'Muerte de un ciclista'

Cartas al director - Miguel Pérez Abad - Miércoles, 26 de Abril de 2017
Publicamos esta carta que pretende ser un homenaje a Pepe Alejo Pérez Tejero, el ciclista atropellado el lunes pasado, 24 de abril, y a la vez que sirva de un llamamiento a la reflexión sobre el fondo de una tragedia.

Quiero imaginar al primo “Pepalejo” iniciando la mañana del  lunes, 24 de abril con un  breve vistazo por la ventana, calibrando el día que se le presenta, si haría frío aún, qué ropa debería ponerse. Mientras termina de desayunar, va finalizando los preparativos para la salida en bicicleta: comprueba la presión de las ruedas (esos pinchazos traicioneros), las herramientas y los parches en su cajita, unas barritas energéticas por si llega un desfallecimiento, algo de fruta. Ah, y la bomba, que no se me olvide la bomba. Enfila la puerta de la calle, no sin antes palpar aprensiva y concisamente los bolsillos del maillot, que todo vaya en su sitio, que no me deje nada. El casco, las gafas, los guantes.

Mientras sale a la calle, otra fugaz ojeada a la mañana. Sí, columbra que este lunes va a ser un gran día; el sol comienza a lucir, el viento no es excesivo, la carretera está despejada, el campo está precioso. Estos pensamientos bullen en su cabeza mientras ensarta los pedales y va calentando por la carretera de Láchar, en dirección a Cijuela y Santa Fe.  Ya nota cómo se le van abriendo los alveolos pulmonares, prestos, generosos en el esfuerzo, percibe cómo el pedaleo fluye fácil, cadencioso, ágil; es natural, son muchos años de rodar por esas carreteras de Dios. Venga, a ver si logro mejorar la media. Mientras la mente le va recordando alguna gloria pretérita, se inclina por tomar el desvío hacia la Malahá. Es una pequeña tachuela hasta llegar a los baños de ese pueblo; según vaya, allí decidiré si sigo hacia Ventas y el Pantano, quizá después a Jayena hacia la carretera de la Cabra y vuelta; o tal vez corte por las carreteras de la vega, en dirección a Quéntar;  o a la Sierra; o, quién sabe,  me doy un paseo por Cacín, Turro, Moraleda y a casa. Ya veremos. Tres o cuatro horas de bici, eso sí.

La mañana es esplendorosa; las laderas siguen verdes, como corresponde a la época del año; la naturaleza es puro espectáculo. De pronto, la sombra negra le sorprende, lo atrapa, le embiste, lo golpea. Un chasquido de chapa quebrada, frenos chirriando, el ruido sordo de un cuerpo despedido y lanzado a la cuneta. La mañana se ha partido en dos; abril, el mes que promete la renovación en la vida, se torna en tragedia. Ahí se acabó todo. Alguien cuyas circunstancias no encuadran dentro de la categoría del mero accidente ha tronchado la plenitud de de una vida. A “Pepalejo” le acaban de arrebatar su único valor absoluto: la vida.

“Pepalejo” era natural de Moraleda. Allí se crió entre fatigas y penalidades, en los años de la postguerra. Fue educado en la filosofía del trabajo y de la honradez, y gracias a su colosal esfuerzo logró salir a flote en la vida. Ya había llegado a la época dorada de la jubilación, el merecido descanso, y no daba abasto – tantas cosas le quedaban por hacer (entre ellas, un nieto recién nacido al que había que disfrutar). Poseedor de un físico prodigioso, era servicial sin límite, inconmensurable en su capacidad de sacrificio, derrochador en el esfuerzo hasta el agotamiento, disponible a todas horas. Esa fue su crianza; y ese magisterio, esos valores transmitió en la vida. Y a todo ello, su especial idiosincrasia añadió un toque de humor, un salpimentado de gracia prístina y antigua, en la mejor acepción del término: entendía la vida como diversión, a todo quitaba yerro, siempre lograba introducir la nota concordante de la simpatía, las bromas suavizaban  los desencuentros.  No había reunión en que este líder del gracejo no contara, con frescura y desparpajo de andamio,  algún chiste o “sucedío” protagonizado por los lazarillos de su pueblo, los parias, los descamisados a los que sólo resta  su dignidad, y la  proclaman mediante salidas extemporáneas del mainstream. “Niño, dicen que había un hombre que vivía en las cuevas del Pico-l-Grajo, que por las noches…”. Así empezaba una de sus historietas reales sobre pícaros contemporáneos. Era una juerga el primo “Pepalejo”. Su bonhomía le traspasaba los poros de la piel; a todos nos ganaba en cuanto que abría la boca e impartía urbi et orbi su fuste de persona cabal, recta, íntegra, sólida, sin fisuras; su figura encigarronada en la boda de Merche, en diciembre pasado,  concitó más de una chanza mordaz por parte de los aviesos primos,  que él devolvía con una sonrisa ancha y vasos de vino, cerveza y güisqui  - era, en suma,  el compañero que se desea tener al lado cuando llegan las averías de la cuesta de la vida.

Como se dijo en el funeral, habrá que entablar una relación diferente con él, ahora que no está; pero seguirá presente entre todos nosotros, que somos muchos y buenos. Ahora contamos con un buen gerente en el otro lado. Muchas de las vidas que tocó con su carisma estuvimos en su despedida; Yeyes, su mujer, y sus hijos, Alejo, Merche, Vero, están sobrellevando este drama con valentía y entereza, con elegancia, así como sus hermanos. Es la estética de la buena gente, es la ética de la gente buena. Los primos y amigos lo sobrellevamos simplemente, y miramos al cielo con esperanza, la voz entrecortada, la mirada brillante,  el corazón en la garganta.

Una muerte inútil y estéril. El único consuelo que se me ocurre es que murió sin enterarse, haciendo lo que más quería: andar en bicicleta por esas rutas perdidas. Estoy seguro que continúa cabalgando su máquina, en otra dimensión.”