Todo está bajo control

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 7 de Julio de 2016
Sex Pistols.
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Sex Pistols.

"¿Alguna vez os habéis sentido estafados?", preguntó Johnny Rotten al público justo después de que acabara la primera canción de un concierto que dieron los Sex Pistols en un local de San Francisco en enero de 1978. Ese tema, una versión del No fun de los Stooges, fue el único que sonó en esa actuación. Rotten y los demás, hartos de sentirse continuamente unas marionetas, se largaron y ya nunca volvieron. Bueno, en realidad sí, pero eso se contará luego.

Se ha hablado mucho de cómo el punk, que supuestamente nació como respuesta a lo establecido, como género transgresor, iconoclasta y (literalmente) rompedor, fue en cuestión de muy poco tiempo absorbido por la corriente dominante y convertido en una simple moda más; una moda con una estética muy peculiar que hizo ricos a no pocos diseñadores y propietarios de comercios. 

Tampoco fue tan difícil, no hubo demasiada oposición. Los Sex Pistols eran el juguete de Malcolm McLaren, un tipo que no se caracterizaba precisamente por sus escrúpulos, y que ganó bastante pasta a cuenta del ‘No future’. Los Clash grabaron desde el principio con una multinacional, CBS, y los Ramones con un sello al que distribuía otra, Warner. Estos últimos, por añadidura, nunca fueron realmente superventas, pero hay quienes han sacado muy buenos cuartos gracias a su logo. Me pregunto cuántas de las miles de personas que llevan su celebérrima camiseta, disponible en grandes almacenes, han trabajado de verdad su música.

En realidad, nada de esto debería extrañarnos. Esa actitud punk primigenia, la de ser independiente a ultranza, hacer las cosas a tu manera y no admitir órdenes, jerarquías ni gaitas, fue una bandera que enarbolaron muchos inicialmente; pero salvo anarquistas irredentos como Crass, gente con principios como Fugazi (que impedían que las entradas de sus conciertos se vendieran más caras de la cuenta, todo un detallazo) y alguna que otra excepción más, eso del compromiso se le olvidó a casi todos en cuanto vieron circular billetes a su alrededor y reclamaron su parte. Algunos, de forma muy descarada: los Sex Pistols regresaron a los escenarios en 2007 con una gira a la que bautizaron, con todo el morro del mundo, “del lucro indecente”.

A poco que nos fijemos bien, veremos que todos los movimientos musicales presuntamente subversivos y revolucionarios han terminado siendo fagocitados por la industria para su propio beneficio. Mientras Elvis hacía en televisión esos movimientos de cadera que tan lascivos les parecieron a los bienpensantes, ya había expertos en ganar dinero calculando cuántos billetes podrían obtener de eso, sabiendo como sabían que la muchachada adoraba a ese cantante y compraría sus discos (y vería sus películas) sin rechistar. Elvis también ganó mucho dinero, de acuerdo. Otros muchos pioneros se pasaron años intentando, muchas veces en vano, que las discográficas les pagaran lo que realmente les correspondía por sus canciones, y no la birria que figuraba en sus leoninos contratos.

Lo mismo podría decirse del Fenómeno Beatle, una operación de marketing a gran escala que, según se dice, elevó considerablemente las exportaciones desde el Reino Unido y que tuvo repercusión en todo el mundo. En España, habrá quien se acuerde, estábamos por entonces en una dictadura, lo cual no impidió que la fama de Lennon, McCartney y compañía traspasara nuestras férreas fronteras y empezaran a surgir grupos de imitadores. Hubo una reacción inicial de susto, esa invasión podía ser peligrosa, a la gente le podía dar por pensar. Pero pronto se reaccionó y empezó a hablarse de los yeyés, un término con una connotación que algunos quisieron encontrar simpática pero que, vista con distancia, se antoja reduccionista y un punto despectiva . Cualquier joven que llevara el pelo un poco más largo que los soldados lo era. Hasta recibió ese apodo el Real Madrid que ganó la Copa de Europa de fútbol en 1966. Si eso no significa que un movimiento está normalizado, ya me dirán.

Sin salir de España, tres cuartos de lo mismo ocurrió con la Movida. Las discográficas estuvieron descolocadas un tiempo, pero en cuanto se percataron de que ahí podía haber negocio, tiraron de chequera, ficharon a lo más granado del panorama musical (que yo sepa, nadie se resistió demasiado) y de buenas a primeras España entera estaba hablando de la Movida. La consecuencia fue lógica: todo se banalizó en cuestión de minutos.

Por no mencionar el hippismo. Lo de Woodstock pilló dormidos a los vigilantes. No sospecharon que allí se congregara tantísima gente, que fueran tantos esos peludos mal aseados que se oponían a la guerra de Vietnam y estaban todo el día con la cantinela de la paz y el amor. Pero pronto despertaron, metieron las zarpas y en menos de lo que se tarda en contarlo lo domesticaron y vulgarizaron. Hoy todavía es posible ir a una fiesta de disfraces de niños y ver que muchos van “vestidos de hippies”. O de punkis, por volver al principio. Son socorridos, currarse la caracterización es bastante fácil.

Podría seguir, pero me parece que la cosa está clara. Incluso hoy, cuando la industria está de capa caída, siempre hay unos que están al frente del cotarro y no son precisamente los músicos. Los indies estos de ahora, que son tan guays, dirán que ellos sí controlan su producción, que no tienen a nadie mangoneando en lo que hacen. Pobrecillos, si a la mayoría no les da ni para pagar los recibos con lo que ganan con la autoedición y rezan para que les salgan tres bolos en verano (y que se los apoquinen) y así tomarse unas cañas. Que les venga un ejecutivo y les suelte una morterada a cambio de dos discos, veremos dónde quedan sus indie-principios. Aunque mejor que no se hagan ilusiones: los que tienen todo bajo control saben que la que vende es Adele; no están para perder el tiempo.

 
Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).