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La soledad entre la multitud

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 24 de Marzo de 2019
Detalle de 'Nighthawks' (1942) de Edward Hopper
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Detalle de 'Nighthawks' (1942) de Edward Hopper

'La soledad es para el espíritu lo que el ayuno para el cuerpo, mortal cuando excesivamente larga, aunque necesaria'. Luc de C. Vauvenargues

Vivimos en un mundo lleno de ruido, excesivo en los estímulos, saturado de rostros que nos rodean, hiriéndonos con su codicia y su afán por escalar en sus ambiciones, a cualquier precio. Rostros que tratan a otros seres humanos como mercancía, tanto, que al final, qué remedio nos queda sino encontrarnos saciados de tal banal multitud. Hasta tal punto nos encontramos rodeados de compañía intranscendente o tóxica, que la soledad se convierte en algunos momentos en la única alternativa que tenemos, si no queremos perder la poca cordura que nos queda, ante el atronador volumen de esas personas que nos gritan, nos exigen, nos acosan, con mil estupideces innecesarias que nos desquician, hasta que nos atrevemos a decir basta. O exigimos un poco de silencio, antes de volvernos sordos ante tanto estimulo no deseado u hostil, o no nos queda más remedio que exiliarnos a un lugar donde la conversación entre nuestra razón y nuestro corazón destile sinceridad, y no la impostura que nos impone tanta externa injerencia. Atosigados, la pregunta que debemos hacernos es, con nuestra pareja, en nuestro trabajo, con nuestros amigos, en cualquier actividad social o política, hasta qué punto esa multitud nos complementa y acuna, o por el contrario, nos hace sentir aún más solos o añorar la soledad, como único remedio.

O exigimos un poco de silencio, antes de volvernos sordos ante tanto estimulo no deseado u hostil, o no nos queda más remedio que exiliarnos a un lugar donde la conversación entre nuestra razón y nuestro corazón destile sinceridad, y no la impostura que nos impone tanta externa injerencia

Aristóteles creía que el hombre era un animal político, no tal y como hoy entienden algunos que han convertido la política en un oficio sin oficio, sino en su afán por diferenciarnos de otros animales, por nuestra capacidad de ser seres con moral, con hábitos compartidos en nuestro trato con los demás, que no solo nos permitan convivir, sino que nos hagan mejores personas, y ayuden a otros a serlo. El estagirita partía de una concepción no tan ingenua como la de Rousseau, sobre la bondad humana, ni tan cruel como la de Hobbes. Probablemente se hubiera espantado de la orgia egocéntrica que describe el pensador inglés en su análisis de la naturaleza humana. Aristóteles creía en la vida en sociedad, porque a pesar de considerar que una vida intelectual plena era el valor imprescindible para ser feliz, difícilmente era posible conseguirla sin una sana y plena incorporación en sociedad, sin el calor de la compañía de otros congéneres. Dos mil quinientos años después, con tantas atrocidades y brutalidades cometidas en nombre de la convivencia social, y aún estancados en matarnos los unos a los otros, y hacernos la puñeta, unos y otros, más que dedicados a la búsqueda de la felicidad, para unos y otros, no sabríamos si opinaría lo mismo, en un mundo que parece haber renunciado a la felicidad colectiva, y si la encontrase, por una de esas casualidades que se dan de vez en cuando, probablemente no la reconocería.

