Patria, la historia no contada
La plataforma HBO anuncia a bombo y platillo el estreno de la serie del año en España: Patria, basada en la excelente novela de Fernando Aramburu que ha arrasado en ventas en el mercado literario. Es fácil deducir el motivo por el que el libro se ha convertido en un fenómeno social: destila verdad, emoción y puntos de encuentro más que de confrontación, está escrito de una forma que admite la distancia del escritor a la vez que la cercanía a los pensamientos de los personajes.
Y es que cada vasco que vivió durante los años 80 y 90 en Euskadi tiene infinidad de historias personales que podrían aportar luz a las innumerables noticias sobre ETA aparecidas en los medios de comunicación. Fueron décadas oscuras, donde la lluvia se convertía en el paisaje idóneo para enmarcar un contexto tan dramático como destructivo
Como vasco de nacimiento, yo también quise contribuir a mi manera a buscar esos puntos de cohesión con la publicación de mi segunda novela, Búscame bajo la lluvia (Aliar Ed.), que igual que Aramburu describe la historia de ETA a través de unos personajes radicados en un municipio guipuzcoano, el mío, Ordizia. Afortunadamente, lo publiqué antes de Patria (Ed. MaxiTusquets), por lo que nadie puede acusarme de intentar beneficiarme del eco del éxito de esta obra.
Y es que cada vasco que vivió durante los años 80 y 90 en Euskadi tiene infinidad de historias personales que podrían aportar luz a las innumerables noticias sobre ETA aparecidas en los medios de comunicación. Fueron décadas oscuras, donde la lluvia se convertía en el paisaje idóneo para enmarcar un contexto tan dramático como destructivo.
Recuerdo, al llegar a Andalucía, cómo el director de uno de los primeros programas de televisión en los que trabajé, escuchaba absorto mis vivencias y, solo al final, añadía:
—Lo que más me llama la atención es que me lo estás contando tú y con mucha naturalidad y parecen historias sacadas de cualquier guerra o descritas por un reportero en zona de conflicto.
Era cierto. Cualquiera que nace en un ambiente hostil, donde no se puede hablar de lo que uno piensa, donde hay una distinción entre los vascos de ocho apellidos y los hijos de inmigrantes, donde conoces a las familias que han sido amenazadas y eres testigo de atentados que han sufrido por pensar de una forma concreta… al final, acaba por acostumbrarse a no llamar la atención, a no meterse en problemas, a susurrar en los bares o a no entrar a algunos de ellos por estar señalados como defensores de la unidad de España. Parecía que había dos bandos, pero en realidad eran tres: los unos, los otros y los que estábamos en medio, que éramos la mayoría de los ciudadanos.
También viví atentados en primera persona: una noche veíamos la televisión cuando escuchamos un estallido impresionante y el piso tembló como si de un terremoto inmenso se tratara. Al cesar, nos apresuramos a salir de casa, bajar las escaleras precipitadamente y marcharnos a la calle
Nunca he estado, por suerte, a punto de perder la vida en ningún atentado. Una vez, en cambio, me acusaron de señalar a alguien como objetivo: se trataba de una amiga y su marido. Ella se quedó embarazada de cuatrillizos y yo le pedí un reportaje que dio la vuelta al país. En el grueso de la información dejé caer la profesión de ambos, ella era agente de seguros, pero él era ertzaina y recibí varias llamadas incriminatorias por haber destacado su oficio, algunas de compañeros periodistas, porque se trataba de un agente que había sido objetivo de ETA. Yo estaba acabando la carrera y los comentarios me causaron gran malestar. Le trasladé las críticas al protagonista y me tranquilizó: no sentía ninguna vergüenza de la profesión que realizaba y no le parecía nada malo referenciarlo, tampoco volvió a sufrir atentados, así que me tranquilicé.
