De la vanidad en la era de Instagram

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 29 de Septiembre de 2019
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'El amor propio y la vanidad nos hacen creer que nuestros vicios son virtudes, y nuestras virtudes, vicios'

Jacinto Benavente

Amanece, y lo primero que hacemos antes de iniciar el día no es repasar nuestras ilusiones, sueños, o si somos algo más pragmáticos, y menos románticos, la lista de la compra o las tareas pendientes, sino satisfacer nuestro banal ego; miramos el móvil, ese espejo retorcido de nuestra vanidad, y no es que nos detengamos a prestar atención a qué correos, qué conversaciones interesantes nos hemos perdido, o qué ocurre en el mundo, sino cuántos me gusta ha obtenido esa foto, cuántas veces han visto nuestras historias, y demás  ofrendas que diariamente sacrificamos en el altar de nuestra vanidad. Todo ello en la obsesiva presencia que tenemos en cualquier red social que se haya convertido en el escaparate de nuestro ego, en interminable batalla con el ego ajeno. Fotos hechas con nuestros móviles que tan solo nos cuestan diez o doce tomas hacer, y diez o doce filtros, para que todo sea lo más natural posible. Algún día llegaremos a olvidar que su función esencial es tener conversaciones telefónicas con la gente, voz a voz, persona a persona. Hemos pasado de utilizar artilugios de software, esos filtros de photoshop y similares, para disimular el entrañable paso del tiempo que nos devora, a utilizarlos para falsear los lugares en los que aparentemente vivimos nuestra placentera vida, en la que todo es alegría, jolgorio y lujo. Todas nuestras fotos muestran lo felices que somos, lo bien que lo pasamos, las jaranas que disfrutamos. Si algún arqueólogo del futuro buceara nuestras redes sociales creería que esta fue la edad de oro de la humanidad, y que todos disfrutábamos de una vida maravillosa y plena.

Hemos pasado de utilizar artilugios de software, esos filtros de photoshop y similares, para disimular el entrañable paso del tiempo que nos devora, a utilizarlos para falsear los lugares en los que aparentemente vivimos nuestra placentera vida, en la que todo es alegría, jolgorio y lujo

Benjamin Franklin nos advertía que la vanidad es un mendigo que pide con tanta insistencia como la necesidad, pero mucho más insaciable. Algo de razón tenía uno de los padres fundadores de los EEUU. Parece probable concluir el horror, que el científico y político estadounidense, hubiera sentido ante la sobredosis de vanidad que experimentamos hoy día. Otro pensador, ilustre español, Ortega y Gasset, nos da la clave para ayudar a entender el porqué de esta sobredosis de vanidad: el vanidoso necesita de los demás, busca en ellos la confirmación de la idea que quiere tener de sí mismo. Es nuestra inseguridad la que habla en esta sobreexposición de nuestra vida. Mientras más aparentamos, más inseguros estamos. Respondemos con amargura cuando no se nos presta la atención que creemos merecer. Quién sabe en base a qué criterios, desafortunadamente no por nuestra brillantez a la hora de razonar, dialogar o exponer argumentos. Otro moralista francés, François la Rochefoucauld, hurga en la herida con quirúrgica precisión a la hora de explicar nuestro comportamiento. Más aplicable hoy día que en sus tiempos: lo que hace insoportable la vanidad ajena es que hiere la propia. La contundencia con la que criticamos el exceso de vanidad ajena es proporcional a la misericordia con la que juzgamos la propia.

Otra curiosa característica de nuestro tiempo es nuestra aparente incapacidad para hacer algún acto bueno si no es bajo el escrutinio público. Tenemos que telegrafiar cualquier mínima generosidad que hayamos realizado. Pareciera que nuestra capacidad para actuar virtuosamente se encuentra imbricada con la vanidad con la que la publicitamos. Siempre que haya focos delante, y que nos sea permitido que todo el mundo conozca nuestra generosa acción, actuamos. Algo de inquietante tiene pensar en todos esos personajes públicos que no van a ningún sitio, o no hacen nada aparentemente generoso, sin avisar antes a todos los medios de comunicación posibles, para que les hagan fotos y reportajes. Sin tan necesitados están de que todo el mundo les diga los buenos que son, lo mismo no lo son tanto.

Otra curiosa característica de nuestro tiempo es nuestra aparente incapacidad para hacer algún acto bueno si no es bajo el escrutinio público. Tenemos que telegrafiar cualquier mínima generosidad que hayamos realizado. Pareciera que nuestra capacidad para actuar virtuosamente se encuentra imbricada con la vanidad con la que la publicitamos

Si no tuviéramos suficiente con nuestro paranoico amanecer, nuestras vidas se ensombrecen al anochecer, mientras buceamos obsesivamente en nuestro móvil, bajo la amenaza del verdugo de aquellos que juzgan nuestros vanidosos intentos de llamar la atención, a la vez que juzgamos los suyos, todo hay que decirlo. El público de nuestra vanidad es más de dos mil años después, como aquella anónima masa, sedienta de espectáculo, que asistía al circo romano, que levantaba o bajaba el pulgar, mostrando su aprobación a la sangre derramada, o pidiendo más sangre por derramar, insatisfecha su sed de espectáculo, donde unos seres humanos destrozaban a otros. No hemos cambiado mucho, aunque ahora sea algo menos incruento, aparentemente. No es que la  perdida de modestia y mesura, a la hora de proyectar nuestra imagen y nuestras cualidades, hayan aparecido de repente en el escaparate de Instagram, o similares, donde el aparentar importa más que lo que uno sea realmente, aunque sí que se ha acelerado considerablemente la estupidez con las que nos pavoneamos hasta llegar, en ocasiones, al delicado abismo que separa la  sana autoestima del ridículo.