Otros pensadores posteriores, siendo optimistas sobre el ser humano y su capacidad para convivir en paz, como Voltaire, eran conscientes de que la más feliz de todas las vidas es una soledad atareada. El romántico poeta Lord Byron, fiel a su tormentoso carácter, defendía que es en la soledad cuando estamos menos solos

Otros pensadores posteriores, siendo optimistas sobre el ser humano y su capacidad para convivir en paz, como Voltaire, eran conscientes de que la más feliz de todas las vidas es una soledad atareada. El romántico poeta Lord Byron, fiel a su tormentoso carácter, defendía que es en la soledad cuando estamos menos solos. Otros, como Thoreau, precursor del individualismo libertario, que impregnaría con su panfletario texto Desobediencia civil  mucho del pensamiento político estadounidense del XIX, afirmaba que no encontré nunca un compañero más sociable que la soledad. Otros, como el ensayista y novelista francés Stendhal matizaban la romántica búsqueda y necesidad de la soledad, con los beneficios de la empatía social; La soledad es necesaria para gozar de nuestro propio corazón y para amar, pero para triunfar en la vida es preciso dar algo de nuestra vida al mayor número posible de gentes. Puede adquirirse todo en la soledad, excepto el carácter. En esa misma línea ambivalente, con la necesaria búsqueda de esa mezcla perfecta entre la vida en sociedad y el retiro en soledad se manifestaba el historiador inglés del XVIII Edward Gibbon, para quien la conversación enriquece la comprensión, pero la soledad es la escuela del genio.  Siempre ha habido una tensión, un desajuste entre las necesidades y sacrificios a los que aboca una vida social, con su ruido y su confusión, y ese recóndito lugar escondido en medio de tierra de nadie,  fronterizo entre los sentimientos, la imaginación y el intelecto donde se refugia el genio. Alejandro Dumas, el escritor francés, lo expresaba diciéndonos que el arte necesita o soledad o miseria o pasión. Es una flor de roca que necesita del viento áspero y del terreno duro

Otra cosa, es la soledad en la que te encuentras, abandonado por tales compañías, como si la peste hubiera infectado tu cuerpo, cuando tus aspiraciones y ambiciones se despeñan en el pedregoso camino hacia arriba, por fracaso propio, escrúpulos morales, empujones de supuestos amigos o enemigos, o un poco de todo

Séneca en su Cartas a Lucilio nos advierte de lo peligroso que es, en el camino de tu vida, dejarte acompañar por aquellos que solo se preocupan por sí mismos, por su ambición, pues el precio a pagar siempre es demasiado alto. La soledad es preferible, si quieres mantener intacta la honradez de tu juicio, antes de verte en la tesitura de imitar u odiar a quienes practican tales vicios, tan propios de la vida pública, pues ni lo uno ni lo otro, dada la cantidad de mala gente con la que te encuentras en el camino del ascenso social, son buenas ideas. Otra cosa, es la soledad en la que te encuentras, abandonado por tales compañías, como si la peste hubiera infectado tu cuerpo, cuando tus aspiraciones y ambiciones se despeñan en el pedregoso camino hacia arriba, por fracaso propio, escrúpulos morales, empujones de supuestos amigos o enemigos, o un poco de todo. Pocos serán, entre quienes te animaron a subir con ellos, pues les servías de ayuda, o eras su bastón, quienes se detengan y decidan desandar camino con tal de ofrecerte su ayuda, y no únicamente una lánguida mirada y una disculpa, mientras buscan indiferentes otras compañías que les ayuden a seguir subiendo, a cualquier precio. Montaigne, el estoico sabio del XVI, ponía el ejemplo del filósofo griego Antístenes, al que con sabiduría le reprocharon su querencia por juntarse con gente con actitudes poco edificantes, y crueles, a lo que él respondía que también los médicos, sanos, han de estar siempre junto a gente enferma. Poco convincente le parecía esta respuesta al escritor francés, pues tarde o temprano, tales compañías terminaran por afectar la salud moral, de aquel dispuesto a utilizarlas.

