura de Sócrates, introduce el personaje de la sacerdotisa Diótima, que le narró en un encuentro que tuvieron la historia de Eros, que nace después de todos los dioses, no es un dios, pues los dioses son inmortales, sabios y felices, y no tienen necesidad de desear. Eros es hijo de Penia, la pobreza y de Poros, el ingenio, la oportunidad. Los humanos, imperfectos, ignorantes, y abocados a la infelicidad, necesitamos amar, desear algo que no tenemos y que nos complete. Es imposible por tanto que ningún objeto particular del mundo, incluidas las personas, nos satisfagan ese deseo de eros, pero a través de su experiencia, aprenderemos a apreciar desde ese amor a lo particular, el amor a la belleza en sí. Belleza y bien supremos se identifican en Platón, y ese bien, esa belleza, no pueden ser particulares, no pueden depender de la belleza o del bien que cada ser humano desea. Solo la educación nos permite conocer, escalando trabajosamente a través de las matemáticas, inicialmente, lo particular de nuestra imperfecta realidad e ir al mundo ideal de las formas, cuya referencia jerárquica máxima es esa forma ideal del Bien o de la Belleza.

¿De qué sirve esta reflexión sobre el eros, el amor y el deseo?  Sirve para la parte aburrida, la erudición que nos permite aprender la metafísica de Platón, que lleva a dividir el mundo en dos; el real y el ideal, y que a través de la apropiación que de esa metafísica hizo la mística cristiana definiría dos mil años de erróneo curso de nuestra cultura e historia, negándonos el mundo sensible como real y autentico. Sirve también, en una lectura menos aburrida, porque se plantean temas que hoy día aún tienen su vigencia: ¿cuál es la verdadera naturaleza del amor? ¿De dónde procede este deseo tan intenso?, si podemos o no equipararlo a otro tipo de deseos, si ese deseo procede de alguna carencia, que hemos de saciar. Se plantea porqué nos hace sufrir algo que en principio debería llenarnos siempre de alegría, y porqué amamos a una persona y no a otra. Cuál es el papel del placer en la satisfacción del deseo, o qué tiene de valor añadido la duración del amor, y una pregunta, que como las anteriores, no dejamos de hacernos hoy día; nos atrae la belleza, en tanto algo más o menos objetivo, de la persona a la que amamos, o esa persona nos parece bella, subjetivamente, porque precisamente la amamos. Otro tema, que tiene plena actualidad e importancia, y que no es otro, que la necesidad del consentimiento de la persona a la que queremos amar.

El amor platónico, ese mito del amor desinteresado de cualquier connotación carnal,  puro e incondicional, que crearon los comentaristas renacentistas del filósofo griego, no existe. El amor es una fuerza de la naturaleza humana, una pasión, que como todo deseo humano es imperfecto, confuso, vacilante, impredecible, y desde luego, no desinteresado de ninguna manera

El amor platónico, ese mito del amor desinteresado de cualquier connotación carnal,  puro e incondicional, que crearon los comentaristas renacentistas del filósofo griego, no existe. El amor es una fuerza de la naturaleza humana, una pasión, que como todo deseo humano es imperfecto, confuso, vacilante, impredecible, y desde luego, no desinteresado de ninguna manera. El amor puede ser más o menos egoísta, más o menos maravilloso, más o menos generoso, más o menos constructivo, o destructivo, pero, ¿desinteresado?, no, siempre hay algo que nos concierne, un interés, en esa voluntad ciega de deseo, esa pasión, por algo que está, siempre, más allá. Comprender que el amor es imperfecto, frágil, falible, y desde luego no eterno, no le hace algo indeseable, sino todo lo contrario. Aceptar esa naturaleza, que no deja de ser la nuestra, como seres humanos, es lo que nos permite amar con el delicado trazo de la generosidad y de la felicidad, sabiendo que cada gota de amor es como una gota de agua que se nos escapa de las manos, que nunca podremos retenerlas, y que nunca nos habrá de pertenecer lo amado, no es nuestro.

El amor entre dos personas no deja de ser, como bien nos decía el poeta francés Paul Auguez, la épica confrontación entre dos fantasías, aquella que hacemos del ser amado, y la que éste hace de nosotros, y de dos fuerzas egoístas, antagónicas, como lo son todas las fuerzas que nos anclan al ego, a ese conjunto de historias, deseos, pasiones que nos narramos para definirnos. El amor no deja pues de ser otra narración, otra fantasía, otra historia, otro cuento, pero en nuestra mano se encuentra decidir escribirla a cuatro manos, o pretender que el otro sea solo un personaje secundario de nuestra narración, o un escritor invitado, al que de vez en cuando dejamos que escriba algunas líneas de algo que debería ser cosa de dos. En nuestras manos está rechazar esa platónica metafísica que nos dice que busquemos algo más allá de lo sensible, del aquí y ahora, del mundo real, del presente, para encontrar el eros. El amor perfecto, la forma ideal del amor no existe, ni en un mundo fuera del nuestro, ni aquí, y cometer el error de creer en ese mito es uno de los motivos por los  que una pasión que deberíamos dejar contaminar por la generosidad, se convierte en un arma de destrucción masiva, contaminada por el celo y el odio.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”