Entre las arrugas de Soledad
Cada mañana se asomaba temerosa a la calle, descorriendo ligeramente la cortina para que nadie la viera. Miraba hacia abajo y su vista cansada apenas acertaba a distinguir las figuras humanas desde el quinto piso de aquel bloque más bien céntrico, en una importante ciudad española. Lo consiguió pagar en vida de su marido, afortunadamente, y ahora se alegraba de que no tuviera cuentas pendientes. Antonio falleció joven, a los sesenta y cinco años, justo al empezar a disfrutar de su jubilación. Y Soledad todavía dedicaba buena parte de sus días a rememorar momentos compartidos, su fuerza, su confianza, su apoyo y el cariño con el que la trataba. Un compañero de viaje, un amigo, cuarenta y cinco años de convivencia, de risas y llantos. Y en el crepúsculo de su vida, con ochenta y cuatro años a sus espaldas, sentía que se acercaba el instante de reunirse con él.
Vivía sola desde que su única hija se marchó del país a buscarse un futuro laboral, harta de negativas nacionales. Aprendió inglés y eso le permitió ir ascendiendo profesionalmente hasta convertirse en la encargada de un hotel. La mala fortuna dispuso que, poco después de conocer a un hombre con el que había trazado planes de futuro, un accidente de tráfico acabó con su vida. Así, sin más.
Sus piernas trémulas lentamente avanzaban por el pasillo hacia la cocina para prepararse el desayuno: un yogur natural sin azúcar y, a lo sumo, una fruta, cuando quedaba alguna en la nevera. Vivía sola desde que su única hija se marchó del país a buscarse un futuro laboral, harta de negativas nacionales. Aprendió inglés y eso le permitió ir ascendiendo profesionalmente hasta convertirse en la encargada de un hotel. La mala fortuna dispuso que, poco después de conocer a un hombre con el que había trazado planes de futuro, un accidente de tráfico acabó con su vida. Así, sin más.
Un traductor de la policía inglesa llamó por teléfono a Soledad, su madre, para contarle la tragedia y ella no le entendía. Tuvo que repetirlo varias veces, la última en un áspero tono de evidente enfado y, cuando adivinó el mensaje detrás de las palabras, algo estalló en su interior, un dolor invisible que dio al traste con todas sus ilusiones, sus sueños de ser abuela… Ocurrió veinte años atrás, cuando empezaba a superar la perdida de Antonio.
Los pliegues de sus arrugas albergaban la congoja de haber sobrevivido a una hija, a su marido y a muchas amigas y amigos que fallecieron antes de poder siquiera despedirse de algunos de ellos.
Los pliegues de sus arrugas albergaban la congoja de haber sobrevivido a una hija, a su marido y a muchas amigas y amigos que fallecieron antes de poder siquiera despedirse de algunos de ellos
Así que Soledad, ahora, apenas salía a la calle por temor a que sus piernas no la sostuvieran, porque vivía en una quinta planta sin ascensor y bajar sola era más que una temeridad. Los vecinos que otrora formaron casi parte de su familia se fueron muriendo o marcharon a residencias o a vivir con los hijos, y los nuevos inquilinos apenas mantenían trato con ella, ni entre ellos. Aun así, a veces, se asomaba a las escaleras al percibir algún ruido, para pedirle al que apareciera ante ella que le trajera algo de la tienda, otras veces atinaba a marcar con acierto las cifras del número de teléfono del establecimiento de la esquina para que le subieran fruta o verdura o algo de pollo, que era la única carne que asimilaba su organismo a estas alturas de la película. Pese a que siempre le regalaba al chico alguna propina, no parecía que a los dueños de la tienda les agradara demasiado un favor reiterado de esas características, así que Soledad se limitaba a pedirlo en las ocasiones en las que se veía más apurada. Al fin y al cabo, ni tenía ya apetito, ni ganas de cocinar, ni la vista suficientemente afinada como para evitar algún accidente casero con el fuego de la cocina de gas.
Cada jueves por la mañana aparecía una mujer, pagada por el Ayuntamiento, para limpiar la casa y hacerle algunas tareas urgentes. La asistenta, procedente de la República Dominicana, sentía tanta lástima al verla tan sola que se quedaba más tiempo del que le pagaban y, en vez de cocinar allí, le traía comida para varios días, hecha en su propia casa. Ambas guardaban un respeto y cariño mutuo, tanto, que Soledad ansiaba la llegada del jueves, ávida de compañía.
Soledad se sentó en su sillón y escuchó unas voces sibilinas y dulces, aguzó el oído y reconoció la de su marido y la de su hija, entonces abrió bien los ojos para descubrir ante ella la imagen tantas veces soñada: la de ambos ante ella, sonrientes, animándola a levantarse y a seguirles. Y así lo hizo, se irguió, caminó unos pasos con inusitada soltura sorprendida por la ligereza de sus piernas y, al mirar atrás, se percató de que su cuerpo marchito y arrugado no la había seguido
El resto de la semana trascurría entre miradas a la calle y frente a programas absurdos de televisión que, a veces, únicamente le servían para cerciorarse de que el mundo seguía su curso y para oír a otras personas.
Aquella tarde, como muchas otras, Soledad se sentó en su sillón y escuchó unas voces sibilinas y dulces, aguzó el oído y reconoció la de su marido y la de su hija, entonces abrió bien los ojos para descubrir ante ella la imagen tantas veces soñada: la de ambos ante ella, sonrientes, animándola a levantarse y a seguirles. Y así lo hizo, se irguió, caminó unos pasos con inusitada soltura sorprendida por la ligereza de sus piernas y, al mirar atrás, se percató de que su cuerpo marchito y arrugado no la había seguido, continuaba con los ojos cerrados, aferrado a aquel sillón donde la vida de Soledad había tocado a su fin, eso sí, con placidez, como denotaba aquella sonrisa dibujada en los labios.
Ella fue una de las 850.000 personas mayores de ochenta años que viven solas en sus casas en España, 662.000 de las cuales son mujeres, cien mil más que cinco años antes, un treinta por ciento de la población octogenaria. Se trata de una tendencia ascendente y que pone de manifiesto que hasta que no llegamos a esa tercera edad nos olvidamos de ella, nuestros abuelos nos estorban, no los sentimos dignos de ser cuidados con esmero y nos retratamos como una sociedad que se siente obligada a doblegarse a los más poderosos y rendirles cuentas a ellos aún a sabiendas del perjuicio que se les causa a los sectores de la población más desfavorecidos. Quien no cuida a sus mayores está condenado a recibir el mismo trato en su vejez.