El nacimiento de la Filosofía y de la Ciencia

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 26 de Marzo de 2017
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De la curiosidad, del asombro, del atrevimiento, de esas y no de otras características del ser humano, proceden la filosofía y la ciencia. Ese picor que sentimos al ver algo que nos desconcierta, y del que no podemos dejar de rascarnos hasta que nos atrevemos a poner la mano en el fuego que arde, y preguntarnos al sentir dolor, tan asombrados como curiosos: ¿por qué?

La filosofía y la ciencia nacieron de la fantasía, que no es, sino el nombre que hoy día le damos al mito. En un principio fue el asombro el que puso al ser humano en el origen de esos procesos de pensamiento, de razonamientos y observaciones que darían lugar a las semillas más fructíferas de nuestra especie; el nacimiento de la racionalidad. La naturaleza, el cosmos, eran asombrosos. ¿Cómo explicar todos esos procesos tan maravillosos como incontrolables que nos sucedían? No nos rendimos ante la inevitabilidad de todo ese caos, e intentamos introducir un poco de orden. Aun no teníamos las herramientas para hacerlo racionalmente y recurrimos a la fantasía, nacida del asombro y la curiosidad. Creamos la cosmogonía, que, en diferentes mitos reflejados por las religiones, busca el origen del mundo, y la acompañamos de la teogonía; la generación de los dioses. Entre medias surgió la religión organizada, que no era sino la manera que teníamos de introducir una apariencia de control sobre ese caos que tanto asombro como temor nos producía. A través de los ritos religiosos pretendíamos influir en los acontecimientos de la naturaleza, a través de esas figuras antropomórficas creadas a nuestra imagen y semejanza que llamamos dioses. Y aparecieron los sacerdotes, esos intermediarios que nos hicieron pagar un precio tan alto por los balbuceantes intentos de controlar lo que en aquel momento tan lejos de nuestro alcance se encontraba.

Existe una tendencia a sentir vergüenza por la credulidad de la infancia de la especia humana, pero lo cierto es que sin el mito, no hubieran nacido ni la filosofía ni la ciencia, pues a través del mismo aprendimos a no quedarnos en el caos desorganizado de los simples hechos, tal y como se nos presentaban

Existe una tendencia a sentir vergüenza por la credulidad de la infancia de la especia humana, pero lo cierto es que sin el mito, no hubieran nacido ni la filosofía ni la ciencia, pues a través del mismo aprendimos a no quedarnos en el caos desorganizado de los simples hechos, tal y como se nos presentaban. Aprendimos que unos hechos y otros, podrían estar vinculados, nos negamos a someternos al aciago látigo del destino y buscamos que principios podrían permitirnos poner la naturaleza a nuestro servicio, en beneficio de los seres humanos. Y fue en Grecia, con la civilización helénica, ese lugar al que los europeos tanto le debemos y que hoy día se siente abandonada por todos nosotros, donde nació la magia, la fantasía que sembrarían las semillas de la filosofía y de la ciencia, tal y como hoy las entendemos.  Muy pronto, la religión, en tanto primitiva y tentativa explicación, e intento de control del caótico mundo que nos rodeaba, fue enriqueciéndose a través del dinamismo de la sociedad griega, que estableció contactos con las civilizaciones que la circunvalaban. Hoy día otro mito moderno tiende a hacernos creer que la autarquía, el aislamiento de una cultura, es la salvaguarda de su esencia, pero lo cierto es que una cultura que no se presenta como dinámica, que no establece ricos lazos e intercambia influencias con otras culturas, se convierte en una cultura estática, en decadencia. De la influencia de los mitos de Isis y Osiris en Egipto, nacieron los misterios órfico-dionisíacos  en el mundo helénico. De esa búsqueda de redención a través de prácticas rituales que tendían a llevar al paroxismo a los participantes, como medio de interactuar con los dioses -probablemente de ahí provienen los mitos de la epilepsia como una enfermedad sagrada- nació a su vez la tragedia. Drama coral y danza a la vez, siguiendo las complejas y arcanas reglas del culto a Dionisio. Las necesidades expresivas de la dinámica sociedad helénica fue impulsando un desprendimiento de esas rígidas reglas; poco a poco el mito fue dejando espacio, el coro reduciendo su influencia, y el drama se abrió paso, delimitado tan solo por la imaginación del autor, para expresar las vicisitudes y los problemas de las sociedades de esa época.

De míticos y abstractos, los temas fueron pasando a concretarse en preocupaciones más mundanas, a centrarse en el ser humano y su entorno. Tal y como sucedería con la herramienta de la razón, que fue despojando las explicaciones del funcionamiento del mundo, de la naturaleza, del mito, hasta dar lugar a la desaparición de los elementos más fantasiosos, y centrarse en las explicaciones más causales, lógicas y racionales, propias de la filosofía y la ciencia.

Al igual que las religiones griegas sufrieron las influencias de las religiones de los pueblos orientales, también lo hizo su cultura, gracias a los intercambios producidos por ese impulso dinámico de contactar, comerciar e interactuar con otros pueblos, lo que provocó la importación de muy notables intentos de investigación científica, especialmente en dos ámbitos relacionados, las matemáticas y las observaciones astronómicas,  y gracias a dos pueblos; los asirio-babilonios y los egipcios, que durante siglos obtuvieron grandes avances en ambos campos, muy superiores a sus discípulos griegos. Sin embargo, los griegos supieron acercarse de una manera peculiar, con un método diferente, mucho más centrado en la razón, en la lógica, que fue la característica más fecunda que permitió, a pesar del oscuro interludio de la Edad Media, la ciencia y la filosofía tal y como hoy las entendemos, nacieran en ese rincón del Mediterráneo.

