Campaña Inagra contenedor marrón.
TEMOR A UN POSIBLE APAGÓN MUNDIAL

'Operación acopio'

Ciudadanía - Gabriel Pozo - Sábado, 6 de Noviembre de 2021
Un espléndido y delicioso artículo de Gabriel Pozo sobre el temor a un gran apagón que comienza a generar compras masivas en ferreterías. Te lo recomendamos.
Un dependiente atiende a un cliente en una ferretería.
EP/Archivo
Un dependiente atiende a un cliente en una ferretería.

Ayer fui a mi ferretería a comprar una arandela y casi vuelvo a casa con un generador eléctrico, varias botellas de butano, una hornilla, dos cajas de velas, una estufa, kilos de pilas, varios paquetes de leña artificial y no sé cuántas cosas más. Si hago caso al cliente que me precedía, también hubiese corrido a la gasolinera a llenar unas garrafas; al súper a rebosar el coche de latas, refrescos, garbanzos, alubias, papel higiénico, harina, azúcar, botellas de aceite, varios jamones, media docena de quesos, etc., etc. Incluso hubiese vuelto a cargar garrafas de agua a mansalva.

Como en marzo de 2020, cuando acopiamos papel del culo para varios años. Como si el mundo se fuera a acabar. Aunque para muchos –por desgracia– se acabó. Pues ya estamos otra vez con las mismas

Hoy empezaría el segundo día de mi operación acopio. Me tomé a broma y exageraciones al cliente que se llevó la última lámpara de camping gas y dejó encargado un generador eléctrico de no sé cuánta potencia. Pero no era para reírse. Mi ferretero me dijo que no es el segundo, ni el tercero… ni el décimo cliente que ha ido a encargarle un generador o más hornillas. Y no los encuentra en los almacenes ni apenas las sirven los proveedores.

Como en marzo de 2020, cuando acopiamos papel del culo para varios años. Como si el mundo se fuera a acabar. Aunque para muchos –por desgracia– se acabó. Pues ya estamos otra vez con las mismas. No se sabe muy bien si el rumor lanzado por los austriacos sobre un supuesto apagón energético ha tenido la culpa de la alarma que empieza a zarandearnos. O son otros intereses espurios, pero el rumor se está convirtiendo en noticia. La noticia es la antesala de un hecho. A la falta, supuesta, de energía, también se está añadiendo la falta, supuesta, de artículos de primera necesidad. Hoy iré de tiendas a comprobarlo.

Ese rumor intenso que empuja la ola en este momento es seguro que acabará estrellándose contra el acantilado o muriendo suavemente en la playa. Mientras tanto, resaca va, resaca viene. A río revuelto, ganancia de pescadores.

El comentario de mi ferretero me ha traído a la mente otro rumor intenso que padecimos hace ahora medio siglo. Por entonces no se hablaba de apagón energético, sino de parálisis total del mundo

El comentario de mi ferretero me ha traído a la mente otro rumor intenso que padecimos hace ahora medio siglo. Por entonces no se hablaba de apagón energético, sino de parálisis total del mundo. Todo por culpa de unos árabes y otros rusos que habían decidido no vender petróleo para hacerse dueños del mundo. Ese fue el mensaje que llegó a la España profunda. Y allí vivíamos precisamente mis abuelos, toda mi familia y yo.

Recuerdo que mi madre se mostraba muy preocupada. ¡Qué iba a ser de su hijo, ahora que lo iban a mandar a estudiar a Madrid! A hacerse hombre de provecho. Yo no entendía muy bien lo que estaba pasando, aunque también me contagié de la preocupación de mi familia. Sobre todo, cuando todos los que vivíamos en la casona de los abuelos nos lanzamos a comprar sacos de harina, paquetes de azúcar, latas de conserva de aquellas que pesaban un kilo, por lo menos. Cada año solíamos hacer matanza con dos cerdos, pero ante lo que se avecinaba, mi abuelo compró un tercer cerdo a un cortijero y fueron tres los marranos que dieron sus vidas por una buena causa. Recuerdo que llenaron varias orzas de chorizos, morcillas, costillas, lomo en adobo. El secadero o cámara de la planta alta de la casa dejó de tener ropa tendida y se llenó de mantas y faldas de tocino, huesos salados de espinazos, patas y alguna careta seca. También varios bacalaos en salazón y un tabal de sardinas arencas.

Mi abuela exigió que algunas orzas se “precintaran” con yeso, para evitar sorpresas bajo la manteca. Y se ocupó de que un arcón decimonónico (herencia familiar) estuviese siempre cerrado con llave. Allí guardó por lo menos cien kilos de azúcar y las latas más pequeñas de conservas

Mi abuela exigió que algunas orzas se “precintaran” con yeso, para evitar sorpresas bajo la manteca. Y se ocupó de que un arcón decimonónico (herencia familiar) estuviese siempre cerrado con llave. Allí guardó por lo menos cien kilos de azúcar y las latas más pequeñas de conservas. Incluso mandó rellenar latas de tomate de Murcia, de cinco y diez kilos, con las mejores tajadas de lomos; y las estañó un herrero de manera hermética. Recuerdo incluso ver todos los palos y tirantillas del techo del secadero con miles de uvas, melones piel de sapo, membrillos, pimientos e incluso algunas manzanas. Todo bien colgado con esparto o pita.

