El camino equivocado (3)
Cuando salíamos por ahí, nuestro plan de ataque solía ajustarse casi siempre a los mismos criterios: lo primero era cenar algo en mi casa, aspecto en el que ellos insistían porque en el colegio mayor donde vivían los tenían desmayados de hambre. Un postadolescente, venían a decir, no puede sobrevivir mucho tiempo si depende de un restaurante que hace las tortillas francesas con huevina, y no con huevo fetén del de toda la vida. Así que los sábados venían a casa cargados de material gastronómico, los sumaban a lo que había por casa y se curraban algún plato, normalmente sabroso. Cana tenía buena mano con los fogones.
Aplacada nuestra hambre, nos dábamos a las libaciones. Recuerdo que por aquella época yo era muy partidario del vodka con lima, un bebedizo que acabé por aborrecer porque, aunque de sabor agradable si la idea era tomarse sólo una copa, resultaba sumamente empalagoso si uno perseveraba en su ingestión. Y las resacas, por añadidura, eran espantosas. Se tenía la sensación de haber pasado la noche en una bañera llena de almíbar.
Yo bebía de eso y los gallegos optaban por el whisky, algo que, con el tiempo lo comprendí, era mucho más juicioso. El caso es que unos y otros nos dábamos algún que otro latigazo para, normalmente ya pasada la medianoche, ganar la calle y continuar la juerga en algún tugurio donde la música potente y guitarrera tomara el protagonismo.
Ahí, el abanico de posibilidades era realmente amplio. Si queríamos ir poco a poco, una buena opción era empezar en el Sportivo, autocalificado como pseudo-pub. Allí había ambiente y música pop, la inevitable mesa de billar y una bonita colección de carteles de conciertos en las paredes. Otra, algo más canalla, consistía en asomarse al San Mateo Seis, lugar donde moraban unos implacables encargados de seguridad que más de una vez nos echaron por llevar petaca. A ver, qué remedio nos quedaba con las copas a 500 pesetas. Y ya puestos, hasta podíamos visitar el King Creole, una suerte de parque temático del rock and roll clásico frecuentado por gente que sin su chupa de cuero negro y su tupé se sentiría desnuda. Era un local para tomarse una y ya está, porque si la cosa se prolongaba, podía sobrevenir la sensación de que uno había entrado en un bucle temporal que le había transportado hasta mediados de los años cincuenta.
Mediada la noche, nuestros pasos solían dirigirse a La Vía Láctea, todo un clásico de la noche malasañera del que atesoro momentos memorables y donde, según me cuentan, una vez llegué a bailar frenéticamente encima de una mesa, jaleado por una corte de palmeros psicodélicos. Había otras alternativas, como el Malandro –aunque la ‘d’ del letrero se confundía con una ‘t’, con lo que ya se sugería por dónde iban los tiros ahí dentro- el Más Allá, La Vaca Austera o Nueva Visión. En ocasiones abandonábamos el barrio y nos encajábamos en Chueca, que por entonces no era el paraíso terrenal de los gays, sino un territorio degradado y hasta peligroso, o cruzábamos la Gran Vía y terminábamos en el magnífico Templo del Gato, otra fuente inagotable de anécdotas y el bar con mejor música de todos, aunque también el más caro.
En todos esos lugares, uno de los riesgos que inevitablemente corríamos era el de encontrarnos de sopetón con Bernar, compañero de clase, coruñés como ellos y tipo extremadamente pesado del que no siempre era fácil desembarazarse. Un año después, lo que es la vida, el tal Bernar tuvo un triunfo tan apabullante como fugaz al frente de su grupo, The Refrescos, y con una canción llamada 'Aquí no hay playa'.