Sufrí los excesos policiales cuando en una noche de fiesta con mis amigos, en Donostia, deambulábamos de bar en bar sin saber que se había liado una trifulca entre radicales y Ertzantza. En un momento dado, notamos que nos empujaban en el interior del establecimiento que ocupábamos, junto a otras decenas de personas, y al instante aparecieron varios agentes en el exterior que, ni cortos ni perezosos, lanzaron pelotas de goma al interior del mismo, acertando a darle a uno de los amigos con los que estaba.
También viví atentados en primera persona: una noche veíamos la televisión cuando escuchamos un estallido impresionante y el piso tembló como si de un terremoto inmenso se tratara. Al cesar, nos apresuramos a salir de casa, bajar las escaleras precipitadamente y marcharnos a la calle. Frente al portal, el concesionario Renault ardía y, en cuanto llegaron las fuerzas policiales procedieron a desalojar el edificio por riesgo de derrumbe. No llegó a producirse, aunque la señora Damiana, nuestra vecina de puerta, que vivía sola a sus más de ochenta años, estaba fuera de sí, se movía con desesperación, decía incongruencias y nunca volvió a ser la misma desde aquella fatídica noche.
He escuchado disparos que acabaron con la vida de varios guardias civiles, de empresarios, los que mataron a Yoyes, estaba en el cine cuando atentaron contra otro agente de paisano y le dispararon mortalmente justo en la puerta del mismo edificio y me habitué a escuchar detonaciones hasta el punto de que cuando sonaba un estallido lo interpretaba como una bomba
He escuchado disparos que acabaron con la vida de varios guardias civiles, de empresarios, los que mataron a Yoyes, estaba en el cine cuando atentaron contra otro agente de paisano y le dispararon mortalmente justo en la puerta del mismo edificio y me habitué a escuchar detonaciones hasta el punto de que cuando sonaba un estallido lo interpretaba como una bomba.
Tuve que elegir entre ser periodista y persona cuando hirieron a una amiga mía. Nos divertíamos en grupo en un establecimiento cuando vimos a través de las ventanas a una pandilla de encapuchados que quemaba contenedores, rompía farolas y todo lo que encontraba a su paso. Mi amiga desapareció sin que nos diéramos cuenta y al volver nos pidió discretamente que saliéramos. La encontramos magullada y con quemaduras; le habían tirado un cóctel molotov porque se enfrentó a los radicales y les pidió que dejaran de romper mobiliario urbano. Uno de ellos le recordó: «Sabemos quién eres, quién es tu familia e iremos a por vosotros» antes de proceder a estamparle la cabeza contra un escaparate. El cabecilla se lo impidió, pero al marcharse le lanzaron el explosivo. La llevamos al hospital y después a la comisaría para relatar su historia y yo fui testigo de cómo esta heroína anónima les explicaba que «eran solo veinte. No tenían derecho a destruir mi pueblo», a lo que el agente que le tomaba declaración concluyó entre incrédulo y medio sonriente: «Solo veinte contra una».
Tuve que elegir entre ser periodista y persona cuando hirieron a una amiga mía. Nos divertíamos en grupo en un establecimiento cuando vimos a través de las ventanas a una pandilla de encapuchados que quemaba contenedores, rompía farolas y todo lo que encontraba a su paso
Al día siguiente, el desolador estado de las calles abrió todos los diarios y televisiones del país y hablaron de una persona herida. Desde el periódico en el que trabajaba en ese momento me pidieron que consiguiera una entrevista con ella, lo cierto es que pude haberlo logrado en exclusiva y la hubiera convencido, pero elegí ser amigo antes que periodista y le aconsejé que callara, no podía poner en riesgo su vida ni la de su familia y nunca me arrepentí.
Es la historia en letras pequeñas, esa que no aparecerá en los libros, pero que forma parte del recuerdo colectivo de una generación cuyo principal mérito fue acabar con el terrorismo, por desgracia, demasiado tarde. Es hora de hacer las paces con el pasado, de ver Patria como un relato que sirva para el diálogo, para los reencuentros, para pasar página aunque las víctimas y sus familias jamás podrán olvidar lo que vivieron.