Obediencia indebida
'Este que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el último hombre de entre los infinitos que habitan vuestras ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya (…) Pero podéis libraros si ensayáis no siquiera a libertaros, sino únicamente a querer ser libres. Estad resueltos a no servir más y seréis libres. No deseo que lo forcéis, ni lo hagáis descender de su puesto; sino únicamente no sostenerlo más; y lo veréis como un gran coloso al que se le ha quitado la base, y por su mismo peso se viene abajo y se rompe'. Étienne de la Boêtie, Discurso de la servidumbre voluntaria, 1547.
Que el ser humano esconde en su corazón una lucha eterna entre la sumisión y la rebelión, no es un secreto. Es la historia de la humanidad encarnada entre el deseo de unos pocos de dominar y unos muchos de aceptar ser dominados o rebelarse. Cuando ya no queda nada que perder, cómo no rebelarse, cómo no alzarse con orgullo de las cenizas en las que han pretendido convertir tu vida y decir no. Es triste tener que llegar a esos extremos para rebelarse. Qué ocurre con quienes, a pesar de saber que algo va mal, que unos pocos están abusando, deciden mirar para otro lado. Qué excusas se ponen a sí mismos para justificar su pasividad, o su colaboración, a pesar de las migajas que les arrojan para que se sientan conformes.
Qué ocurre con quienes, a pesar de saber que algo va mal, que unos pocos están abusando, deciden mirar para otro lado. Qué excusas se ponen a sí mismos para justificar su pasividad, o su colaboración, a pesar de las migajas que les arrojan para que se sientan conformes
Obviando a los que dominan, claro, y centrándonos en los dominados, tenemos el miedo, algo natural. Tenemos la indiferencia, mientras no seamos nosotros los directamente afectados no es asunto nuestro. Tenemos el egoísmo, quizá el silencio y la servidumbre sirvan para que en lugar de migajas nos den una parte más importante del pastel. Y tenemos un concepto, que siempre me ha llamado mucho la atención: el de obediencia debida; eres parte de un engranaje social o político, que para funcionar necesita de una jerarquía, de una cadena de mando. Y para que el engranaje funcione correctamente y no descarrile, toda pieza ha de cumplir su parte. A veces es la fuerza bruta la que vigila que nadie se salga del papel que ha de cumplir, especialmente en esas dictaduras totalitarias que carcomen la dignidad del ser humano, pero en otras tantas ocasiones, en sociedades democráticas, somos nosotros, los engranajes de esa gran maquinaria, los que decidimos mirar a otro lado o justificar esos abusos de poder que se esconden bajo apariencias democráticas. La mayor parte bajo el paraguas de la legalidad. Se estable así un conflicto entre lo “legal” y lo ético. Donde lo “legal” es el paraguas que garantiza nuestra supervivencia y cooperación como sociedad, el sacrificio a la libertad y justicia individual necesario, para la cohesión social o política, y lo ético, no deja de ser un desvarío simpático, que tiene un valor como motivador, como un cuento para infantes, pero que no tiene ningún valor real, y mucho menos por encima de la legalidad.
Ejemplos hay muchos; si nos vamos a un extremo, tenemos el conocido caso de Eichmann, el oficial nazi, que ejerció con abnegada devoción su papel burocrático en organizar el exterminio de millones de personas. Su “excusa”, cómo no, la obediencia debida. Él era parte de un sistema legal, servía a un gobierno que llegó al poder con el voto popular, que estableció una constitución que amparaba su trabajo, y además en tanto miembro del ejército, no era quién para discutir la jerarquía. Se limitaba a cumplir órdenes y cumplir con la mayor eficiencia su trabajo.
El caso de Juana Rivas, como poco, nos hace pensar que algo chirría en ese encaje entre lo ético y lo legal, entre la justicia y la legalidad
Bajando el escalafón de la barbarie, tenemos el caso del ejército americano (aunque otros tantos ejércitos podrían servir de ejemplo), donde en base a la obediencia debida, cumplir órdenes, se han cometido barbaridades, aparentemente bajo el mando de un gobierno democrático, garantista, y legal. Sus acciones no son éticas, pero ya sabemos que la legalidad no pretende entrar de lleno en el ámbito ético, eso se deja para divagaciones de vagos especulativos. Curioso es, que esa obediencia debida, termine también por afectar a la propia maquinaria jerárquica, y su eficiencia. Un análisis de un comité de expertos explicaba la incapacidad táctica del ejército americano en sus recientes conflictos, debido al anquilosamiento de su estructura de mando, pues la obediencia debida, el aceptar ordenes siempre sin cuestionar nunca nada, lo que había provocado es que en la cadena de mando solo hubieran sobrevivido aquellos que pensaban igual, con lo que su adaptación para responder a situaciones cambiantes en el campo de batalla era nula.