Tenían varios disc-jockeys, pero el que más entraba al trapo era Kike Turmix, uno de esos muchos seres abducidos por la secta garajera que pulularon por la zona en la segunda mitad de los ochenta. Paradójicamente, siendo un iluminado, tenía pocas luces. Pero el caso es que cuando murió, algunos años después, me dio bastante pena, y mira que me llegué a cachondear de él un montón de veces. En ese momento fue como si todo lo anterior dejara de tener importancia y desde entonces le recuerdo casi con aprecio. Sentí que se me iba algo con él, como luego me ha pasado en infinidad de ocasiones. Supongo que ese algo, en su caso, fue un jirón de juventud.
Y dedicaría un capítulo aparte a los momentos en los que hasta llegué a conocer de forma más cercana a algunos de esos tipos cuya profesión tanto admiraba. Cierto es que no todos esos encuentros fueron satisfactorios. Jorge Martínez, el jefe de los Ilegales, me pareció un auténtico imbécil, un tipo arrogante que se creía el ombligo del mundo. Sí que salí un par de veces con gente de su banda y se portaron como tipos normales. Y, todo hay que decirlo, me tumbaron bebiendo. Una cosa increíble la capacidad de esos muchachos: cuando yo ya estaba bizco perdido y manteniendo a duras penas la verticalidad, a ellos se les veía totalmente frescos. Cuestión de entrenamiento, entiendo.
El guión de nuestras noches no siempre era el mismo. A veces, los sábados, esas cenas hogareñas se prolongaban bastante más tiempo, amenizadas por copas, hasta que en Antena 3 Radio, a las dos de la mañana, empezaba el programa de Gomaespuma, que por entonces estaban empezando y hacían un humor con un punto absurdo que nos entusiasmaba. Escuchándolos nos quedábamos hasta las cuatro y entonces, a veces, todavía sacaba fuerzas de flaqueza para bajar a la calle a tomarme la penúltima, pero lo más normal era que me dejara llevar por la modorra y cayera en la cama para quedarme dulcemente dormido en cuestión de segundos, sintiéndome como ese púgil al que acaban de noquear y todavía no ha tenido tiempo de percibir el dolor.
Pero quien suponga que nuestra relación se basaba únicamente en el whisky –o el pringoso vodka con lima, en mi caso- y en el exceso de decibelios incurriría en un error, porque eran mucha más las cosas que nos unían. El cine, sin ir más lejos. Ahí, Puchón y Cana también me sacaban bastantes cabezas de ventaja, así que me dispuse a ver y aprender. Y cayó de todo: desde Griffith y su El nacimiento de una nación hasta el Megavixens de Russ Meyer o el Easy rider de Dennis Hopper, pasando por generosas raciones de Kubrick, Scorsesse, Bergman, Antonioni, Coppola y otros muchos maestros.
El de los libros era otro terreno en el que me superaban. De hecho, Cana era un auténtico experto, cosa que me sirvió para que un año después, cuando él ya había decidido dejar Periodismo y estaba en Madrid poco menos que vegetando, me hiciera un trabajo sobre Tiempo de silencio que me valió un notable. Aunque lo que me contagiaron fue su entusiasmo por la literatura norteamericana más o menos underground, lo que me llevó a conocer a Jack Kerouac, Sam Sheppard, William Burroughs, Tom Wolfe, Hunter S. Thompson, Bukowski y demás lumbreras. Ya luego me preocupé de que esos surcos me condujeran a otros destinos, bien tirando por la calle de Steinbeck o bien abriéndome vías más heterodoxas, como la de John Kennedy Toole o, cruzando el charco, la de Evelyn Waugh, al que por un tiempo tuve casi tanto aprecio como a mi adorado P.G. Wodehouse, al que ya conocía de tiempo atrás gracias a mi padre.
Y luego estaba la música, claro. Que, obvio es decirlo, era lo que más nos unía. En su colegio mayor, en mi casa, en los bares oscuros y estruendosos... cualquier sitio era apropiado para compartir ritmos, para descubrir estrellas, para bucear en el pasado y rescatar de allí a decenas de artistas que triunfaron o fracasaron antes aún de que a nosotros nos diera por nacer. La música fue nuestro pegamento. Los sueños, por entonces, tenían decibelios.
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El próximo domingo 4 de diciembre, IV capítulo