Vanitas es el término latino con el que los romanos se referían a toda aquella persona que no aparentaba ser real, que a pesar de su ampulosidad, se encontraba vacía en su interior. Personas que se encontraban muy satisfechas de sí mismas, pero que si escarbabas un poco no tenían ningún motivo mínimamente serio para ello. Pagadas de sí mismas, diríamos hoy día. Todos conocemos en nuestro círculo a aquellos que se pavonean escondiendo sus defectos a través de exabruptos y boato. Se muestran excesivos en las críticas a cualquiera que no sean ellos, siguiendo esa máxima de Samuel Johnson que los describía de esta lúcida manera: La crítica es una actividad con la cual se adquiere, con poco gasto, importancia. El que es débil por naturaleza o ignorante por pereza, puede todavía sostener su vanidad con el nombre de crítico. Friedrich Nietzsche se sumaba a la hoguera de las vanidades destacando uno de los principales defectos que exponen al vanidoso: La cosa que mejor hacemos desearía nuestra vanidad hacerla pasar por la más difícil. Esto puede explicar el origen de muchas morales. Defecto, todo hay que decirlo, del que no se libra casi nadie, esa exagerada manera en la que destacamos la dificultad de alguna acción, que ni de lejos nos ha costado tanto esfuerzo, pero como diría algún político, o asesor de político experto en comunicación: todo hay que ponerlo en valor, por muy ridículo que a veces parezcan esas hazañas de las que se presume, o como diría Bergson; la vanidad es la admiración que se siente por uno mismo en virtud de la admiración que uno cree despertar en los demás.

Defecto, todo hay que decirlo, del que no se libra casi nadie, esa exagerada manera en la que destacamos la dificultad de alguna acción, que ni de lejos nos ha costado tanto esfuerzo, pero como diría algún político, o asesor de político experto en comunicación: todo hay que ponerlo en valor, por muy ridículo que a veces parezcan esas hazañas de las que se presume

Montaigne, el insigne estoico pensador francés del siglo XVI, que tan útil guía nos dejó en sus Ensayos para comprender la naturaleza humana, nos da algunas singulares lecciones, igualmente aplicables a la vanidad en la era de Instagram. Prudente ante el peligro de los elogios inmerecidos reflexionaba: El favor público me ha dado más de osadía de lo que yo esperaba. Pero lo que más temo es provocar hartazgo. Preferiría irritar que cansar.  Un consejo que vendría bien a todos aquellos instagramers, o como se quieran llamar, que pretender ir de influencers. Básicamente son gente sin oficio ni beneficio, salvo creer que su físico es lo único que importa, y que pretenden vivir del cuento, con hoteles, restaurantes y mil patrocinadores más pagándoles por subir fotos de ellos disfrutando de sus productos. Lo tonto del asunto, es que funciona. No es ya que la banal vanidad de esta gente sea estúpida, es que los que les siguen no parecen tener mucho más tino en su criterio a la hora de juzgar lo que es valioso y lo que no, y  aquello por lo que merece la pena, de verdad, estar atentos a lo que te ofrece una persona.

La indolencia y la laxitud son las palabras elegidas por el pensador francés, como remedio ante la vorágine de estupideces, con las que en ocasiones, el mundo pretende que te sumerjas en acciones sin sentido. Un poco de estas maltratadas virtudes nos vendría bien para evitar el exceso de poses artificiales, en la era de la vanidad de Instagram, y de paso hacer un poco menos el ridículo. Otro extremo, que también sucede es el de todos aquellos que nos transmiten continuamente, no ya su placentera vida llena de fiesta un día sí y otro también, sino aquellos que pretenden llamar la atención mostrándonos que su vida es un continuo valle de lágrimas. Montaigne también anticipa varios siglos la respuesta a esta situación: Merece que nunca se lamenten por él quien siempre se está lamentando, queriendo inspirar lástima tan a menudo que ya no da lástima a nadie. Quien se hace el muerto estando vivo se expone a que lo consideren vivo estando muerto. Resumiendo, y siguiendo la sabiduría de las viejas y crueles fábulas, como la historia del pastorcillo que por llamar la atención estaba continuamente avisando que llegaba el lobo, hasta que familiares y amigos se hartaron tanto que un día llegó el lobo de verdad, y no acudieron.

La vanidad propia convertida en envidia también lleva a la hiel, que algunos destilan ante la gente que no sucumbe a sus desvaríos en el uso de las redes sociales. La mejor respuesta sigue siendo la honestidad

La vanidad propia convertida en envidia también lleva a la hiel, que algunos destilan ante la gente que no sucumbe a sus desvaríos en el uso de las redes sociales. La mejor respuesta sigue siendo la honestidad. Asumir las imperfecciones propias con la misma naturalidad con que otros presumen de presuntas perfecciones. Esas islas de vidas artificiales que nos ofrecen estos modelos de presunción, no solo es que sean irreales sino que como argumentaba Montaigne: Con frecuencia veo que nos proponen unos modelos de vida que ni quien los propone ni quienes los oyen tienen la menor esperanza de seguir; ni, lo que es más, ganas de hacerlo. Quién desearía basar su vida en el artificio continuado sometido al escrutinio, y a la tiranía de gente que no tiene mejor cosa que hacer con su vida que vivir a través de vidas ajenas. La respuesta está silbando en el viento, como diría Bob Dylan, o en las redes sociales, contaminadas por la vanidad en la era de Instagram



 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”