Cinco motivos más (y ya van diez) para que ames la Filosofía, aunque odies a los filósofos
'Me llamo a mí mismo el último filósofo, pues soy el último hombre. Nadie sino yo habla conmigo y mi voz llega como la de un moribundo. Déjame tratarte solo una hora voz amada, el último hálito del recuerdo de toda felicidad humana'. Friedrich Nietzsche
En un texto que pomposamente llamamos Cinco motivos para que ames la filosofía aunque odies a los filósofos, desgranamos cinco motivos posibles para superar la fobia a esos personajes tan antipáticos e incomprensibles que nos amargaron la adolescencia en el instituto. Cinco motivos para aprender a amar lo que nos legaron, que no es otra cosa sino la actitud necesaria para filosofar, más importante que cualquiera de sus doctrinas, pensamientos, filosofías o desvaríos concretos. Quizá estos cinco motivos fueran suficientes para despertar una conciencia adormecida por las fragancias del atontamiento colectivo que impregna estas primeras décadas del nuevo milenio, y que nos afecta como una plaga, pero dado que persistir, aunque no sea lo habitual ante tanto estimulo consumista, es otra virtud propia del filosofar, insistiremos añadiendo otros cinco motivos, lo cual ya harían diez, un número tan aleatorio como redondo. No agotamos los motivos con estos diez, podría haber otros muchos por explorar, pero quizá si agotemos la paciencia del lector. Y no deseamos correr ese riesgo, porque otra de las características que definen el nuevo milenio, y especialmente el nuevo siglo, es la escasa capacidad que mostramos para tener paciencia, dado que las prisas dominan todo. Y desgraciadamente, las prisas y la filosofía casan tan poco como el agua y el aceite. Así que, aquí vamos con esos cinco motivos más para ayudarte a enamorarte de la filosofía. Todo es posible con un poco de interés, y con otro poco de paciencia, características sin las cuales enamorarse, que no encantarse, no sería posible.
Testar las creencias, sus bases racionales, su justificación, sus valores, críticamente, es una labor filosófica de primer orden
Sexto motivo: ¿Estás seguro que debes creer aquello que crees? Tu día a día, desde que te levantas hasta que te acuestas, se define por tus creencias; sean aquellas derivadas de la religión, de la solidez o fragilidad del amor u odio que crees sentir hacía ti mismo u otros, de valores o creencias más laicas, sea en la ciencia o en la supersticiones, sea en la izquierda o en la derecha políticas que definen tu visión del mundo y cómo nos relacionamos en tanto sociedad, o sean tus creencias en la telebasura o los influencers que ves en YouTube. Tú eres tú y tus creencias, si Ortega y Gasset nos permite parafrasear su famoso yo soy yo y mis circunstancias. La ciencia es un soporte esencial a la hora de explicar fenómenos y de buscar cimientos racionales (sin los cuales la filosofía es un cuento, más o menos bello o útil, pero un mero cuento) de nuestras creencias, pero ni agota un enorme campo de posibles experiencias que escapan a ese ámbito, ni elude otro problema existente, que es la justificación de esas creencias. Testar las creencias, sus bases racionales, su justificación, sus valores, críticamente, es una labor filosófica de primer orden. Dado que somos carne de creencias, ineludiblemente, qué mejor instrumento que la filosofía para diseccionarlas, ver cuáles hemos de descartar, cuáles merece la pena mantener, cuáles nos son útiles o inútiles, cuáles son compatibles y cuáles no, cuáles son anecdóticas o cuáles han de ser el timón de nuestras vidas.
