Campaña Inagra contenedor marrón.

La simpatía como principio moral

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 4 de Octubre de 2020
Dos dependientas de una panadería de Granada sonríen tras las mascarillas.
María de la Cruz
Dos dependientas de una panadería de Granada sonríen tras las mascarillas.
'Toda simpatía implica la intención de sentir la alegría o el sufrimiento que acompaña a los hechos psíquicos del otro'. Scheler

Nos gustan las personas simpáticas, que no debemos confundir con aquellas que hacen el payaso para llamar la atención, por un motivo muy sencillo; son empáticas, trasmiten en sus gestos, en su cercanía, en su manera de escuchar, una apertura que les permite comprender nuestras emociones. Actitud comprensiva que escasea en el comportamiento humano. La simpatía es belleza, una forma tan peculiar como esencial de la misma. Una bella persona no es aquella que nos deslumbra por un físico exuberante, o aquella que atrae a admiradores por su dinero, o las migajas del lujo que ofrece a sus aduladores, es aquella en la que vemos reflejada una compasión, una comprensión tan real de nuestro dolor o de nuestra alegría, que el abismo de la soledad que nos acompaña como una sombra toda nuestra vida, queda, al menos por unos instantes, desterrado. Sin simpatía no existe el amor, sin simpatía no existe la amistad, sin simpatía no es posible construir una moral colectiva.

Aquello que llamamos empatía es la pretensión de apertura para conocer al otro, abrirnos a un mundo ajeno al egocéntrico estado natural de nuestras propias pasiones, deseos y sentimientos, y de esta manera ser capaces de ponernos en piel ajena, sintiendo un eco de esos alienígenas sentimientos del otro

Etimológicamente el termino procede, como tantos otros esenciales para comprender nuestra cultura, del griego clásico; sympátheia, referido al estado de ánimo compartido entre dos o más personas. El acto de sentir igual o similar al otro, de tal manera que un halo conjunto de emociones emana de ese acto compartido. La empatía es un término hermano de la simpatía, que se deriva de este acto de comunión emocional. Aquello que llamamos empatía es la pretensión de apertura para conocer al otro, abrirnos a un mundo ajeno al egocéntrico estado natural de nuestras propias pasiones, deseos y sentimientos, y de esta manera ser capaces de ponernos en piel ajena, sintiendo un eco de esos alienígenas sentimientos del otro. La empatía nos permite reconocernos a nosotros mismos en otra mirada, en otra piel, a través de una emoción tan humana, como es la simpatía, pero tan mal empleada en estos tiempos de escasa educación y respeto a los sentimientos ajenos.

George W. Carver nació siendo esclavo en la década de los sesenta del siglo XIX, no lo tuvo nada sencillo en la vida, sin embargo, pronto destacó como científico e inspirador de un idealismo que durante siglos ha inspirado la lucha por la igualdad y la libertad de los afroamericanos, que como demuestra la vigencia de la brutalidad policial hoy día en su país, y el movimiento black lives matters, está lejos de haber terminado. Una de sus citas más conocidas nos reconcilia con los motivos por los cuales es esencial educar en la simpatía desde que estamos en edad escolar. Educar en emociones en nuestra infancia y adolescencia es imprescindible para construir una sociedad sana, pues nos permite aprender valores, y comprender la necesidad de un marco ético de carácter cívico. El científico afroamericano nos legó un aforismo que nos ayudará a entender la esencia de la simpatía: Tú éxito en la vida depende de tu ternura con el joven, tu compasión con el anciano, tu simpatía con el necesitado y tolerancia con el débil y con el fuerte. Porque te tocará ser todos ellos. Si nos hubieran educado en el enorme valor ético que supone la simpatía, sentir el dolor ajeno, la afrenta ajena, como propias, nos resultaría difícilmente concebible el odio que desprenden actitudes como el racismo, la xenofobia, o eso que se ha venido en llamar aporofobia, el odio o desprecio a aquellos que tienen la mala fortuna de ser pobres. Si algo hemos aprendido, o deberíamos, en esta pandemia,  es que a un latido del azar, a una vuelta de tuerca de la mala fortuna, nos podemos encontrar en esa piel ajena, no a través de la simpatía por la situación,  o por empatía, sino convirtiéndonos en víctimas, con cualquier vuelco que el azar nos cause. La simpatía es tratar al otro como nos gustaría que nos traten a nosotros.

Es difícil ser joven cuando tienes toda la película de tu vida por delante, y pararte a pensar en aquellos que se encuentran tan cerca de los créditos finales, pero ese momento te llegará, y comprenderás la importancia de una ética social que te aprecie y te valore, que decida apostar por cuidarte, y por no abandonarte, por sentir simpatía por tu situación y tus limitaciones debido a la edad. Tu vida no tiene precio, porque tiene un incalculable valor, te encuentres al principio o al final del metraje de tu vida, seas pobre, rico, o pertenezcas a esa clase media con la que todos nos identificamos, pero que cada vez se aleja más de la realidad de tantas familias.

No es probable que en ninguna relación, de ningún tipo, exista un equilibrio  perfecto en la balanza entre lo que das y lo que recibes, pero al menos la diferencia no debería estar tan descompensada que cualquier empatía se convierta en misión imposible

Aunque no lo reconozcamos, quizá porque creemos que eso nos hace débiles, es la simpatía lo que mayormente buscamos en el amor, en la amistad, en el trabajo o en la familia. No es probable que en ninguna relación, de ningún tipo, exista un equilibrio  perfecto en la balanza entre lo que das y lo que recibes, pero al menos la diferencia no debería estar tan descompensada que cualquier empatía se convierta en misión imposible. Por su propia naturaleza no existe simpatía que sea interesada, que dependa de las regalías que la otra persona te pueda ofrecer. Si eso sucediera, estaríamos ante un sucedáneo, una mala imitación de un sentimiento que no deja lugar a términos medios, o uno siente en carne propia el dolor o la alegría ajena, o trata de imitarlos con fines poco deseables.

