Maneras de vivir

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 24 de Febrero de 2019
Gustavo Díaz Sosa – Series “About Bureaucrats and Godfathers”, 2018.
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Gustavo Díaz Sosa – Series “About Bureaucrats and Godfathers”, 2018.

'Todos los signos en esos cuarenta días fueron aciagos, y esto muestra justamente que había que confiar en ellos. Emperador y Galileo', Henrik Ibsen.

Todos los signos de los últimos cuarenta años, de los últimos cuarenta meses, de los últimos cuarenta días, de las últimas cuarenta horas, han sido aciagos para el progreso de los seres humanos. Probablemente, una afirmación de este tipo sea una hipérbole, más propia de la literatura, al estilo de la delicia critica de la obra de Ibsen, que descripción de la realidad, no por ser excesivamente exagerada, sino porque quizá no lo sean todos los signos, pero analizándolos fríamente, sí una gran mayoría. En la obra del dramaturgo noruego se narra el desgarro personal, social y político que supuso el intento del emperador Juliano el apostata por volver al paganismo, una de esas encrucijadas de la historia, que marcó el destino de innumerable generaciones durante siglos. Toda encrucijada, que determina el futuro de generaciones, va acompañada de desgarros personales que acompañan a la desorientación social, cultural y política.

Hoy, la humanidad vive paralizada en otra encrucijada, sin saber muy bien qué camino tomar; si retroceder, involucionar y volver a esos tiempos aciagos donde la libertad  y la justicia eran el sueño de unos pocos, y la esclavitud y la injusticia, la cotidianidad de unos muchos

Hoy, la humanidad vive paralizada en otra encrucijada, sin saber muy bien qué camino tomar; si retroceder, involucionar y volver a esos tiempos aciagos donde la libertad  y la justicia eran el sueño de unos pocos, y la esclavitud y la injusticia, la cotidianidad de unos muchos. Si seguir avanzando, a trompicones, por el camino que nos ha llevado a esta misma encrucijada, con el riesgo de encontrarnos otra, y otra más, y otra hasta el agotamiento. O, por último, una tercera opción, elegir un camino ignoto, atrevido, diferente al transitado hasta ahora, y a la  terrorífica tentación de, ante la desorientación de los tiempos actuales, involucionar. Una vuelta atrás que nos haría creer en ese espejismo que asegura que es preferible una falsa apariencia de seguridad, escudada en políticas autoritarias, que la inseguridad de aceptar la libertad, la tolerancia y la búsqueda de justicia, en un mundo plural en sus maneras de entender la vida, en sus maneras de vivir.

De crisis anteriores debemos aprender, y la filosofía no es un manual de instrucciones que nos dice qué hacer, pero si nos da los instrumentos, y las habilidades, para que nos fabriquemos uno propio, adecuado a los tiempos que vivimos. Qué otro sentido tendría la filosofía, si no ayudarnos en nuestras maneras de vivir, con toda su riqueza, con todos sus dramas, con todas sus encrucijadas, y ayudarnos a cuestionar encarecidamente el rumbo que hemos de tomar, pues nuestras decisiones marcan no solo nuestro destino, sino el destino de otras tantas generaciones cuyas manos estarán mucho más atadas que las nuestras.   

La confusión, la encrucijada, el laberinto, en el que nos encontramos, procede de no comprender del todo los cambios de un mundo que nos supera en lo tecnológico, en lo social, en lo cultural, en lo moral

