'Ellas'
Existían, tal vez. No recuerdo sus caras, ni sus historias porque nunca estuve en su mundo. No pude identificar sus nombres ni rastrear la geografía de sus sufrimientos. Mi infancia son recuerdos de un patio masculino: el espacio ilimitado para el juego colectivo y desordenado de la piola, la “hinca” o el burro; carreras deslucidas en torno a una pelota “gorila” y un río adánico inundando el espacio y el tiempo. Sabía que había otros seres, minúsculos e intrascendentes, que nos acompañaban, como satélites, y jugaban en espacios más reducidos, como si los límites de la acción también se los impusiéramos: la comba, la rayuela o la goma.
Existía, tal vez. No recuerdo su lenguaje, porque todo se expresaba en masculino, desde el convencional uso jerárquico de éste, hasta la invención masculina de la historia
Existía, tal vez. No recuerdo su lenguaje, porque todo se expresaba en masculino, desde el convencional uso jerárquico de éste, hasta la invención masculina de la historia. Los héroes sólo eran nuestros y no recuerdo que ellas tuvieran otros distintos porque la historia con mayúsculas sólo a nosotros nos pertenecía y el lenguaje había creado palabras mágicas para blindarnos de ellas y evitar que el que hiciera una incursión en su mundo no se le calificara desde adjetivos malsonantes.
Pero, paradójicamente, en esa franja de mi vida comencé a sentirme más enano cuanto más me distanciaba de sus enredaderas emocionales para mantener incólume el teatro de las apariencias masculinas
Ellas, en todo caso, pululaban a nuestro alrededor, como inevitable contingencia. Fui creciendo desde una identidad sexo lingüística precisa y nunca tuve ambigüedad sobre mi condición de varón mientras el mundo me sonreía. Circunspecto –era el gesto varonil exigible entonces- estuve el primer día que tuve que convivir con la mixtura y poblamos el aula de 5º de Bachillerato en dos franjas nacidas naturalmente delimitadas por aquello de juntos, pero no revueltos, aunque nuestras caras de gárgolas expresaban más la inquietud de que esas intrusas, desde la cercanía, podían descubrir, al fin y al cabo que, detrás de nuestra aparente seguridad, escondíamos debilidades impropias de lo masculino y tuvimos que aprender rápidamente a urdir tretas para mostrar que seguíamos siendo los dueños del territorio. Pero, paradójicamente, en esa franja de mi vida comencé a sentirme más enano cuanto más me distanciaba de sus enredaderas emocionales para mantener incólume el teatro de las apariencias masculinas.
ellas, erguidas desde la historia que les pertenecía, revisaron el lenguaje ajeno que las inventaba, poblaron su cuerpo y sus juegos y comenzaron a pensarse desde lo que las unía: saber lo que no querían
En la Universidad tuvimos que hacer las dos transiciones, la política y la personal, y ellas, erguidas desde la historia que les pertenecía, revisaron el lenguaje ajeno que las inventaba, poblaron su cuerpo y sus juegos y comenzaron a pensarse desde lo que las unía: saber lo que no querían. Algunas nos enseñaron a descascarillar el lenguaje, los “os”, las “as”, pero seguían ("mos") en la superficie de los conceptos porque estos habían sido creados para perpetuar el dominio de lo masculino.
Ahora, quienes emprendimos el camino de cambiar nuestra historia (y no sólola política o la económica) empezamos a reconocer nuestros tics antiguos, esos que oscilaban entre el paternalismo y el autoritarismo, gracias a que algunas mujeres, de forma imparable, emprendieron hace tiempo el camino de ser ellas mismas.
Alfonso Martínez Foronda es licenciado en Filosofía y Letras, profesor de Secundaria e históricamente vinculado al sindicato CCOO, en el que ocupó distintas responsabilidades, como investigador ha profundizado en el movimiento obrero y estudiantil.
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