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'Despertando al genio que todos llevamos dentro'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 18 de Julio de 2021
Virginia Wolf, Bob Dylan, Albert Einstein, Dalí, Marie Curie y Federico.
IndeGranada
Virginia Wolf, Bob Dylan, Albert Einstein, Dalí, Marie Curie y Federico.
'Al igual que todos los jóvenes, me proponía ser un genio, pero afortunadamente intervino la risa'. Lawrence Durrell, Clea

En nuestra sociedad se ha mitificado el concepto de genio. Se considera como tales a algunas personas tan excepcionales por su intelecto, que destacan ampliamente en el gris en el que nos movemos la inmensa mayoría. Y es cierto, que personajes como Einstein, Marie Curie, Bob Dylan, Velázquez, Picasso, o tantos hombres y mujeres de ámbitos tan distintos, nos han iluminado con su brillantez y han aportado tan considerablemente al acervo cultural, artístico y científico de la humanidad, que merecen una consideración especial. Sin embargo, estos personajes no dejan de ser seres humanos con sus virtudes y sus defectos. Puede que muy brillantes en algunos campos, pero seguro que muy torpes en otros. Admirar su brillantez en aquello que destacan es remarcable, tomarles como ídolos convertidos en gurús que saben todo acerca del bien y del mal es estúpido. También es cierto, que en una Era donde la mediocridad a la hora de buscar referentes es lo habitual, véase esa miríada de ignorantes llamados influencers,  o los presuntos tertulianos, siempre es mejor la guía de alguien brillante, que pudiera o no estar equivocado en una opinión ajena a su ámbito, que seguir ciegamente los consejos de ignorantes en todos los ámbitos, que opinan sin conocimiento alguno de aquello de lo que no tienen la más mínima idea.

Aprovechemos los calores y la relajación estival para reflexionar sobre el concepto de genio, y buscar aquél que todos guardamos en nuestro interior, si no lo hemos matado de hambre al nunca innovar en nada, o de aburrimiento, al volver siempre a lo mismo una y otra vez. Y que como ya habrá supuesto el lector, no es otro que la creatividad que se supone innata a todo ser humano

Aprovechemos los calores y la relajación estival para reflexionar sobre el concepto de genio, y buscar aquél que todos guardamos en nuestro interior, si no lo hemos matado de hambre al nunca innovar en nada, o de aburrimiento, al volver siempre a lo mismo una y otra vez. Y que como ya habrá supuesto el lector, no es otro que la creatividad que se supone innata a todo ser humano.

En un sentido etimológico, que hunde sus raíces en las creencias mitológicas de la antigüedad, todos nacemos con el genius dentro, pues no es más que la divinidad particular que cada ser humano posee de nacimiento, que nace y muere con nosotros, pues comparte nuestro mismo destino. Con el paso del tiempo, pasó a significar las aptitudes naturales que poseemos para crear, innovar, salir de lo establecido. Un genio es aquella persona que es capaz de elevarse sobre el horizonte de sentidos que nos limita e ir más allá.  Con el romanticismo y su elevado aprecio por el individualismo se eleva la figura del genio como aquél que es capaz de destacar por su capacidad creativa de la mediocridad que nos domina. En su Crítica del juicio estético Immanuel Kant habla del genio como un talento para producir aquello para lo cual no puede darse regla determinada alguna, y no una capacidad de habilidad para lo que puede aprender, según alguna regla: por consiguiente, la originalidad debe ser su primera cualidad. Y he aquí, un componente esencial que diferencia la creatividad de la habilidad. Si aprendemos una tarea porque la repetimos mil y una vez, difícil es que no nos salga razonablemente bien, si seguimos las instrucciones y técnicas adecuadas. Vivimos en un mundo que en todos los niveles, desde el trabajo al amor, desde el sexo a la cultura, premia la repetición de lo ya conocido. Preferible es lo malo conocido que lo bueno por conocer, podría ser el lema de nuestros tiempos. Innovar, arriesgarse a aquello que no está reglado, no termina de verse con buenos ojos. Es un riesgo, cierto, y la mayoría de las ocasiones saldrá más mal que bien, puede que incluso nunca logremos algo que merezca ese apelativo de propiamente original y creativo, pero ese impulso tiene un valor en sí que merece la pena, aparte de que si nunca nos atrevemos a frotar la lámpara del genio que todos llevamos dentro, lo que es seguro que es que lo 40 ladrones del tedio y la mediocridad siempre se la quedarán cogiendo polvo en su guarida.

La trascendencia hacia la genialidad, entendida como nuestra capacidad para salir de lo habitual, para innovar y crear algo ajeno a los patrones y hábitos en los que habitualmente estamos atrapados, también se consigue con la práctica, parece afirmar

Amiel, filósofo suizo del XIX, mantiene una exigente definición de la genialidad; Hacer con soltura lo que es difícil a los demás, he ahí la señal del talento; hacer lo que es imposible al talento, he ahí el signo del genio.  No basta con tener cierta habilidad en alguna tarea que nos eleve por encima de otros que no la poseen. Puedes ser muy bueno dibujando, tener talento, que mejora con la práctica, pero el componente de genialidad proviene de algo más que acecha en nuestro interior, y que nos permite inaugurar algo nuevo, algo diferente. Nietzsche, por el contrario, cree en esa desmitificación del genio como algo excepcional, cree que es algo que se puede encontrar también en la práctica, si permitimos que florezca, en Humano, demasiado humano escribe: la actividad del genio no aparece como algo fundamentalmente distinto de la actividad del investigador mecánico, del erudito astrónomo o historiador, del maestro de la táctica (…) Tampoco hace nada el genio más que aprender a primero colocar piedras, luego a construir, buscar siempre material y darle siempre forma. El ser humano tiene en su interior la capacidad para superarse a sí mismo de las limitaciones que fuerzas ajenas al genio  (la creatividad) le imponen. La trascendencia hacia la genialidad, entendida como nuestra capacidad para salir de lo habitual, para innovar y crear algo ajeno a los patrones y hábitos en los que habitualmente estamos atrapados, también se consigue con la práctica, parece afirmar. Hemos de buscar los materiales adecuados, aprender a darles forma y a partir de ahí, el cielo es el límite. Idea que otro genio, en este caso musical, comparte con el filósofo alemán, Ludwig van Beethoven destaca que  el genio se compone del dos por ciento de talento y noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación. Curiosa cuestión; qué nos resulta más complicado ¿despertar nuestro talento? O quizá mantener la perseverancia ante las miradas indiferentes de aquellos que no lo aprecian.