En una sociedad con profundas taras morales, como lo es la nuestra, confundimos la simpatía con actos como dar limosna, se entienda ésta como dar migajas de nuestra fortuna al pobre sentado a las puertas de una iglesia, como si tal acto perdonara nuestra avaricia durante el resto de nuestra vida, o se entienda como ofrecer aquello que no necesitamos en algún acto presuntamente caritativo. Más allá de que la justicia social no tenga nada que ver con la caridad, pues si la primera funcionase adecuadamente, la segunda carecería de sentido, nada relaciona la generosidad detrás de un acto de verdadera simpatía, auspiciado por el cariño de sentir como propia la mala fortuna del necesitado, con la limosna. El valor moral de nuestros actos se deriva de esa capacidad empática que nos insta a sacrificar algo que en verdad tiene valor para nosotros, para ayudar o compensar a quien no tiene la fortuna de no disponer de una mísera parte de aquello de lo que nos desprendemos. Una acción inspirada por esa simpatía y el pequeño sacrificio que nos supone es un acto moral, la lisonja de la limosna no.

Oscar Wilde, con su irónica mirada a la naturaleza humana, habitualmente descreída, nos muestra una de las debilidades más comunes cuando malentendemos la simpatía, y la circunscribimos tan solo a apenarnos cuando un amigo o una persona cercana sufre de los percances de la mala fortuna, y no, al ser alcanzado por el éxito; cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo. Simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima. Simpatizar con aquél que fracasa es común, simpatizar, de verdad, con el aquél que triunfa, no tanto. Los celos o la envidia suelen ser el contrapunto de la simpatía. Y en demasiadas ocasiones dejamos que ganen la partida.

Hemos de reconocer, en este alegato a favor de la simpatía como motor indispensable de nuestra moralidad, que no todos los filósofos encuentran en la simpatía, en los sentimientos, la clave para una actitud ética en la vida

Hemos de reconocer, en este alegato a favor de la simpatía como motor indispensable de nuestra moralidad, que no todos los filósofos encuentran en la simpatía, en los sentimientos, la clave para una actitud ética en la vida. Kant desconfía de ellaen obrar por simpatía, por compasión, no hay absolutamente ninguna moralidad. De ahí que derivara en la razón todo el peso del comportamiento moral. Pero otros, probablemente con mayor capacidad para la empatía, y más simpáticos, todo hay que decirlo, no solo aceptaron a la simpatía, como elemento importante de nuestro devenir moral, sino que la convirtieron en núcleo del mismo. Uno de los filósofos que mejor comprendieron este sentimiento, hasta el punto de convertirse en elemento esencial de nuestra moralidad, fue el filósofo escoces David Hume.

En su Tratado de la naturaleza humana, que comenzó a elaborar un joven Hume en su retiro en Francia en 1734, convirtiéndose en una obra monumental de la filosofía ilustrada británica, define su importancia con estas palabras: Ni en sí misma ni en sus consecuencias existe cualidad de la naturaleza humana más notable que la inclinación que tenemos a simpatizar con los demás y a recibir al comunicarnos con ellos sus inclinaciones y sentimientos, por diferentes y aun contrarios que sean a los nuestros. Difícilmente podemos hablar de empatizar a través de la simpatía con otros, si únicamente lo hacemos con aquellos que son como nosotros, en cultura, religión, costumbres, aspecto, o cualquier característica que decidamos nombrar. Mientras mayor sea la diferencia, más valor tiene la virtud de simpatizar. En su obra el filósofo británico recalca la importancia de apreciar ese esfuerzo por salvar las diferencias, a través de la simpatía, de ese abismo que parece separarnos cuando provenimos de culturas diferentes. En su análisis destaca lo fácil que es sentir simpatía cuando la semejanza con otra persona es algo común, de ahí nace, de esa contigüidad ese sentimiento. Lo difícil es simpatizar con aquellos que nos parecen ajenos por sus costumbres o gustos tan diferentes a los nuestros, y sin embargo, es esencial hacerlo para la convivencia y el respeto mutuo. Los sentimientos, las pasiones juegan un papel esencial en nuestro comportamiento ético para David Hume.

La simpatía no es una virtud fácil, pues al abrirnos a los demás para empatizar con ellos, nos volvemos vulnerables. Y nuestra cultura, aún colonizada por la idea del macho, nos ha enseñado a no mostrarnos vulnerables, porque nos hace parecer débiles. Nos hacen creer que no se puede triunfar en una sociedad  consumista mostrando debilidad y simpatía por el otro. El ser humano para triunfar ha de ser un depredador de otros seres humanos. La mayoría de personas simpáticas, las que en verdad son empáticas, suelen ser enormemente vulnerables. Y no son mayoría en nuestra sociedad.  Si carecemos de simpatía por los demás, lo mínimo es exigirnos cuidar a los que sí; apreciémoslas, dejemos que entren en nuestra vida, y no traicionemos su vulnerabilidad con nuestro egocéntrico afán por convertir todo, hasta el ser humano, en un medio para un fin. Y en esto Kant sí estaría de acuerdo.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”