Un personaje muy destacado de esos primeros balbuceos, aunque no pueda hablarse propiamente de filosofía, ni de ciencia, fue Tales de Mileto, considerado uno de los siete sabios de Grecia, nacido en el siglo VII a.C. Una anécdota que parece le sucedió, nos da cuenta del escepticismo que ya en aquellos tiempos acompañaba el saber especulativo, pues sus coetáneos se reían de como abstraído en sus pensamientos teóricos, no vio un pozo que estaba delante de su camino y cayó precipitado a sus profundidades. Claro que la risa no les duró mucho a sus coetáneos, pues con ayuda de sus conocimientos exportados de sus visitas como comerciante al oriente próximo, fue capaz de predecir que habría una gran cosecha de olivas al año siguiente, acaparando los molinos de Quíos y de Mileto cuando estaban a bajo precio y los vendió a un precio mucho más caro en el momento de la abundante cosecha. Parece claro que la especulación financiera también la heredamos de nuestros antepasados, y que la sabiduría no siempre es sinónimo de abstracción ante los bienes materiales. Lo importante de nuestro sabio es que fue uno de los primeros pensadores que en lugar de recurrir a una fuerza divina busco un elemento natural, el agua, como origen de todas las cosas. Sobresaliente es su atrevimiento al renunciar a representaciones antropomórficas, los dioses, y recurrir al agua, un elemento experimentable y no sobrenatural.

Lo que siguen teniendo en común, la ciencia y las filosofías, es mantener la capacidad de asombro, la curiosidad, y el atrevimiento de la aventura, a la hora de formular preguntas y tentativamente encontrar respuestas

Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Parménides, Zenón, Heráclito, Empédocles, y otros tantos filósofos de aquella época, continuaron por ese camino, entrelazando conocimientos científicos con especulaciones, aun llenas de prospera imaginación, pero que renunciaban a la frágil ilusión de los dioses como causantes de todo aquello que no podíamos explicar. Buscaban a través de una naciente razón, aún muy insegura, principios explicativos sobre la naturaleza, los seres vivos, y el mundo.

Amor por el saber, de ahí procede la palabra filósofo en la antigua Grecia. No les bastaba con creer aquello que la tradición, o lo que otros les decían, era cierto, pues la sabiduría tan solo se alcanza a través del cuestionamiento, se dilucida a través de la discusión y el contraste de argumentos. Aun hoy día encontramos una enorme confusión entre erudición y sabiduría, que contrasta con los orígenes que hemos visto del nacimiento de la actitud humana que llevaría al desarrollo de la filosofía y de la ciencia. No se trata de tener conocimiento de muchas cosas, o de muchas fuentes, se trata de tener el suficiente discernimiento y la suficiente capacidad crítica para examinar con atención las razones y evidencias que se nos presentan, para así poder llegar a una conclusión. Siempre provisional, siempre sometida a revisión y escrutinio, así debe funcionar la filosofía, así debe funcionar la ciencia, y así deben funcionar todas aquellas derivadas que pretenden apoyarse en la razón, y en el ejercicio de la racionalidad como método que nos ayude a comprender mejor la naturaleza de las cosas (ciencia), de la realidad (ciencia y filosofía), de cómo debemos vivir (política y ética).

El mundo ha cambiado enormemente en estos más de dos mil setecientos años desde que aquellos pensadores que llamamos los primeros filósofos pisaron la tierra. La ciencia se ha emancipado orgullosa de su padre la filosofía, esta a su vez se ha fragmentado en mil ramas diferentes que abarcan desde los límites de la física y las matemáticas a la bioética que se plantea nuevas definiciones del ser humano o a la filosofía de la mente, donde ciencia y filosofía se entremezclan para ayudar a entender mejor como funciona nuestro cerebro. Pero lo que siguen teniendo en común, la ciencia y las filosofías, es mantener la capacidad de asombro, la curiosidad, y el atrevimiento de la aventura, a la hora de formular preguntas y tentativamente encontrar respuestas. Siempre manteniendo la ambición de que algún día podremos encontrar las respuestas que se nos resisten. Ese es el espíritu humano; el espíritu que dio lugar al nacimiento de la semilla de la razón y que germinó en el árbol de la sabiduría de la ciencia y de la filosofía. Probar el fruto prohibido de ese árbol nos expulsó del paraíso de la credulidad, pero a cambio de perder la seguridad de un destino marcado, nos dio algo mucho más importante: la libertad, que acompañada del asombro, la curiosidad y el atrevimiento, convierten a ese  aventurero espíritu humano en algo imparable ¿quién sabe dónde se encuentran los límites que hace ya más de dos mil setecientos años empezaron a explorar sin miedo esos primeros pensadores que se hicieron llamar amigos de la sabiduría? No nos limitemos, atrevámonos a aventurarnos en esos terrenos desconocidos sin temor de poner la mano en el fuego, quemarnos y preguntarnos ¿por qué?

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”