Con un punto de la soberbia que le caracterizaba, otro inigualable, y casi igual de maldito, escritor en este caso, Oscar Wilde, desconfía de la mayoría gris que vive atrapada en su mediocridad, únicamente alimentada por destellos ajenos, y que es incapaz de apreciar el genio aunque se lo pusieran delante

Aristóteles cree que atreverse a cruzar ese umbral conlleva un precio: no existe gran genio sin un componente de locura. habría que delimitar qué entendemos por locura, y si no es que estamos tan acostumbrados a que la mediocridad y los límites nos definan, que todo aquél que se niega a ello, que los desafía, es visto a través de ese miedo a lo diferente que nos inculcan desde niños. Se le mira con desconfianza, y lo que no es normal, es visto con recelo. La delgada línea entre la genialidad y la locura que muchas veces nos hacen creer está ahí, está más en la pervertida mirada del que es prisionero de su propia mediocridad que en aquél que la desafía. El poeta maldito por excelencia, Baudelaire, incide en otro aspecto habitualmente humillado del ser humano, su sensibilidad, como un componente innato de ese genius que todo llevamos dentro; No despreciéis la sensibilidad de nadie. La sensibilidad de cada cual es su genio. Vivimos tiempos donde los discursos del odio proliferan, y se cancela todo aquello que suena diferente. Se mata la creatividad en nuestros niños, niñas y adolescentes, antes de permitir que crezca libre. Se les coloca ladrillo tras ladrillo en el muro de la mediocridad para que encajen mejor en la grises expectativas que los adultos tienen de ellos, en sus moldes culturales y sociales, y crecen sin madurez creativa, que no solo no les permite despertar la que poseen en su interior, sino despreciar la ajena. De ahí, junto a otras lápidas que entierran la dignidad del ser humano, procede el odio a todo lo diferente. Con un punto de la soberbia que le caracterizaba, otro inigualable, y casi igual de maldito, escritor en este caso, Oscar Wilde, desconfía de la mayoría gris que vive atrapada en su mediocridad, únicamente alimentada por destellos ajenos, y que es incapaz de apreciar el genio aunque se lo pusieran delante; el público es maravillosamente ignorante. Todo lo tolera menos el genio. Afirmación que encuentra su apoyo en otro literato anterior, el maestro de la ironía Jonathan Swift: Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios se conjuran contra él.

Tantas son las restricciones que nos limitan, por voluntad propia o ajena, a la hora de despertar nuestro genio interior, que son las dificultades, sentirnos arrinconados, lo que, en ocasiones, únicamente lo despierta

Tantas son las restricciones que nos limitan, por voluntad propia o ajena, a la hora de despertar nuestro genio interior, que son las dificultades, sentirnos arrinconados, lo que, en ocasiones, únicamente lo despierta. Eso afirmaba un genio militar como Napoleón Bonaparte, que debido a su desaforada ambición, y al exceso de ego, en algún que otro aprieto se vio, y tuvo obligadamente que responder con alguna genialidad para tratar de salir de extremas dificultades en el campo de batalla.  Algunas veces tuvo éxito, otras no; el infortunio es la comadrona del éxito. Si no nos obligan las circunstancias, parece que nunca seamos capaces de explorar nuestra creatividad. Esa genio interior necesita no solo valentía para poder crecer, sino también la ayuda de nuestra razón, en la medida en la que nos obliga a pensar en cómo salir de esos callejones sin salida aparente. No  es tan difícil reconocer cuando una persona ha sido capaz de despertar su genio, es aquella en la que no solo reconocemos la brillantez de su pensamiento, sino que interpela nuestro genio escondido, lo despierta, nos obliga a reflexionar e ir a lugares incomodos donde antes no hubiéramos ido por voluntad propia.

La paciencia es otra virtud del ser humano que no suele ir asociada al despertar de nuestro genio interior, pero como hemos observado por las apreciaciones de algunos genios con siglos a sus espaldas, no basta con despertar la creatividad, como ha de suceder en el proceso educativo, hay que mimarla pacientemente. Ayudando a encauzarla, lo que no implica no permitir que en ocasiones se desborde de sus márgenes, y a través del hábito, pacientemente, ayudar a que crezca sólida en sus raíces, libre en sus ramas, permitiendo que la belleza, que suele acompañar al genio, ilumine nuestro devenir vital. Desmitifiquemos esa figura del genio maldito, incomprendido, loco, romántico, excepcional y apostemos por aquél genio interior que todos poseemos, que no ha de medirse con el de nadie,  capaz de apreciar sin celos el ajeno cuando se lo encuentra, pues no se trata de una competición. Cada cual tiene su propio valor, inconmensurable, no comparable. Disfrutemos de lo que nos aporta en nuestra vida, y apreciemos la pluralidad de horizontes y sensibilidad que nos aporta cuando le dejamos convivir con nosotros.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”