El juez Miguel Ángel del Arco culmina sus memorias con "No juzguéis"
No juzguéis es el perentorio título del tercer volumen con que el juez Miguel Ángel del Arco culmina sus memorias en la Colección Veleta de la editorial Comares. Cuando hace ya más de una década publicó el primer tomo -La Audiencia va de caza era su prometedor y cinegético nombre-, aún estaba al frente del juzgado número 6 de instrucción de Granada y por tanto se debía a la vigilante jerarquía con la que tuvo, por decirlo blandamente, algunos malentendidos. Pero antes de empezar, conviene un poco de contexto sobre el juez y su juzgado. El juzgado de Del Arco (además de juez editor, coleccionista de arte y cómplice necesario de una bohemia que en los años 80 del siglo pasado elevó informalmente a Granada como capital cultural de Andalucía) era no sólo el más temido entre abogados, procuradores, investigados, testigos y constructores, sino una universidad que impartía sin matrícula previa un título propio, el de periodista especializado no ya en tribunales sino en el 6 de instrucción. Informar desde aquel microcosmos presuponía adquirir una serie de conocimientos no ya jurídicos sino artísticos, morales, poéticos, patrimoniales y hasta diabólicos. No exagero: los que frecuentábamos el 6 de instrucción incluso aparecimos citados en un libro sobre un aquelarre disparatado que organizó un pastelero del Albaicín con más gusto por la sal que por el azúcar y cuya autoría firmó un médico forense.
El juzgado de Del Arco era no sólo el más temido entre abogados, procuradores, investigados, testigos y constructores, sino una universidad que impartía sin matrícula previa un título propio, el de periodista especializado no ya en tribunales sino en el 6 de instrucción
Aquel grupo heterogéneo de informadores estaba generacionalmente destinado -quién lo iba a decir entonces- a apuntillar el periodismo de papel e inaugurar una nueva edad que podríamos denominar, por la imposibilidad de distinguir entre rigor y bulo, entre verdad y mentira, la edad del periodismo por bulerías, esa edad de oro falso, trampantojos y juegos de villanos que hoy impone la confusión con un despotismo desvergonzado que va desde los tribunales a la política.
Quizá porque Del Arco, en 2014, aún se debía a la obediencia jerárquica, su estilo como memorialista en sus comienzos era aún formal y cuidadoso con la cronología, aunque dentro de una fascinación evidente por la heterodoxia. Que un juez de provincias escribiera sus recuerdos (y compartiera dentro de lo que cabe confidencias y secretos) era un acontecimiento infrecuente entre funcionarios a quienes se les suponía una prudencia cartujana. Los jueces no suelen escribir memorias. Por regla general, prefieren el cuchicheo en los despachos o las salas de togas a las exposiciones públicas, tanto orales como escritas. Pero Del Arco acometió la redacción con ánimo de confesión y resabios literarios y empezó a escalar una complicada montaña armado de toga, piolet y códigos. El autor, escribía Carlos Pujol en el prólogo del tomo inicial, "saborea el abstruso ritual del lenguaje forense […] y huye de las moralejas".
No juzguéis, en el que, Del Arco, una vez libre de vigilancias superiores y depositada literalmente la toga en un tacho de basura, abandona cualquier contención y se solaza con una escritura deudora de Valle-Inclán en relatar los últimos avatares de su experiencia en el juzgado
La Audiencia va de caza fue también el comienzo de una evolución formal de su escritura que ha culminado ahora en el tercer tomo, No juzguéis, en el que, Del Arco, una vez libre de vigilancias superiores y depositada literalmente la toga en un tacho de basura, abandona cualquier contención y se solaza con una escritura deudora de Valle-Inclán en relatar los últimos avatares de su experiencia en el juzgado. Pero en este último tramo de sus memorias ya no es el juez de los dos tomos precedentes, sino que, a fuerza de fatigar la línea que delimita realidad y ficción, se ha transformado, ¡bendito doctor Jekyll!, en el trasunto del Juez de la Horca, el personaje que tanto admira y que Paul Newman interpretó en 1972 en la película de John Houston del mismo título. Un juez, por cierto, (el de la Horca) que impartía justicia acompañado por un código de leyes -al que le había arrancado las páginas que consideraba superfluas- y un revólver. Del Arco incluso se ha permitido ilustrar el punto de lectura que acompaña al libro con una imagen de Ava Gardner, la Lillie Langtry de la película, trasunto de la auténtica actriz que conquistó a Eduardo VII y a otras muchas realezas libertinas de postín en el cambio de siglo.
En 2017, Del Arco entró de lleno en el análisis sin eufemismos de los mecanismos oxidados con los que funciona un juzgado de guardia con el segundo tomo de sus memorias, La Jauría judicial, lo que inspiró a Félix de Azúa la siguiente reflexión: "Meterse en el mundo sórdido, de una tóxica deshonestidad, se soporta gracias al gran corazón del escritor y de su probidad, porque no se dejó vencer por el ambiente putrefacto de jueces y abogados franquistas o simplemente malévolos, ni por sus promesas de ascenso".
Y así, burla burlando, llegamos al Final de la guardia, como consigna el subtítulo de No juzguéis
Y así, burla burlando, llegamos al Final de la guardia, como consigna el subtítulo de No juzguéis. Entre el primero y el último tomo hay muchos años poblados de recuerdos y experiencias, innumerables reflexiones, sonoras bofetadas, cariñosos reconocimientos, pescozones, desengaños y testimonios de una sinceridad infrecuente en la literatura memorialista escrita por jueces, es decir, por personas que han barajado la justicia y han tenido en sus manos, en su conciencia y en sus dudas la libertad de muchos individuos. La última entrega de las memorias es tanto un artefacto literario como la conclusión de un viaje escrito que compendia la vida de un juez de instrucción entreverada de metáforas, símbolos, exageraciones y alegorías. Como cualquier plano de la vida, pero pasado por la literatura. El juego constante entre el Juez de la Horca y el Juez del Arco da para muchas ocurrencias felices de uno y de otro.
Cuando el reseñista terminó el libro y echó mano de los apuntes para armar esta crónica, descubrió que ya no sabía a quién atribuir los aforismos anotados, si a las memorias del Juez del Arco o las citas del Juez de la Horca. La asimilación del uno por el otro, y del otro por el uno, convierte la lectura en una fresca irreverencia que entra y sale de la realidad con una lucidez dinámica y certera.
El libro es un juego de espejos formantes y deformantes cuyo poder de transformación se acrecienta en estos tiempos en los que el entrometimiento entre la política y la justicia alcanza cotas alucinantes. Y no porque haya referencias directas a la actualidad sino porque el lector, imbuido en el presente, tiene la tentación de traspasar el espejo que separa ambos mundos.
Un libro es un objeto sólido (y el que nos ocupa, además, primorosamente editado) pero la interpretación de su contenido, aunque fijado a tinta en el papel con marcas tipográficas indelebles, está en manos del lector urgido por el presente, atemperado por el pasado e inquieto por el futuro, lo que le sirve para encontrar inesperados significados. No es lo mismo leer este libro ayer que hoy. ¡Que se lo digan a Heráclito! En estos tiempos en que jueces de toda condición interfieren en política (y viceversa) y la policía sospechosamente escudriña a los fiscales, esta historia sobre los secretos de un juzgado de instrucción es más que un código, es la biblia. O un compendio de todas ellas: la hebrea, la católica, la protestante y la del oso, un animal, por cierto, de nombre Bruno, que era la mascota del Juez de la Horca.