Sócrates y el arte de aprender

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Enero de 2019

'Alcanzarás buena reputación esforzándote en ser lo que quieres parecer'. Sócrates

Siglo XXI, bien avanzado, casi un quinto de su duración alcanzado, y en lugar de las semillas de la utopía prometida que auguraba un progreso lleno de libertad, igualdad y solidaridad, el caos se apodera de una sociedad de la desinformación, en la que hemos decidido instalarnos. Una farsa donde no importa lo que fuiste, lo que eres, ni lo que quieres ser, sino fingir que fuiste algo que nunca existió, que pretendes ser alguien que no eres, o aparentar que serás lo que nunca llegaras a ser. Asistimos estupefactos a un proceso de idiotización en el que avanzamos con la  misma rapidez que un río se desborda, ante una inopinada lluvia torrencial. Una inquietud debería corroernos; hemos olvidado cómo aprender a aprender. Esa falta de diligencia en el arte del aprendizaje es una de las principales culpables de la escasez de filtros críticos que usamos, entre otras cosas, para digerir la sobredosis de información a la que nos exponemos a diario, y los bulos a los que mostramos tanta querencia.

Una inquietud debería corroernos; hemos olvidado cómo aprender a aprender. Esa falta de diligencia en el arte del aprendizaje es una de las principales culpables de la escasez de filtros críticos que usamos, entre otras cosas, para digerir la sobredosis de información a la que nos exponemos a diario, y los bulos a los que mostramos tanta querencia.

Aprender no es solo una técnica donde la memoria haya de prevalecer, que no es lo mismo que despreciar su papel, como algunas pedagogías rutilantes proponen, pues la memoria es esencial en la construcción de la propia identidad individual, y en la identidad colectiva, cultural y social. Lo que no podemos olvidar es que la memoria, los datos recabados, ni son puros, ni son una mera recopilación de experiencias o de información neutrales. O bien aprendemos a aprender a filtrar todo el material que incorporamos, jerárquicamente por importancia, y valorativamente, por grados de fidelidad a lo real, y a la veracidad o falsedad que nos indicarán el grado de confianza que hemos de otorgarles, u otros nos impondrán su propia jerarquía y valores. No otros únicamente, pues si no practicamos el hábito de ejercer la autocrítica ante las propias convicciones, a nuestra propia manera de comprender el mundo, con hábitos que exigen práctica, esfuerzo y constancia, seguiremos siendo marionetas de nuestros instintos, individuales o culturales, ambos impuestos, y renunciaremos al libre albedrio que requiere responsabilizarse de nuestros actos, con plena consciencia de porqué hacemos lo que hacemos.

Sócrates, ese filósofo que actuaba ante la indolencia intelectual como una incómoda avispa un día de verano, paso su vida incordiando a aquellos que declinaban pensar por sí mismos, aquellos que creían tener todas las respuestas, a todas las preguntas, cuando ni siquiera eran capaces de cuestionarse con sinceridad a sí mismos. Sócrates se dio cuenta que este defecto, la falta de autocrítica, de preguntarnos a nosotros mismos sobre lo que realmente sabemos, y dudar acerca de su validez, era una enfermedad moral que corría los cimientos de una sociedad sana. Su método era aparentemente sencillo, un método con  el que sacar a la luz esa innata capacidad de la que la naturaleza nos dotó para aprender; el dialogo a través de la razón. Un método que denominaba mayéutica. Originalmente era la palabra que designaba el arte de dar a luz por parte de las parteras en la antigua Grecia, y al igual que estas dedicadas mujeres ayudaban a traer nuevos seres vivos al mundo, algunos con gran facilidad, otros, con enormes dificultades, así sucede con el arte filosófico de la mayéutica: ser capaz de guiar al interlocutor, con las preguntas adecuadas, para encontrar la verdad que se encuentra en su interior, a veces sucede que si la disposición es la apropiada, abierta, tolerante, critica, sucede con gran facilidad, otras, cuando el interlocutor se encuentra cegado por el dogmatismo, la fe ciega, la desconfianza a lo que no proceda de su propio mundo e intereses, es mucho más laborioso el proceso, y en ocasiones, destinado al fracaso. 

Un principio se esconde en esta pretensión, y es la confianza en la capacidad racional que los seres humanos tenemos para indagar la verdad sobre el conocimiento del que disponemos, ese filtro de la racionalidad, que con tanta frecuencia se convierte en una herramienta en desuso, optando por la comodidad de que nos mastiquen los conocimientos. Nos sucede en la escuela, cuando damos más importancia a memorizar datos, que a indagar sobre ellos. Nos sucede  en la universidad, cuando orientamos nuestro currículo, y sus contenidos, exclusivamente al mercado laboral. Nos sucede en el trabajo, cuando la inquietud, la innovación, es sustituida por el conformismo, o por la búsqueda voraz de la recompensa económica o jerárquica a cualquier precio. Nos sucede en la vida diaria, cuando la monotonía de nuestras vidas se apodera de nuestras almas y nos convertimos en máquinas que nacen, trabajan, si pueden, se reproducen, a veces, se aburren, casi siempre, y mueren, siempre.  Nos sucede, continuamente, en nuestra vida artificial en las redes sociales, subyugados por el aparentar lo que no somos, por si se nos pega algo de esa banal estupidez pretenciosa. Redes sociales donde creemos encontrar la verdad absoluta en el pretendido ingenio de un tweet, o un meme. Nos sucede en política, cuando creemos como estúpidos los bulos más simples, porque así justificamos nuestro malestar u odio amparándonos en nuestra miseria moral, cuando nos da igual que un político diga hoy una cosa y mañana la contraria, o cuando observamos indolentes a aquellos que quieren hacernos retroceder a tiempos de la inquisición.

