Acerca de patrias, banderas e identidades

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 11 de Diciembre de 2016
P.V.M.

No creo en banderas, no creo en patrias y no creo en más identidad que aquella que pueda disolver una sonrisa. Creo en las personas que se sacrifican, que sufren, que viven, para que el sueño de una humanidad libre de odios y fronteras se haga realidad. Qué importancia tiene donde hayas nacido, o dónde vivas, qué sentido tienen las fronteras, de qué valen las diferencias de lenguas, acentos o culturas sino es para enriquecernos y compartir esperanzas de libertad y convivencia, seas de donde seas.

Estamos locos o hemos perdido el rumbo, no sabría decir. Por un lado, los nacionalismos exacerbados que apelan al orgullo de lo diferente, por otro, el odio que se manifiesta en la necesidad de construir murallas de todo tipo, reales o virtuales, pero en ambos casos defendidas a través de la intolerancia y la violencia. Todo vale mientras mantenga fuera a aquellos que no consideramos de los nuestros. Da igual que los que se queden dentro sean unos sinvergüenzas, mientras que aquellos que mantenemos fuera sean gente inocente que sufre y que tan sólo quiere tener una vida mínimamente digna. Son de los nuestros. Enarbolamos banderas no para alegrarnos de compartir valores, sino para agredir con ella a todo el que no se incline ante ella. Si no te sientes o manifiestas tu pertenencia y tu devoción a una patria o a una nación o a una ciudad o a un pueblo, o yo qué sé, a cualquier otra entidad abstracta dibujada artificialmente en un mapa por los avatares azarosos de la historia, y les juras lealtad eterna, estás perdido, te miran como si estuvieras perturbado o fueras un traidor. Un traidor a qué, a tierras, edificios, lenguas, tradiciones, mapas, historia. Constructos artificiales que conocemos como identidades. Ser granadino, ser andaluz, ser español, ser europeo, ser blanco, ser lo que sea. Como si esas identidades fueran nuestra esencia, y no fuera el azar el que ha hecho que nazcamos o vivamos en un sitio u otro, y para definirlas siempre tuviéramos que enfrentarlas a otras, ser sevillano, ser catalán, ser marroquí, ser africano, ser negro.  O hemos perdido el rumbo o estamos locos. ¿Qué necesidad hay de definirse a través de diferencias excluyentes y siempre hostiles contra las otras?

Cuántos hijos de inmigrantes han nacido aquí y sin embargo se les sigue viendo como si no pertenecieran realmente a nuestra sociedad, como si tuvieran que demostrar una y otra vez su lealtad a no se sabe qué

Dos noticias me despertaron hace unas semanas, a cuál más absurda, a cuál más degradante para todo aquel que aun tenga un poco de ese sentido común del que tanto se habla y del que tan poco disponemos. La primera es la de un joven, que nació en Paraguay, y ahora tiene 19 años. Vino con su madre a nuestro país cuando tan sólo tenía cinco años. Durante casi toda su vida ha dependido de las administraciones públicas, pues su madre enferma y con otro niño pequeño, ya éste si nacido aquí, no podía hacerse cargo. Al no haber encontrado trabajo al cumplir los dieciocho años, ¿qué raro no?, en un país lleno de oportunidades laborales, ha sido expulsado a Paraguay. Un país donde no conoce a nadie, ni siquiera a su padre que se desentendió y nunca ha querido saber nada de nada de su vida o de su bienestar. Esa es nuestra ley de extranjería. Se nos llena la boca de indignarnos con las payasadas y el odio excluyente de Donald Trump, y sus muros, mientras aquí seguimos cometiendo barbaridades como ésta, y a casi nadie parece importarle. Destruimos la vida de un joven que no conoce otra patria que ésta, que no conoce otra gente que aquella con la que ha convivido casi toda su vida consciente en España. Lo desterramos a la miseria y a perderse allí donde no tiene nada, ni nadie, por haber nacido allí. Si esta es mi patria, yo no me reconozco en ella. Si mi identidad depende de tratar así a un chico que tanto podría habernos aportado a nuestro bienestar común si le hubiéramos dado una oportunidad, yo no quiero ser definido por esa identidad.

