Solidaridad con los despedidos de la tele municipal
La solidaridad suele ser algo que no se practica demasiado, a excepción de los héroes, pero que echamos de menos cuando su ausencia nos afecta directamente. Solemos ser recelosos con sumarnos a esta o aquella iniciativa solidaria salvo, por lo general, que sea políticamente correcta o no altere demasiado nuestro estatus quo.
Por eso es admirable comprobar cómo hay gente a que le importa nada o poco el qué dirán, o qué me juego para apoyar sin reservar cualquier injusticia: llámese desahuciados, TTIP, igualdad, enfermos, desfavorecidos, despedidos, maltrato animal, daños medioambientales…
Uno, que paga como puede su alquiler o su hipoteca, nunca piensa qué va a ser de mí si un día el banco me da una patada, porque tu vida cambia. Y pasa. Ya ves que si pasa. Y no me canso de ver las pitadas ante bancos o el apoyo que la gente de Stop Desahucios brinda para que no te echen de casa o, simplemente, para acompañarte o no estar solo.
Esa soledad indescriptible, sonora y terrible por la que se pasa cuando eres víctima de la injusticia. Y me gustan los partidos y los políticos que se mojan, los sindicatos que se mojan, tan necesarios y la ciudadanía sin nombre que se moja, que está ahí, dispuesta, preparada, para ayudarte. Tanto me gusta todo eso como detesto a los medias tintas, a los ambiguos, a los políticos equidistantes, a los que siempre ofrecen una justificación a su cobardía.
Y me reconforta pensar en esa señora mayor, que podría ser mi madre, entre gente maravillosa, a la que llaman gentuza las supuestas élites que no se enteran, agradecida por la compañía y la solución de los problemas que las administraciones son incapaces de ofrecer.
Aquel que ofrece su tiempo y sus energías para acompañar a un niño con cáncer haciéndole gracias con pinturas de colores. O ese que pasa su tiempo con mayores o cocina para inmigrantes, sin esperar nada a cambio. O los que recogen perros y gatos abandonados, mientras el vecino se burla, incapaz de entender nada. O el ecologista en plena acción que denuncia aquella tropelía pero le tildan le loco. Loco, ¿no?
Y qué me dicen de la lucha de homosexuales, lesbianas y transexuales –aunque creo que no hay etiquetas, sino personas que se enamoran de otras- y que compartimos, cuando se celebra el décimo aniversario de la aprobación del matrimonio igualitario. Un discreto cartel con un lazo recuerda en la fachada del Ayuntamiento. Está bien pero podría ser mejor: Por qué no la bandera del orgullo gay en el balcón consistorial, reservada para el ‘¡Granada…qué…!’
Los despidos, una lacra que no cesa, a veces se tiñen de otro color. Hay que ser muy valiente para mostrar la solidaridad si eres su compañero y le echan injustamente. Hay que ser de otra pasta, esa que deberían congelar en un banco de ADN para preservar la honestidad y el arrojo de la Humanidad.
De despidos, entiendo muy bien. De la injusticia que sufres, entiendo muy bien. Del vacío que te deja la amarga sensación de soledad. Y del apoyo sin reservas de valientes, que hasta les ruboriza que le recuerdes su gesta. Algunos, incluso, no pueden soportar la injusticia y se van contigo. Héroes, que alguna vez en algún sitio tendrán su recompensa (Gracias, amigos y amigas, auténticos compañeros y compañeras. No habrá suficientes vidas para agradeceros vuestra gesta).
Pero también recuerdas las caras que te sonreían y sobreactuaban con tu escasa gracia o elogiaban tu trabajo, mientras compartían confidencias sobre esa o ese jefecillo, aunque luego, cuando llega la tragedia, miran hacia otro lado. El teléfono que no suena y el mail que se aburre con spam.
El protocolo, ya se sabe, señala que un día te encontrarás a tu ex compañero o ex compañera y te dice lo que sufrió, lo injusto que fue, te da una palmadita y se va corriendo para que su propia vergüenza no le alcance.