Cuando comenzó aquel invierno, estaba convertida la vieja y fría casa del pueblo en una enorme despensa. Había comida de larga duración escondida por todos los muebles y rincones. Sólo faltaba el aceite, pero llegó de la almazara a primeros de enero; en vez de los trescientos litros habituales de cada año, mi padre se quedó con el cuádruple, por lo menos. No se vendió nada de la cosecha.

Ya estaba la familia de los Pozos preparada para resistir la que se avecinaba. Yo pensé que lo que venía era una guerra nuclear. No podríamos salir de allí hasta que no se pasaran los efectos. Y quizás luego no quedara nadie al regresar a la nueva normalidad. A mí no me importaba, yo sabía que no nos iba a faltar de nada durante el encierro. Incluso había leña en el corral para tres o cuatro años. Peor lo había pasado mi vecino Sandalio, tres años de topo pasando hambre, para escabullirse de la guerra.

Ya estaba la familia de los Pozos preparada para resistir la que se avecinaba. Yo pensé que lo que venía era una guerra nuclear

Pasaron los meses y quizás los años. No recuerdo bien, porque yo seguía yendo al instituto en autobús y preparándome para saltar a Madrid. Mi abuelo regresaba cada tarde del hogar de ancianos y movía la cabeza negativamente a las miradas inquisitivas de mi abuela, postrada en su mecedora. Parecía comunicarle que aún no había llegado el mal que esperábamos impacientes. Lo había dicho todo el mundo en la ferretería, en la carpintería, en la fragua, en el taller de confección, en la fábrica de harinas, incluso en la panadería de la Cooperativa, donde se cobijaban los hombres los días de temporal. Pero el gran colapso, quizás el gran final, el gran apagón, la guerra o la hambruna no aparecía por el horizonte.

Mi abuelo tenía motivos para gastarse los ahorros de media vida en hacer acopio. Había pasado por el negro trance de perder a sus tres hijos mayores en la guerra del 36 y en la II Guerra Mundial. A los siete que sobrevivieron les dio tiempo de convivir con el hambre y flirtear con la necesidad de la posguerra.

Por fin llegó 1975. Se murió Franco. La crisis del petróleo se fue superando a trompicones. Para entonces ya se habían ido los abuelos. Se dejaron baúles, orzas, bidones y alacenas repletos de comida

Por fin llegó 1975. Se murió Franco. La crisis del petróleo se fue superando a trompicones. Para entonces ya se habían ido los abuelos. Se dejaron baúles, orzas, bidones y alacenas repletos de comida. Entonces entré yo en acción; ahora me tocaba cada día coger un paquete de azúcar y desmoronarlo a martillazos; después, tenía que triturar el azúcar con una botella de Anís el Mono o con el molinillo del café. ¡La eternidad que duró el azúcar acopiado en los baúles! Lo de los sacos de harina fue peor; pronto se llenaron de mariposillas y había que cernerla para poder utilizarla en la infinidad de roscos y parecidos que hacían mi madre y mis tías. Creo que no tardaron mucho en destinarla a los cerdos. Aquello se volvió incomestible.

Acabé tomándole odio a las latas de un kilo con sardinas en escabeche o en tomate. Se hacían interminables. Empezaron a desaparecer cuando una se hinchó sospechosamente. Quizás explosionaron y mi padre decidió tirarlas. Lo que más sintió mi madre fue lo de dos bidones de aceite enranciado; hubo que destinarlos a hacer jabón de sosa. Fabricaron tanto, que mucho después lo deshicieron para echarlo a la primera lavadora de carga vertical que llegó a mi casa. No exagero si digo que el jabón duró diez años, porque yo me fui a Madrid y durante toda la carrera mi madre me preparaba pastillas, era mejor que el que vendían en la capital. Perfecto para asearse los bajos y curar almorranas; acabé llevándole a los compañeros de media facultad. Estoy seguro de que todavía queda algún “ladrillo” de jabón de sosa de aquella época en un rincón de la casona vaciada del pueblo.

Han pasado más de cuatro décadas de aquel colapso que nos predicaban. En las ferreterías de este país, y en los supermercados, han corrido infinidad de bulos desde entonces. Nos han flagelado dos docenas de crisis. Y, a pesar de todo, seguimos en pie. Unos mejor que otros, firmes formación: mientras algunos están los lunes al sol y se marean por inanición, otros aguantan firmes haciendo acopios y engordando las cuentas corrientes de la lista Forbes. Que al fin y al cabo es el objetivo del rumor interesado. Por mucho que lo intenten, a España no la derriban tres docenas de malos políticos y cuatro de banqueros ladrones.

De momento, me inclino por no hacer acopio de harina ni de azúcar. Que luego le salen mariposillas o se me aterronan los paquetes.