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'El valor de una promesa'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 23 de Octubre de 2022
'Los amantes', René Magritte (1928).
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'Los amantes', René Magritte (1928).
'Quien promete con mucha ligereza se va arrepintiendo despacio'. Alonso de Ercilla y Zuñiga (Poeta, militar y diplomático español del siglo XVI, Autor de La Araucana)

Algunas promesas nacen para ser rotas, otras nacen forjadas con la intención de durar eternamente. Al menos esa es la creencia capaz de pasar el más certero detector de mentiras en el momento de pronunciarlas. La dificultad es mantenerlas contra las mareas del tiempo y los vendavales de acontecimientos que laceran y quiebran los muros sobre lo que erigimos las promesas. Prometer es fácil, cumplir lo prometido es harina de otro costal. Si no fuera así no existirían ni los notarios ni abogados que tuvieran que dar fe y defender que las intenciones declaradas existieron y que no fueron fruto de nuestra imaginación. Ni sacerdotes o similares gurús posmodernos ante los que declararse amor eterno. Bastaría con la promesa de un beso sincero, de un cálido abrazo o un honesto apretón de manos. Prometer algo es tan sencillo como desconfiar de quien nos lo promete, pues el valor de una promesa sufre las mismas oscilaciones que las bolsas financieras en estos tiempos intempestivos y líquidos que vivimos.

Descartadas por hipócritas las promesas que nacen rotas desde el mismo instante en que son pronunciadas, ya que nunca hubo más intención que calmar las inquietudes de la persona ante la que se pronuncian, o engañarla sin más, sin ninguna intención de cumplirlas, podemos centrarnos en las dificultades y avatares de aquellas promesas cuyo valor inicial está avalado por la honradez y sinceridad

Una vez descartadas por hipócritas las promesas que nacen rotas desde el mismo instante en que son pronunciadas, ya que nunca hubo más intención que calmar las inquietudes de la persona ante la que se pronuncian, o engañarla sin más, sin ninguna intención de cumplirlas, podemos centrarnos en las dificultades y avatares de aquellas promesas cuyo valor inicial está avalado por la honradez y sinceridad, y a pesar de ello, pueden terminar siendo cadenas que aprisionan tanto al que las hizo como al que las recibió. Y desvelar, también, el valor de aquellas otras promesas incólumes a las acechanzas de pasiones, acontecimientos, heridas y cambios vitales, que se mantuvieron firmes ante todas estas acechanzas. En ocasiones, mantener una promesa es lo más honesto, difícil sin duda, pero honesto y de un enorme valor, otras, si las heridas acechan a uno u a otro de los implicados, sea por maldad de uno, mala fe, o por simple mala suerte en la deriva de los acontecimientos, romper la promesa es necesario, pues se cumple el riesgo de que las cadenas, que antes honorablemente unían las intenciones declaradas,  pasen de ser un paraíso compartido a un infierno de soledades y lacerantes heridas en los que antaño fueron sanos sentimientos.

Los amantes se comprometen a amarse eternamente y no sucumbir a la mortalidad innata de los sentimientos humanos, pero salvo escasas ocasiones se sucumbe, a veces por culpa de uno, otras de otro, en ocasiones por culpas compartidas, e incluso sin que haya que culpar a nadie más que al inmisericorde tránsito del tiempo que desgasta toda buena intención

Los políticos prometen cumplir que harán lo que declaran en sus programas y discursos, y suele suceder que, si no les reprochamos que no cumplan las promesas en las urnas, terminen siendo ciertas aquellas palabras del político soviético Kruschov, y sigan prometiéndonos construirnos puentes aunque no haya ningún río que cruzar. Los amantes se comprometen a amarse eternamente y no sucumbir a la mortalidad innata de los sentimientos humanos, pero salvo escasas ocasiones se sucumbe, a veces por culpa de uno, otras de otro, en ocasiones por culpas compartidas, e incluso sin que haya que culpar a nadie más que al inmisericorde tránsito del tiempo que desgasta toda buena intención. Los hombres de negocios se comprometen a respetar las promesas sobre los acuerdos alcanzados en sus actividades comerciales, los empresarios prometen acuerdos con sus trabajadores, pero el inmisericorde y avaricioso capitalismo desbarata estos acuerdos con la misma facilidad que la marea destruye las ilusiones de los castillos de arena erigidos en la playa. Los amigos prometen estar uno siempre al lado del otro cuando lo necesite cualquiera de ellos, pero rara vez la amistad sobrevive a las transformaciones en cada uno de nuestros propios espacios vitales, sea debido a amantes, trabajo, distancia de aquellos lugares compartidos, o simplemente el desgaste de los afectos que antes tanto nos unían. Las decepciones de las promesas rotas entre amigos son tan cotidianas como la de aquellos que comparten amores más pasionales. Los futbolistas y otros deportistas de equipos prometen fidelidad al equipo de sus amores, hasta que llega alguien con una chequera mayor que el amor por su querido equipo. La lista de promesas que hacemos, y rompemos, en una sociedad cada vez más tendente a la ligereza y a la infidelidad a la palabra dada, sería interminable. Todos conocemos ejemplos de esta retahíla de buenas intenciones declaradas en formato de promesa, cuya intención original se quebró. Nos duele cuando traicionan la palabra que nos dieron, pero rara vez nos duele traicionar la propia. Lo que dice poco de nuestra propia coherencia moral.