La práctica común de los medios de comunicación, tan arrogantes que somos para el escarnio y la crítica pública, es silenciar los propios trapos sucios. Como si se pudiera opinar alegremente, por ejemplo, de la ruina en la que dejan a trabajadores por un ERE en a saber qué empresa, mientras tus propios empleados son invisibles en un periódico, una radio o un digital si los echan.
Lo vivido estos días en la televisión municipal TG7 no solo sonroja, avergüenza. Porque reúne los ingredientes más deleznables del caciquismo del poder público, que creen que un ente público como es la televisión es un “juguetito” para colocar a quien quiera y para que salga el que manda y ridiculizar al adversario, con el papel estelar de los terribles pelotas, esa raza repugnante que persiste y que buenos réditos le proporciona (no solo en TG7, cuidado, porque dejan un rastro maloliente).
Junto a ello, como en la ejecución de las obras, tantas veces denunciado por los sindicatos en busca de responsabilidad, una contrata de la que dependen buena parte de los trabajadores de TG7. En este caso, la productora CBM, tan rimbombante nombre Central Broadcaster Media, del Grupo Secuoya. Así, como en las obras, no es difícil pensar cómo se puede llegar a crear un imperio audiovisual.
Denunciar con valentía, porque ya avisaba a lo que se exponía, “vejaciones”, “humillaciones”, “presiones políticas”, “parcialidad” y “manipulación” era revelar un secreto a voces que políticos de la oposición han sufrido en sus carnes cuando han participado en debates o han aparecido por sus instalaciones.
Trabajadores aterrorizados que te cuentan por las esquinas cómo de mal lo están pasando y qué terrible miedo sufren, esperando, quizá, ser el próximo o la próxima en ser echados con cualquier justificación.
Se supone que TG7 fue creada como servicio público. Pero la prueba de que el gobierno popular nunca se lo creyó es que si este lamentable conflicto hubiera sucedido en otros servicios públicos, lo que ha sucedido, como en la Policía Local o Bomberos, por ejemplo, ya hubieran tomado cartas en el asunto.
Pero el silencio del alcalde, quien derivó la responsabilidad en el “concejal responsable de la tele”: Juan Antonio Fuentes (que haya un concejal “responsable” de una televisión pública, ya asusta), y el silencio de este, pese en la insistencia para que se pronuncie, revela lo que para el PP es su tele: un juguete roto para su propio lucimiento.
Una tele que nació rara, con una compra a Ideal de viejos equipos inservibles por 700.000 euros, y de la que no se sabe quién la ve, además de los concejales del PP, para mayor gloria.
Lo siento por los amigos y conocidos que me honro en tener en TG7, como en todos los medios, o eso creo. Magníficos profesionales. Pero echar a cinco compañeros en tres días con vagas justificaciones, después de que un valiente lo denunciara, era para detener la televisión pública y exigir respeto.
Quizá, el problema, como suele pasar en los medios públicos, es que solo aparece la basura cuando van mal las cosas. Y que uno traga y traga y traga por un sueldo, hasta que explota la situación que viene de muy lejos y, entonces, contamos todo.
Los 789.000 euros que cuesta la tele a todos los granadinos y granadinas requiere una respuesta inmediata. Así lo han hecho con contundencia el PSOE e IU, y Vamos Granada. Mientras el PP calla y Ciudadanos mira hacia otro lado. Alzan la voz CCOO y el Sindicato de Periodistas de Andalucía y se echa de menos una mayor fuerza en la UGT, porque aunque el conflicto estallara por unas elecciones en la que el candidato es de otro sindicato, a todos afecta.
Y si es necesario que se abra el debate sobre la necesidad de disponer de una televisión municipal, que se abra. Con toda la crudeza y realidad. Y cambiar de modelo, si se apuesta por su continuidad. Pero seguir así, no. Es imposible.
No es tiempo de ambigüedades. Granada necesita valentía.
Es tiempo de mojarse.
Aunque estés condenado a no salir en esa tele, nunca.