Y mano a mano con ese afán encontramos el poder de la imaginación y del arte; ambas maneras de crear realidades alternativas a las que se nos imponen
Séptimo motivo: Amar la filosofía te ayudará en tu búsqueda de la belleza, en tu comprensión del amor, en tu capacidad para disfrutar del arte, en definitiva, en todas esas pequeñas grandes cosas que no apreciamos en el mundo monocromo del consumo, pero que son un estallido de colores que llenan de sabores, sentido y significado, toda una vida. Y la filosofía nos permite reflexionar sobre ellas, no meramente dejar que pasen a nuestro lado como citas a pie de páginas de nuestra vida, sino como capítulos completos de nuestra narrativa existencial. Todos somos relatos, construidos a golpes de inspiración o de monotonía, según manejemos nuestra vida; a veces dejamos huella a través de la pesada prosa de los grises cotidianos, sin prestar atención a la belleza que nos rodea, sin dejar que emerja sin querer controlarla, poseerla, como esos hermosos amaneceres que siempre serán distintos cada vez que los vemos. Decía Althusser en su biografía: ¿por qué Cézanne ha pintado la montaña Sainte-Victoire a cada instante? Porque la luz de cada instante es un don. Filosofar también es estar abierto a disfrutar de esos dones, de cada matiz que hay en cada partícula de luz, natural o personal, que define la belleza que debe importar, más allá de modas o esquemas estéticos. El filósofo británico Bertrand Russell situaba el amor como fundamento de nuestra moralidad, en tanto nos impulsa, si no es egoísta o posesivo, a salir de nuestro natural egocentrismo, y si con ayuda de la filosofía descubrimos la base que hay detrás de esos impulsos, qué mejor manera de filosofar que dejar, también, que esta emoción impulse nuestra búsqueda de todo aquello que supera nuestro yo, nuestros muros, nuestra soledad. Y mano a mano con ese afán encontramos el poder de la imaginación y del arte; ambas maneras de crear realidades alternativas a las que se nos imponen, se encuentran entrelazas en lo más profundo de la naturaleza humana, y filosofar a través de la experiencia de ambas, no solo nos abre nuevos mundos, o nos inunda de sabores y experiencias diferentes, sino que transforma radicalmente nuestra percepción de una realidad que creíamos monolítica, y solo necesitamos un poquito de apertura a la experiencia estética del mundo, aderezada por una adecuada actitud filosófica que alumbre las sombras que siempre acompañan las poderosas fuerzas que modelan el arte y la imaginación.
Luego está aquello en lo que nos convertimos o en lo que deseamos convertirnos, la esencia que nos define. Pero primero existimos, luego somos. Esa es la respuesta a la cuestión shakesperiana, la primacía existencial
Octavo motivo: Ser o no ser esa es la cuestión. La reflexión del atormentado Hamlet en la obra de Shakespeare nos lleva a la frontera de la búsqueda de sentido a nuestra existencia. El existencialismo filosófico surge en el dramático siglo XX, como síntoma de un malestar que no ha dejado de acompañarnos en la modernidad, aunque el preguntarse por el sentido de la vida acompaña la reflexión filosófica desde su nacimiento, por no decir que es una aterradora cuestión que nace con el despertar de la autoconciencia que define a la especie humana. Preguntarse por qué diablos estamos aquí y para qué, es parte esencial de la experiencia que convierte en filósofo al más despreocupado ser humano cuando las desgracias y miserias de la vida nos acontecen. Y nadie está libre de ellas. “El existencialismo es humanismo”, decía Sartre, y lo es, porque descubrimos que no hay nadie que realmente pueda, en última instancia, responsabilizarse de nuestros actos, salvo nosotros mismos, y eso es lo que nos lleva a la angustia; escribía en su obra más famosa, El ser y la nada: “La angustia se distingue del miedo en que el miedo es miedo de los seres del mundo, mientras que la angustia es angustia ante mí mismo”. La filosofía nos desvela la clave esencial de la cuestión existencia; primero es la existencia, y luego la esencia. Estamos aquí arrojados al caos y a un mundo que no comprendemos, a toda una encrucijada de decisiones que darán forma a nuestra existencia. Luego está aquello en lo que nos convertimos o en lo que deseamos convertirnos, la esencia que nos define. Pero primero existimos, luego somos. Esa es la respuesta a la cuestión shakesperiana, la primacía existencial.
En el jardín de nuestra vida, no podemos sino actuar como jardineros, que pacientes siempre riegan, alimentan, cuidan, con atención y sacrificio, las raíces de las plantas de la amistad, del amor y del cariño de la gente que nos rodea
Noveno motivo: Vale, existimos, y ¿ahora qué? La filosofía no te da LA RESPUESTA, no es una religión, ni pretende serlo, pero te permite elegir diferentes respuestas, razonadas, sobre qué actitud tomar ante la vida, la tuya y de la de aquellos que te rodean, te muestra semillas estoicas, pragmáticas, epicúreas, cínicas, vitalistas y otras muchas más que son un timón con el que dirigir tu vida, no bajo el ensueño de paraísos inciertos, como la religión, pero te permite ir esquivando los arrecifes con los que la vida te pone a prueba, y si fracasas en ello, que suele suceder, te ofrece un consuelo que no depende más que de la fortaleza que seas capaz de encontrar en ti mismo. Aprendamos de la idea Nietzscheana que nos anima a vivir cada instante como si la vida fuera un eterno ciclo de repeticiones, y hemos de hacer que cada instante merezca la pena, nos consolemos con la actitud del buen cínico ante la desorientación que nos produce ser prisionero de las convenciones que nos encadenan, de los deseos y de las opiniones de los demás que tanto nos condicionan. Situación que en el nacimiento de la filosofía occidental, hace dos mil quinientos años, era tan agobiante, como puede llegar a serlo hoy día. Diógenes, icono del cinismo, tenía la costumbre de intentar entrar al teatro cuando el resto de los espectadores salían al haber terminado la obra, y cuando le preguntaban por qué hacía eso, les respondía: Para que entendáis lo que he intentado hacer toda mi vida. También podemos optar por la búsqueda de la ataraxia, imperturbabilidad estoica ante el sufrimiento que ineludiblemente nos alcanzará en un momento u otro, pues tratar de eludirlo es como tratar de aguantar la respiración; ni la riqueza, ni la gloria, ni la salud, contienen más belleza y placer que los que les atribuye quien las posee, sentencia el filósofo estoico francés Montaigne.