La explicación principal, puesto que me niego a creer en la indecencia de la gran mayoría de las personas, es que tenemos tan asimilados el papel sumiso en los engranajes en los que nos instalamos; sean sociales, familiares o políticos, que preferimos mirar a otro lado porque no es nuestra responsabilidad vigilar la legalidad
Sociedades democráticas, como la nuestra, disponen de un amplio abanico de leyes que velan por la igualdad en un estado de derecho, y donde las leyes al menos se preocupan, más o menos, de respetar principios éticos generalmente aceptados, y donde, sin embargo, hemos asistido a espectáculos bochornosos, que no se pueden explicar, más que por la obediencia debida, o quizá por los otros motivos iniciales que hemos delimitado más arriba; miedo, indiferencia o egoísmo, a ver qué caía en el bolsillo propio. Instituciones, como las de Madrid, o las de Valencia, o en Granada, el Ayuntamiento, donde se han cometido tropelías. De verdad, nadie, de los cientos o miles de personas que se encontraban allí, en ese escalafón burocrático, donde pudieron ver que algo no andaba bien, que se pretendía justificar decisiones bajo un amparo “legal”, pero que el tufo inmoral que despedían, no solo auguraba ese choque entre lo legal y lo ético, sino qué la propia legalidad se cuestionaba. Nadie, decidió hasta muchos años después, hacer nada. Cómo es posible. La explicación principal, puesto que me niego a creer en la indecencia de la gran mayoría de las personas, es que tenemos tan asimilados el papel sumiso en los engranajes en los que nos instalamos; sean sociales, familiares o políticos, que preferimos mirar a otro lado porque no es nuestra responsabilidad vigilar la legalidad, qué decir de la ética de los comportamientos.
También, en estos partidos políticos, ha debido haber mucha gente que en base a la obediencia debida, mirase a otro lado, o sería impensable el número de casos de corrupción habidos, en los que responsables políticos están implicados. Al menos, parece que la reacción de la sociedad está haciendo que esos engranajes se muevan y aprieten menos; la puesta en marcha de primarias, donde los militantes han podido ejercer en libertad su voto, ha trastocado alguna de esas jerarquías. Queda mucho, sin duda, entre otras cosas, abrir los partidos mucho más a la transparencia, a la ciudadanía, permitiéndole participar en la elección de sus candidatos institucionales, y promoviendo listas abiertas en las elecciones, además de otros mecanismos, pero por algo se empieza.
Resistirse, rebelarse, no es un derecho, es un deber, en esos casos donde la injusticia choca contra la legalidad
El filósofo francés Michel Onfray insiste en su Antimanual de filosofía en una idea: el derecho no puede obligaros cuando la moral os retiene. Si no hubiera existido una rebelión, pacifica, pero orgullosa, de aquellos que sufrieron el yugo de sistemas legales, amparados en el derecho positivo, y que se pusieron de frente ante lo que consideraron leyes injustas, y que atentaban contra principios éticos superiores, en tanto seres humanos, hoy día la sociedad estadounidense seguiría discriminando, hoy día en Sudáfrica, millones de ciudadanos serían esclavos del Apartheid. Sin poner por delante nuestra dignidad, nuestra ética, que no puede sobrevivir mientras traten a otros, iguales a nosotros, de manera injusta, aun amparándose en la legalidad, lo que estamos haciendo es ayudar a perpetuar sistemas básicamente injustos, más o menos legales. Resistirse, rebelarse, no es un derecho, es un deber, en esos casos donde la injusticia choca contra la legalidad. Todos tenemos en mente que algún desequilibrio se produce, entre justicia y legalidad, a pesar de vivir en un Estado de Derecho. El caso de Juana Rivas, como poco, nos hace pensar que algo chirría en ese encaje entre lo ético y lo legal, entre la justicia y la legalidad.
Cada vez que oigamos la palabra obediencia debida, o algo que nos suene a lo mismo, deberíamos saltar como si nos hubieran pinchado, y más allá de cualquier paraguas legal, pensar que hay algo aún más importante; analizar con cuidado, si además de legal, es ética esa obediencia debida, no vaya a ser que resulte ser una obediencia indebida.