'La esencia de vivir en un pueblo'
Cuando vuelvo a mi infancia, inevitablemente me acechan pensamientos del pequeño pueblo de la serranía tropical granadina en el que pasaba mis vacaciones y del que era originaria mi madre, Otívar, ese en el que hice amigos que aún hoy conservo y en el que era feliz porque el calor, la playa, el río y el verano irrumpían en una vida acostumbrada a la lluvia vasca, incluso en agosto.
Como hijo de inmigrantes andaluces en Euskadi, a partir de mayo los días se hacían más largos no solo porque la luz del sol perdurara sino también porque en casa empezábamos a soñar con la cercanía de las vacaciones de verano
Como hijo de inmigrantes andaluces en Euskadi, a partir de mayo los días se hacían más largos no solo porque la luz del sol perdurara sino también porque en casa empezábamos a soñar con la cercanía de las vacaciones de verano. Mi padre paraba a finales de julio y hasta casi acabar agosto, igual que otros muchos vecinos de Otívar que emigraron a Guipúzcoa, buscaba el aire de su tierra de origen. Era habitual que en el mismo autobús, en mi pueblo, nos juntáramos varias familias con destinos muy cercanos. Nada más subir al autocar, la cara de los padres se iluminaba y se juntaban en asientos contiguos para contar chistes, reírse y cantar a voz en grito, mientras los jóvenes, avergonzados, nos sentábamos en los asientos traseros con la esperanza de que no nos relacionaran con ellos. En cada parada, los cabezas de familia se apeaban desconfiados para evitar que no les robaran las maletas o se las cambiaran de sitio por error y las mujeres aprovechaban para sacar las tortillas que habían preparado como tentempié que nos ofrecían aunque rechazáramos, más por pudor que por falta de hambre. Y es que junto a los escandalosos viajeros siempre había otros más modositos, normalmente vascos, que o se unían a la charla o miraban con asombro aquel alarde de extroversión. Eran trayectos interminables, de casi veinte horas desde mi pueblo vasco hasta la costa granadina y, en ocasiones, se podía alargar si el autobús se estropeaba, como me ocurrió más de una vez, porque había que esperar a que algún mecánico pudiera arreglarlo.
A pesar de los inconvenientes, la luz al final del camino permitía que el buen humor no cesara y que la colonia de amigos encontrara la parte positiva en cualquier inconveniente. Hubo una época en la que a los dueños de los autobuses se les ocurrió tener el detalle de pagar la cena de los viajeros, pero acabó muy pronto por la cantidad de críticas que recibía aquel regalo.
Aislado con mi walkman escuchaba a The Police, Queen o La Guardia mientras oteaba el horizonte o si viajaba con los hijos de los amigos de mis padres nos refugiábamos los unos en los otros y nos ayudábamos a escondernos de ellos. Intentábamos no coincidir ni siquiera en la parada para cenar, cuando ya habían pasado unas horas desde el inicio del viaje y normalmente habíamos congeniado con algún grupo de jóvenes.
Aunque recuerdo especialmente la llegada a Despeñaperros. Era como si hubiéramos atravesado la línea de meta y los viajeros explotaran de alegría
Aunque recuerdo especialmente la llegada a Despeñaperros. Era como si hubiéramos atravesado la línea de meta y los viajeros explotaran de alegría. Mi padre se arrancaba a cantar flamenco, algo que por cierto se le daba bastante bien, y el resto acompañaba a las palmas como si en vez de hallarnos en un vehículo nos hubiéramos metido en una tasca andaluza. En un momento, alguien acababa gritándole al chófer: «¡Por Dios, pon ya a Chiquetete o a María del Monte, que se note que estamos en Andalucía!» Y el resto le apoyaban con gritos o palmas.
¡Quién me iba a decir a mí que un día lo vería con tanto cariño! Porque viajar en autobús ya no tiene nada que ver con aquellos trayectos en los que se iniciaban relaciones, se compartía la comida y se confraternizaba con un calor familiar.
Otívar, como destino final, era un lugar especial, en el que las familias se apostaban en sillas fuera de sus casas en cuanto el sol se ocultaba y recordaban experiencias o hablaban de sus cosas
Otívar, como destino final, era un lugar especial, en el que las familias se apostaban en sillas fuera de sus casas en cuanto el sol se ocultaba y recordaban experiencias o hablaban de sus cosas. A veces, yo subía por una calle y me aturullaba cuando me paraban en seco para preguntarme: «Niño, ¿tú de qué familia eres?» y en cuanto acababa de responderles, empezaban a relatarme experiencias que les relacionaban con ella. La televisión aún no era indispensable, no existían Tablets, ni Nintendos, y los chavales nos lo pasábamos en grande reuniéndonos en una de las dos discotecas que se abarrotaban en un pueblo que pasaba de los mil habitantes de invierno a casi cinco mil. Las familias aprovechaban para reunirse en los cortijos a comer un choto y a bañarse en las albercas, no había tantas piscinas, pero a los chavales no nos importaba meternos en ellas pese a las algas y al color del agua no tratada porque su finalidad era el regadío.
Hasta que llegó un día en el que esos mismos emigrantes comenzaron a comprarse pisos en la playa, a dejar de regresar y elegir destinos más completos, seguramente cuando sus progenitores fueron muriéndose en el pueblo
Nos trasladábamos a la playa a pasar el día entero y por la noche nuestras madres no sabían si colgarnos en los tendederos de la terraza o introducirnos en hielo para reducir el color rojo intenso de nuestra piel, provocado por el sol, a pesar de las veces que nos habían gritado que nos echáramos crema. Era una época en la que no había tanto dinero para marcharse de crucero o a un hotel con todo incluido y aquellos que habían tenido que dejar sus familias aprovechaban para disfrutar de las vacaciones y ver a los suyos a un precio asequible. Hasta que llegó un día en el que esos mismos emigrantes comenzaron a comprarse pisos en la playa, a dejar de regresar y elegir destinos más completos, seguramente cuando sus progenitores fueron muriéndose en el pueblo.
Y pese a que hoy en día ya no tiene nada que ver el verano con el de mi infancia en Otívar ni en la mayoría de los otros municipios que acogen a sus propios vecinos emigrados, todavía allí se mantiene la esencia del pueblo, esa que permite que los que allí viven sientan que han de cuidarse unos de otros, que aunque en el día a día se critiquen, después también se protegen de ataques externos y siguen dispuestos a ayudar a quienes están pasando una situación apurada.
Se suponía que con la pandemia la gente iría marchándose de las ciudades, pero nos olvidábamos de que tenemos memoria de pez y en unos meses nos costará recordar que estuvimos confinados y seguiremos buscando las supuestas ventajas de vivir en las ciudades, excepto aquellos que hace años nos dimos cuenta de que el ritmo más calmado, la sensación de no ser anónimo, la ventaja de que los niños se críen libres, en la calle, sin temor a secuestradores o al tráfico indiscriminado, nos conducía a una vida más plena y feliz.