La promesa implica una intención, la acción un hecho. Las mejores promesas son aquellas que no quedan en la intención, sino que se renuevan en hechos cotidianos que las mantienen actualizadas, y presentes en nuestra vida, y son ejemplos vivientes de nuestro compromiso

Uno de los problemas es la ligereza con la que pretendemos engatusar al otro a través de esta poderosa y catártica palabra: prometer. El desconfiado filósofo francés Rousseau, ante las perversiones de la civilización, destaca que el más lento en prometer es siempre el más fiel en cumplir. Si no nos dejáramos acelerar tanto, y pusiéramos un poco de pausa en los acontecimientos de nuestra vida honraríamos la carga ética que se encuentra tras una promesa. Marco Fabio Quintiliano, retórico romano del primer siglo de nuestra Era, escribía que es mejor hacer el bien que prometerlo. La promesa implica una intención, la acción un hecho. Las mejores promesas son aquellas que no quedan en la intención, sino que se renuevan en hechos cotidianos que las mantienen actualizadas, y presentes en nuestra vida, y son ejemplos vivientes de nuestro compromiso. La facilidad con la que incumplimos promesas se debe probablemente a lo señalado por el moralista francés del XVII Rochefoucauld; prometemos según nuestras esperanzas y cumplimos según nuestros temores. El miedo que nos paraliza y nos desvía de nuestras intenciones originales es un tumor que corroe las buenas intenciones iniciales. Si una promesa no se renueva a través de la acción cotidiana, si no se muestra su intención de mantenerla, pierde su vigor, y en vez de alentar, desmotiva; no hay nada más amargo que estar largo tiempo pendiente de una promesa, advertía Séneca.

Siguiendo con la antigua Roma nada mejor que recurrir a las enseñanzas de Cicerón en su tratado Sobre los deberes, donde analiza el valor de la palabra dada y aquellas ocasiones en las que es permisible éticamente romperla. La palabra latina que representa todo lo que implica una promesa es fides; la promesa o el juramento que nos compromete a hacer aquello que hemos dicho. Sin la fides, la confianza en el prójimo decae sustancialmente. Las personas de bien son aquellas capaces de mantener la fides contra viento y marea. Sin ella, la amistad es una entelequia sin fundamento alguno. Cicerón busca el origen del término: aún a riesgo de topar con algunos incrédulos, atrevámonos a imitar a los estoicos, que buscan con gran empeño la etimología de las palabras, y digamos que la fides (buena fe) viene de quia fiat (hacer), porque se hace lo que se ha dicho.

No hay promesa sin plena libertad de la persona que la hace, sin verse obligado por ninguna circunstancia que no sea su propia conciencia moral, menos aún si fue realizada obligada por el temor a las consecuencias de no hacerla

Plenamente consciente de las circunstancias y del problema de ser inflexibles cuando estas desaconsejan mantener la palabra dada, se enumeran las circunstancias en las que es ético romper una promesa; En su obra Sabiduría Michel Onfray las señala siguiendo los consejos de Cicerón: Cuando cumplirla fuera en contra del interés de aquel a quien se la hemos dado. Hay circunstancias en las que mantener una promesa puede dañar o perjudicar a esa persona, en ese caso es más imperativo no ser inflexible respecto a la palabra dada. Cuando, para la persona que la cumple, resultaría un mal mayor que el bien que obtendría el beneficiario. Pensemos, por ejemplo, en el maltrato que algunas mujeres sufren, físico o psicológico por parte de los hombres, y como desde la ortodoxia de las religiones absolutistas se las conmina a mantener la palabra dada en el matrimonio, a pesar de que esta claro el daño que mantener esa palabra implica para quien la pronunció. No solo está justificado romper la promesa en estos casos, sino que es imperativo hacerlo. Cuando para cumplirla habría que ir contra el interés público. Pensemos en todos esos casos de corrupción que no se destaparían sino hubiera personas que hubieran pensado que el bien común está muy por encima de cualquier fidelidad personal. Cuando la promesa se hubiera obtenido sobre la base del miedo, el temor o un posible daño. No hay promesa sin plena libertad de la persona que la hace, sin verse obligado por ninguna circunstancia que no sea su propia conciencia moral, menos aún si fue realizada obligada por el temor a las consecuencias de no hacerla. Cuando la ley fuese más equitativa que el cumplimiento de la palabra dada. Volvemos a aquellos casos en los que el bien y la decencia moral pública se encuentran por encima de la promesa.

Cicerón nos advierte contra la perfidia, que no es sino la fides traicionada desde su mismo origen.  En De la invención de la retórica escribe: No podemos confiar en las palabras de quienes, abusando de nuestra buena fe, nos han engañado tantas veces. En efecto, su perfidia nos causa algún perjuicio, no habrá nadie a quien podamos echar la culpa sino a nosotros mismos. Si te engañan una vez y no cumplen lo prometido es culpa del causante, si ocurre una segunda vez, porque hemos creído en un sincero arrepentimiento y por la bondad de nuestro corazón, y de ahí que abusen, también podemos disculparnos, pero si ya ocurre en más ocasiones, o es que estas cegado, por no decir que eres tonto, o masoquista.

El valor de una promesa se encuentra en el buen uso que hagamos del sentido común a la hora de cumplirla, siguiendo las advertencias y sabios consejos de aquellos que nos advierten de cuándo y cómo ser fiel a la palabra dada, y siguiendo la guía de tu propia conciencia moral. Pensar muy bien antes de hacer una promesa y ante quien la haces, valorando las consecuencias y a qué exactamente te comprometes. Al igual que has de pensar muy bien qué puede justificar faltar a tu palabra dada. Y nunca la excusa puede estar basada en el egoísmo de buscar únicamente tu propio bien. Si esa era tu intención original, nunca debiste pronunciar ninguna promesa.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”