Claro, que esto más allá de leyes, sigue perteneciendo a un racismo que se mantiene oculto por miedo al qué dirán, pero que se mantiene presente en muchos de nuestros comportamientos y leyes como esa. Cuántos hijos de inmigrantes han nacido aquí y sin embargo se les sigue viendo como si no pertenecieran realmente a nuestra sociedad, como si tuvieran que demostrar una y otra vez su lealtad a no se sabe qué. Ni siquiera importa que compartan todo; lengua, acento, cultura, salvo la procedencia de sus padres, que en la mayoría de los casos se han dejado la vida trabajando para contribuir a nuestra riqueza colectiva. Aun así, siempre en algún lugar u otro se les mira con reticencia, como si no fueran auténticos españoles. Quizá por su color de piel, quizá por sus ojos, o quizá por su apellido. Así juegan los nacionalismos de todo tipo, a que te unas a ellos con una lealtad ciega, y siempre quedando claro que el suyo ha de ser el primero. Nada de compartir lealtades o identidades o banderas o sentimientos, como si el cariño o los sentimientos hacía un lugar u otro tuvieran que excluirse y fuéramos tan limitados los seres humanos de tener que cuantificar y jerarquizar el sentimiento del amor a esas entidades abstractas. Qué aberración. Uno no puede sentirse catalán y español a la vez, dirán los nacionalistas catalanes. Uno no puede sentirse más catalán que español dirán los nacionalistas españoles. Como si la convivencia de las personas, sus problemas, sus sueños, su presente y su futuro dependiera irremediablemente de algo tan vago, abstracto y por qué no decirlo, fruto del azar, como sentirse de una u otra manera.

 El problema es creer que esas esencias o identidades que creemos que nos definen tan sólo lo hacen en contra de otras

No es de extrañar que esto haya sucedido y que nos rijamos por leyes como la que ha provocado esta barbaridad si nos atenemos al bochornoso espectáculo que como sociedad estamos dando con la otra noticia a la que hacía referencia. La polémica y la llamada al boicot al director de cine Fernando Trueba porque en un acto dijo que no se sentía español. Los truenos estallaron y los tornados de las redes sociales devastaron al deslenguado director que tanto ha aportado a la cultura española, y al prestigio de nuestro país con numerosos galardones. Representantes del esencialismo patrio como Fran Rivera abanderaron la llamada al boicot y a que se acabe con esos parásitos que hacen cine español, mientras la verdadera cultura, y el verdadero arte, las corridas de toros cada día tienen menos subvenciones y cada vez va menos gente a verlas. ¡Cómo es esto posible! Probablemente lo único que deseaba manifestar Trueba era el hartazgo con una situación, o con varias en nuestra patria; la corrupción, los enfrentamientos cainitas de unos y otros, el 21 % del IVA en la cultura que la está matando (y sí, el cine es una de las principales riquezas culturales, y por cierto identitarias, de un país), o la mezquindad que abunda en ciertos mundillos. Y seguramente lo que quería es creer en un país que valora la riqueza de la cultura, que apuesta por ella, por la creatividad y el talento, y su desesperación al ver que se hace precisamente lo contrario es lo que manifestara con su enojo. Cuando ganó un óscar y el nombre de España estuvo en boca de todos, seguro que los esencialistas patrios fueron los primeros en enorgullecerse, qué curioso.  Pero incluso si no hubiera sido así. Qué locura nos lleva a no respetar como se sienta o deje de sentir cada uno. Si uno quiere sentirse muy español, muy catalán, muy sevillano, muy granaíno, o muy lepero, está en su derecho, como aquellos que prefieran sentirse e identificarse a través de las personas que aman, y no a la tierra donde han nacido o donde viven, o sentirse más cercano a ideas o sentimientos emparentados con la libertad, la justicia, la solidaridad por encima de otras ideas asociadas a identidades o esencias.

No hay ningún problema en sentirse español, granaíno, sevillano, catalán o lepero, o amar por encima de todas las cosas los donuts con chocolate, sin son rellenos de crema mejor. ¡Todo lo contrario! El problema es creer que esas esencias o identidades que creemos que nos definen tan sólo lo hacen en contra de otras. Se puede valorar y querer a nuestro país, a nuestra ciudad, a nuestra lengua, a nuestra historia, cultura, o a esos donuts de chocolate rellenos con crema, pero no tiene que ser siempre a la contra de algo. Siempre marcando barreras, siempre fronteras. Siempre despreciando al otro que no pertenece a nuestra identidad o esencia. El orgullo de sentirse participe de una cultura, un país, una comunidad, una ciudad o un pueblo o a lo que sea, tiene que ver con sus gentes, con su historia, con sus valores, con lo mejor de ellos claro, porqué las esencias e identidades producen generalización y simplifican donde lo que hay realmente son un conjunto de pluralidades complejas, y diferencias. Por qué no permitir que sean esas diferencias las que nos unan, que la tolerancia sea nuestra riqueza y la pluralidad la guía que nos permita seguir aprendiendo y madurando como sociedad, como comunidad y como personas, cada una de ellas con una esencia e identidad propia, conformada por múltiples y plurales fuentes. Cada persona es diferente, y ahí se encuentra la verdadera esencia. En qué es esa identidad propia la que debe abrirnos a la identidad del otro, el nosotros tan sólo puede conjugarse si hay harmonía con el vosotros. 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”