De la buena o de la mala fortuna no nos queda otra que aceptar lo que nos ofrece, sabiendo que en nuestra mano está controlar y decidir el bien o el mal que nos hace
De la buena o de la mala fortuna no nos queda otra que aceptar lo que nos ofrece, sabiendo que en nuestra mano está controlar y decidir el bien o el mal que nos hace. Incluso en la desgracia de la poca fortuna está en nuestra mano encontrar la dicha, como demuestra si observamos con perspicacia, la desdicha en la que se mueven muchos de aquellos a los que la fortuna sonrió, sin embargo son incapaces de encontrar la paz de una buena vida. Y siempre, si nos negamos a que el sufrimiento nos amargue el rostro optar por la felicidad epicúrea, que nos anima a disfrutar moderadamente de todo placer que no nos cause más daño que beneficio, el amor sano, la amistad, la compañía de la gente que nos importa, la frugalidad ante que el exceso, la generosidad y felicidad que nos produce compartir aquello que nos sobra, y a algunos le sobra tanto y tantos otros les falta tanto, como ejemplo vital, y la alegría de eludir cualquier discriminación o fanatismo. En el jardín de nuestra vida, no podemos sino actuar como jardineros, que pacientes siempre riegan, alimentan, cuidan, con atención y sacrificio, las raíces de las plantas de la amistad, del amor y del cariño de la gente que nos rodea, y sabiendo, también, que a veces es necesario extirpar esas malas hierbas que impiden que puedas dar lo mejor de ti, que puedas encontrar las semillas de esa felicidad, de esa flor que tanto se resiste a crecer y sobrevivir rodeada de tantas malas hierbas, enraizadas en el egoísmo, la soledad, la ambición desmedida, el odio, el temor. Tantas respuestas posibles, como variedad hay en los seres humanos y en sus proyectos vitales. Examinar cuál de ellas escoger, con actitud filosófica, es una recompensa por la que merece la pena amar la filosofía.
El odio a lo diferente, la rabia contra aquellos que no creen en las mismas cosas que nosotros, u opinan diferente, en política, en religión, en el amor, o en la manera en la que cada uno desea vivir, es un ácido que corroe nuestra convivencia
Decimo motivo: Porque es la mejor vacuna contra los fanatismos que nos asolan. Y nos asolan en demasía. El odio a lo diferente, la rabia contra aquellos que no creen en las mismas cosas que nosotros, u opinan diferente, en política, en religión, en el amor, o en la manera en la que cada uno desea vivir, es un ácido que corroe nuestra convivencia, y está en auge gracias a fanatismos de nuevo cuño, pero con las mismas y temibles consecuencias que los antiguos. Decía Voltaire que el fanatismo es a la superstición lo que el delirio a la fiebre, lo que la rabia a la cólera. El fanatismo, de cualquier tipo, es una locura oscura y cruel, es una enfermedad que debemos combatir. Y no hay mejor arma, no hay mejor vacuna ante esa enfermedad que una actitud filosófica abierta que nos haga comprender que no somos el ombligo del mundo, y que nuestros derechos y libertades no son la única frontera, y que sino respetamos sentires ajenos, porqué habríamos de pensar que tenemos derecho a que respeten los nuestros. La vacuna de la tolerancia contra el fanatismo es gratuita y está disponible para todo el mundo y para todos los casos; sea la ceguera de la religión, la estupidez del racismo o los callejones sin salida del dogmatismo político. Vacunémonos antes de que sea demasiado tarde, rebelémonos ante quienes nos dice que esto es así, que la injusticia y la intolerancia no pueden ser derrotadas, y demostremos con nuestro compromiso y nuestros actos, que no, esto no es así.