La confusión, la encrucijada, el laberinto, en el que nos encontramos, procede de no comprender del todo los cambios de un mundo que nos supera en lo tecnológico, en lo social, en lo cultural, en lo moral. De vivir cómodamente entre las cuatro paredes de nuestros barrios vitales, nos hemos abierto a todo un mundo plural, a una velocidad de vértigo, con sus correspondientes consecuencias de liquidez política. Antaño las diferencias entre generaciones eran mínimas, hoy día,  una diferencia de una década de edad marca no solo nuestro destino, sino nuestra manera de vivir, aquello que antes duraba siglos, apenas dura años ahora. Cómo enfrentarnos a circunstancias tan demoledoras, a esos cambios que suceden a tal velocidad que no estamos preparados para seguirlos, a esas metamorfosis de aquellas estructuras, políticas, sociales, morales, que tan claras teníamos y que vemos derrumbarse vertiginosamente a nuestros pies. Un chico o una chica de apenas 20 años miran asombrados a la generación de los 30, pues no terminan de comprenderles, los niños y niñas que ahora tienen 10 cuando lleguen a la veintena se sentirán confundidos por las cosas de aquellos que ahora rondan esa edad, qué decir de generaciones posteriores, cada una encharcada en tópicos propios, incapaces de terminar de entenderse unos y otros. Les damos nombres estúpidos, para algo que no tiene precedente en la historia. Generación X, generación Y, generación Z, y lo que se nos ocurra. Cada generación se muestra más ciega a la anterior, cuando la única posibilidad sería encontrar los puntos en común que nos unen, y no aquellos que nos diferencian.

Dicen, en una simplificación banal, pero no alejada del todo de la realidad, que la manera de vivir de aquellos nacidos en época de guerra ( 1930-1948) está marcada por la austeridad, la generación silenciada les llaman. Tragedias como las vividas durante las dos guerras mundiales, o la guerra civil española, no pueden sino dejar un dolor, una angustia en la existencia, que pesaría como una nube en la cultura y educación de varias generaciones. A los del Baby Boom, una era marcada por la tensa paz de la guerra, de bloques antagónicos que definían nuestra gris visión del mundo, y la explosión demográfica (1949-1968) les marcan a fuego por su ambición, impulsados por la fe ciega en un desarrollo económico capitalista, donde lo único que parecía importar era el beneficio de esos países que orgullosamente se consideraban de un primer mundo, con derecho de pernada sobre el resto de mundos. Como correlato inevitable, el deseo de ambición personal basado en los mismos egoístas intereses, salpicados por momentos de rebeldía, como Mayo del 68, sueños de un mundo más justo, diluidos hoy en los lodazales de su fracaso, como utópica alternativa.

La generación Z  (1994-2010), irreverentes, qué otra opción les queda ante el desbarajuste que las anteriores generaciones les hemos dejado. No quiero ni pensar qué maneras de vivir marcarán a los nacidos después del 2010, pues parece evidente que les vamos a dejar ahogándose en un mundo que ha naufragado, golpeando sus principios de justicia, libertad, igualdad, y solidaridad, hasta resquebrajarlos

La generación X (1969-1980) se encuentra obsesionada por el éxito, pues creían que todo era posible, ecos de la ambición legada por la generación anterior, a pesar de que ya empezaban a verse las grietas a ambos sistemas, capitalismo y comunismo. Ninguno terminaba de funcionar, salvo en la tensión entre ambos, con la que pretendían justificar sus debilidades. La siguiente generación, la Y, esos que llamamos con desprecio, u orgullo, según pertenezcas a ella o no, millennials, nacidos en la era del nacimiento de la red de redes, se encuentran frustrados en sus aspiraciones, pues una cosa es creer que tienes todo el mundo al alcance de tus manos, y otra tenerlo. Por último, la generación Z  (1994-2010), irreverentes, qué otra opción les queda ante el desbarajuste que las anteriores generaciones les hemos dejado. No quiero ni pensar qué maneras de vivir marcarán a los nacidos después del 2010, pues parece evidente que les vamos a dejar ahogándose en un mundo que ha naufragado, golpeando sus principios de justicia, libertad, igualdad, y solidaridad, hasta resquebrajarlos. Mi personal temor es que se esté criando una generación de influencers que por saber hacer la o con un canuto, estén dispuestos a decirnos a los demás cómo hemos de vivir, sentir, actuar.