Un principio se esconde en esta pretensión, y es la confianza en la capacidad racional que los seres humanos tenemos para indagar la verdad sobre el conocimiento del que disponemos, ese filtro de la racionalidad, que con tanta frecuencia se convierte en una herramienta en desuso, optando por la comodidad de que nos mastiquen los conocimientos

Sócrates, a través de este método no pretendía llegar a la verdad de la naturaleza, ni a verdades teóricas sobre el funcionamiento del mundo, su preocupación era básicamente moral, práctica. Existen verdades morales que podemos encontrar en nuestro interior si nos hacemos las preguntas correctas, o si dejamos que nos las hagan. No verdades absolutas, de esas que surgen con tanta facilidad en estos tiempos, desde el sumidero de la historia donde el progreso las había, presuntamente, arrojado, sino verdades plurales, revisables, encaminadas a buscar lo que nos hermana en tanto seres humanos. Los jóvenes son objetivo principal de la mayéutica, hacerles reflexionar sobre esas verdades que creen con fe ciega, y que postulan más la injusticia que la virtud de la justicia. Lo importante de la mayéutica socrática es que este proceso de aprendizaje es enseñable, no inculcando dogmas aprendidos memorísticamente, procedentes de santas palabras escritas no se sabe muy bien por quién, sino a través de hacernos nosotros mismos, o dejar que otros nos hagan, las preguntas correctas. Así la razón escondida en la voz de nuestra consciencia reflexiona sobre los valores que importan moralmente;  justicia, libertad, igualdad, bondad, y es esa voz, la que puede mostrarnos el camino que nos hermana, a pesar de las diferencias, a todos los seres humanos.

Sócrates afirmaba que era peor el mal ocasionado por alguien, que habiendo hecho esta reflexión, sabe que actúa incorrectamente, que el mal causado por alguien ignorante de la maldad de sus acciones. Para el filósofo ateniense era inconcebible, que alguien que en verdad hubiera reflexionado racionalmente sobre los valores de la justicia que deben guiar nuestras acciones, actuara en contra de ellos, de ahí que considerase a esas personas el verdadero mal. Si trasladásemos esta reflexión a los tiempos modernos, donde vemos la cantidad de gente que cae presas de delirantes propuestas morales o políticas, quizá lo adecuado es preguntarnos qué ha fallado en el proceso de aprendizaje moral, desde la educación en las escuelas, o en las familias, para no enseñar a aquellos que siguen ciegamente estas propuestas a pensar por sí mismos. Cometemos un error  cuando equiparamos la enseñanza de la religión, dogmas y normas morales que han de creerse por fe, no por razón, con las enseñanzas morales, éticas, de convivencia e igualdad entre todos los seres humanos. Enseñanzas donde lo que importa no es imponer dogmas, sino utilizar esa mayéutica moral para que los niños, las niñas, los jóvenes, se cuestionen su comportamiento, aprendan a ser reflexivos y críticos sobre aquello en lo que pretendidamente creen, y se abran a otras maneras de comprender el mundo, de empatizar con los que son aparentemente diferentes. No podemos imponer comportamientos dogmáticos, como si fueran morales, la moral se fundamente en ese dialogo mayéutico, con nosotros mismos y con otros, abierto, sincero, plural.

Para el filósofo ateniense era inconcebible, que alguien que en verdad hubiera reflexionado racionalmente sobre los valores de la justicia que deben guiar nuestras acciones, actuara en contra de ellos, de ahí que considerase a esas personas el verdadero mal

La mente humana está llena de maleza que oculta la búsqueda de esas semillas morales que esconde nuestra consciencia. Para Sócrates, en el fondo, sabemos qué es la bondad, la justicia, y otras virtudes morales, sabemos cuándo actuamos correctamente, y cuándo no, siempre que desbrocemos nuestra mente de la basura que nos impide alcanzar el conocimiento de esas virtudes. Dos consideraciones esenciales subyacen al arte de la mayéutica, la primera es la importancia de adaptarse al interlocutor para despertar esas verdades que esconde en su interior, ayudar a que vean la luz. Son evidentes las derivas pedagógicas que se entrevén, cada persona es diferente, cada niño, cada niña, necesitan estímulos y seguimientos diferenciados si queremos que den todo lo que tienen dentro, y el potencial de un niño es infinito, si cuidamos la atención personalizada que cada uno merece. La otra cuestión que subyace es la que no es posible el dialogar sin inquirir, sin preguntar, incluso haciendo el adecuado uso de la ironía que saque a la luz las contradicciones de nuestras creencias. Lo mismo sucede cuando nos enfrentamos a textos escritos, hemos de aprender a inquirirles, a preguntarles, a incordiarles, a bucear en ellos, a contrastarlos, y de esta manera sacar a la luz todos sus sentidos, y por qué no, sus contradicciones, porque la lectura no deja de ser un dialogo, a pesar de la ausencia del autor.

El futuro de nuestras sociedades, de los valores que las sustentan, no están en el presente únicamente, ni en el pasado, están en el futuro; si enseñamos a las generaciones venideras el valor de la mayéutica como método de aprendizaje, los valores de libertad, solidaridad, justicia, tolerancia, vendrán de manera natural, y todos conocemos la alternativa, la estamos viviendo. Es nuestra elección, ¿tan malo es seguir los consejos de Sócrates?

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”