… Y al vino, vinilo
Es por la noche, cada uno llevamos una botella de vino, un vinilo y una historia que contar sobre el disco. De amores, de conciertos, de travesuras, de dolores. El relato perfecto es cuando el vino marida con la música. Si suena un grupo granadino, bebemos un Fontedei o una Motocicleta. Si ponemos Doors o Jefferson Airplane, le pega un vino de California. Para Air o Noir Désir, un francés, o un buen Priorat para escuchar Manel. Si las cualidades organolépticas se asemejaran algún día a las sonoras, lograríamos el trance vinilícola.
Un par de veces al año cinco o seis mitómanos nos reunimos en torno a un tocadiscos y liturgiamos el ritual hedonístico. Por supuesto perpetramos herejías. Hay quien trae cerveza de trigo porque no le gusta el vino, hay quien trae vino de supermercado porque no tenía tiempo, inspiración o dinero, o quien no trae historia y simplemente comenta, conversa y confraterniza, más conforme avanzan la noche y los tragos. Porque tampoco somos una sociedad secreta de Yale o Harvard, sólo melómanos un poco bodegas que seguimos comprando discos.
Quienes siempre creímos que en el vinilo y su carpeta estaba el continente perfecto para la más incorpórea de las artes, la tierra prometida del fetichismo, en los últimos años los estertores de la gran industria nos permiten regocijarnos con sus nuevas criaturas en el amenazante crujido, el imperfecto chisporroteo de los surcos, el ruidito glorioso de la fricción analógica. En nuestra aburguesada versión del ritual de lo habitual adolescente -música, alcohol y amigos- hemos encontrado además aliados que resisten heroicos en la jungla amazónica que todo lo engulle sin humanidad ni escrúpulo. Reductos del romanticismo disquero, proveedores de un ratito de gloria, viveros de la eterna primavera emocional: las tiendas de discos.
Hoy se celebra en todo el mundo el Record Store Day, como cada tercer sábado de abril desde hace nueve años. La implorante celebración de las tiendas de discos independientes, nacida en Estados Unidos y que en España empieza a consolidarse. Reivindicación y homenaje a los abanderados del valor sagrado de un genuino misticismo en peligro de extinción.
Entre mis paraísos terrenales las tiendas de disco ocupan un lugar privilegiado. Cuando aún no tenía teléfono móvil, mi sueño era poder entrar en una con un carrito del Pryca y saquear las estanterías de vinilos y CDs. Cantidad y calidad. Dejar de racanear mi paga los viernes por la tarde en un disco después de horas buceando en Pelayo 14, Revólver o Discos Castelló (epd). Mi deseo al genio de la lámpara hubiera sido poder llenar el carro a manos llenas y sabias con el criterio de mis ennegrecidas huellas dactilares después de años rebuscando la oferta que no había visto la semana anterior. Despejar la duda de si comprar otro más de Dylan o probar algo nuevo. Dejar de ser el rey de la serie media y la hortera exclamación amarilla.
Pero igual que antes bebía Xibeca y ahora prefiero un buen Bierzo, el sueño ya no es el botín inabarcable, bañarme en discos como el tío Gilito en monedas, sino el deleite mesurado y exquisito. No me hace falta genio de la lámpara, seguro que alguien lo necesita más. Ya tengo Spotify o Youtube para llenar a paladas la carretilla. Dicen que la vida es demasiado corta para beber vino malo, y también para escuchar música mediocre. Ya no quiero emborracharme a granel, quiero disfrutar lo que escucho como antes. Cuando compraba ese disco tras larga y trascendental meditación, lo acariciaba durante todo el camino a casa, abría delicadamente el plástico, lo depositaba en el equipo como en una ofrenda a los dioses, bajaba el brazo, inyectaba y me sentaba con los ojos cerrados para dejarme penetrar una, diez, cien veces, las necesarias. Hoy puedo escuchar miles de discos surfeando la superficie digital, pero necesito sumergirme y bucear en ellos. En nuestro particular club de vinilos necesitamos la terapia en torno al tocadiscos.
Para conseguir esas colecciones de canciones dignas de ser paladeadas con el tiempo y la distancia es imprescindible la compra reposada, precisa, asesorada y placentera. La que sigo encontrando en las tiendas de discos. Así que me acercaré a dos de esos únicos enclaves paradisiacos: la renovada Discos Marcapasos, en la calle Duquesa, y la mediática Discos Bora Bora en la plaza de Derecho, que durante todo el festivo día ofrecen conciertos, sorteos, premios y, como siempre, buena música.
Marcapasos es mi oasis de cabecera, donde crece el maná para mis oídos y donde cada poco tengo que saciarme. Donde el sabio y amable Pepe recomienda, explica, acierta y nutre mis banquetes musicales. Si Marcapasos tuviera nombre de canción podría ser Shelter from the Storm, si fuera el título de un disco, The great escape o una película, Un lugar en el mundo. Un lugar intemporal para refugiarse y escapar de la mediocridad y el ruido, donde bucear en el pasado, emocionarse con el presente y maravillarse con el futuro que Pepe proporcione.
Y el próximo viernes espero reunirme con mis compañeros de vinos y vinilos y trasladarnos a esa órbita fuera de nuestro tiempo y nuestro espacio que empieza con el puñetazo en la mesa de Like a Rolling Stone, la bruma hipnótica de Shine on You Crazy Diamond o el riff lacerante de When doves cry. Pincharemos con ansiedad de adictos las novedades que hayamos comprado en el Record Store Day. Compartiremos delirantes teorías y maquinaciones sobre el indie granadino, salivaremos el cartel del Primavera Sound, criticaremos jurados de batallas de bandas, rasgaremos cuerdas de una guitarra cuando ya nos tiemble el pulso, honraremos nuestro panteón del rock con guiños necrovinílicos. Estrecharemos nuestro círculo al girar del plato a 33 revoluciones y nos lanzaremos de cabeza a ese bendito agujero negro.