Un cínico lo tendría meridianamente claro ante éste descalabro; despojémonos de máscaras, de hipocresía y renunciamos a esos cambios que no entendemos. En la época en la que esta escuela de pensamiento comenzó a dar sus frutos, allá por los siglos tercero y segundo a.C. la situación no era nada halagüeña, ni social, ni política ni económicamente, la seguridad que antes proporcionaba la vida en la polis, se desintegraba diluida en imperios que empequeñecían al ciudadano, antes centro de la vida social y política. La virtud publica, la moral privada, se volvió tan liquida, tan frágil y cambiante, que la situación actual, a pesar de todo, ni se acerca a la incertidumbre vivida en esos tiempos. Los cínicos solo veían una opción; la inmovilidad ante cambios tan vertiginosos que nos volvían peleles en manos de otras fuerzas, amorales, sin dirección más que la búsqueda del poder. Esa situación tan solo llevaba a la desesperación, y la desesperación, para el cínico, solo podía derivar en desprecio a aquellos que tratan de convertirnos en marionetas a su antojo. Y ese desprecio se convierte en la búsqueda de una quietud, de una paz espiritual que se nos niega. Un paz que solo puede alcanzarse renunciado a la hipocresía, la propia y la ajena. Ese es el único conocimiento que necesitamos para vivir en el hipócrita torbellino social. El desprecio, expresado en la burla que denuncia la hipocresía del aparentar, de pretender vivir como quisiéramos ser, no como somos, de engañar a los demás, engañándonos a nosotros mismos, convierte al vicio en virtud, pues de qué otra forma enfrentarse a la hipocresía.

Algo así se vive en épocas como la actual; solo queda limitar las experiencias, retirarse del mundo, sin renunciar al mundo, es decir, retirarse al interior, el único refugio ante un mundo desequilibrado, banal, brutal, amoral. Nos queda servir a esa sociedad amoral, ya que no podemos cambiar el modo de funcionar del poder, de la sociedad, de la política, lo única alternativa es aprender a aceptar los golpes estoicamente.

Un estoico sonreiría y nos diría: los cínicos tienen una parte importante de razón, pero ante esas olas de los tiempos que vivimos, que desean ahogarnos, tienes la opción de mantenerte cínicamente quieto y ahogarte con una sonrisa de desprecio en los labios, o intentar subirte a ellas y navegar con la corriente; se trata de un eclecticismo que busca cómo ser feliz en una época de crisis, dónde todo se encuentra fuera de sitio, de desequilibrio. En épocas plenas bebemos la felicidad de manera embriagadora, la opulencia nos ciega, asistimos exaltados a esa ambrosia que se desborda. Nos colocamos en cierto sentido, ante un mundo que aparenta darnos todo lo que deseamos, aunque como en la embriaguez real, esa opulencia de los sentidos, momentánea, siempre viene con un precio, una resaca donde todo nos sabe mal, donde lo único que sentimos es un vacío que no sabemos cómo llenar, dado que la ambrosia que nos embriagaba se ha agotado. Algo así se vive en épocas como la actual; solo queda limitar las experiencias, retirarse del mundo, sin renunciar al mundo, es decir, retirarse al interior, el único refugio ante un mundo desequilibrado, banal, brutal, amoral. Nos queda servir a esa sociedad amoral, ya que no podemos cambiar el modo de funcionar del poder, de la sociedad, de la política, lo única alternativa es aprender a aceptar los golpes estoicamente.

El problema con los cínicos y con los estoicos,  es que sus enseñanzas nos muestran un manual de maneras de sobrevivir,  pero difícilmente de maneras de vivir. Queda otra opción; siempre han existido en la historia rebeldes que  se negaron a aceptar que no tengamos capacidad de elegir, de cambiar, de transformar, de salir con éxito de nuestras encrucijadas. La historia está llena de soñadores, fracasados en su mayoría, pero cuya semilla permitió el desatasque de la historia, avanzar en derechos y libertades, en igualdad y solidaridad, a un alto precio, pero que benefició enormemente a los que les siguieron. Nuestra actual manera de vivir  o de sobrevivir, decidirá nuestras opciones personales, nuestros cambios sociales, nuestras elecciones culturales, nuestro destino político. Distinguirá a aquellos que son víctimas, de aquellos que las causan. Podemos elegir enfrentarnos al destino que pretenden elegir, por nosotros, como cínicos, como estoicos, o rebelarnos, esa es nuestra encrucijada. Qué elijamos cada uno de nosotros dictará nuestro destino y el de las próximas generaciones. Elijamos sabiamente, aprendamos del pasado, seamos rebeldes en el presente, cambiemos el futuro, o, dejemos ese futuro en manos de influencers, dado que saben hacer la o con un canuto.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”