La solución, para Montaigne, inspirada por Sócrates, no es tan simple como huir de la multitud que nos devora, trasladándonos a otros sitios, otras compañías. Hemos de  cambiar de actitud, fortalecer nuestro carácter moral, que es lo que falla. Si únicamente cambiamos unos malos compañeros de viaje por otros, sin cambiar nosotros, estéril viaje haremos. Su salida a esta soledad entre la multitud, no es apta más que para aquellos dispuestos a abrazar el estoicismo

La solución, para Montaigne, inspirada por Sócrates, no es tan simple como huir de la multitud que nos devora, trasladándonos a otros sitios, otras compañías. Hemos de  cambiar de actitud, fortalecer nuestro carácter moral, que es lo que falla. Si únicamente cambiamos unos malos compañeros de viaje por otros, sin cambiar nosotros, estéril viaje haremos. Su salida a esta soledad entre la multitud, no es apta más que para aquellos dispuestos a abrazar el estoicismo. Es, como no podría ser de otra forma, aceptar su principal credo, abrázate a ti mismo, refúgiate en lo más profundo de tu alma, de tu corazón, confía en tu razonamiento, en tu seguridad en ti mismo, y no dejes que opiniones ajenas, por mucha proximidad que contigo tengan, te zahieran.

Siguiendo los consejos de Aristóxeno: Los jóvenes han de educarse, los hombres dedicarse a hacer el bien, y los viejos retirarse de toda actividad civil y militar, viviendo a su albedrío, sin atarse a ninguna ocupación determinada, el pensador francés cree que la clave para esa coda final de la vida, que es la vejez, es disfrutar de la soledad. Montaigne se refiere a una soledad intelectual, a dejar un espacio de libertad para quienes ya han dado mucho a la vida en común, y se puedan ocupar de quehaceres placenteros intelectualmente, y no a la soledad del exilio al que las sociedades modernas condenan a aquellos que deciden arrinconar, en lugares donde no molesten, porque ya no les consideran productivos o valiosos para la vida en sociedad. Hoy día abandonamos a nuestros mayores, y en lugar de proporcionarles libertad y espacio, para disfrutar de su merecido retiro, les olvidamos, hiriéndoles con el anonimato y el desprecio, que no tiene que ver con esa soledad que deviene de la libertad, y les obligamos a quedarse nada más que con sus recuerdos, sin ofrecerles nuevos que les den esperanza y les llenen de gozo, y eso no deja de ser una condena, el poeta Gustave Flaubert lo expresaba mejor que nadie, recordándonos que los recuerdos no pueblan nuestra soledad, la hacen más profunda.

La soledad, en tanto es buscada, y no una condena, sí es una elección y no un exilio, es imprescindible para nuestra imaginación, tan anquilosada por esa multitud banal que pulula en esas ciudades grises, donde todo aparenta estar a tu alcance, sin que te alcance realmente

La soledad, en tanto es buscada, y no una condena, sí es una elección y no un exilio, es imprescindible para nuestra imaginación, tan anquilosada por esa multitud banal que pulula en esas ciudades grises, donde todo aparenta estar a tu alcance, sin que te alcance realmente. Ciudades anónimas que te ofrecen panaceas para la sed de ocio, y que en realidad no sacian nada de la sed de tu imaginación. Ciudades que nos abruman con su nada, porque no están al servicio de las personas, sino que pretenden que las personas se encuentren al servicio de sus abstractas estructuras deshumanizadas. La vida en el siglo XXI, donde todo está conectado, excepto lo más importante, las personas. Esas pantallas, donde encontramos el placer en la aprobación ajena, donde nos esforzamos por obtener un aplauso de esas multitudinarias e imaginarias compañías, y olvidamos el solitario placer de hacer las cosas bien, conforme a aquello que es correcto, que nos llena por nosotros mismos, como recuerda MontaigneAcuérdate de aquel que, cuando le preguntaron para qué se esforzaba tanto por un arte que no podía llegar a conocimiento de nadie, respondió; Me basta con unos pocos, me basta con uno, me basta con ninguno. Es posible fracasar en soledad y en compañía, nos recuerda, pero en una y en otra, la vergüenza por ti mismo, el respeto por ti mismo, no depende de otras compañías, depende en primer lugar y principalmente de que sientas hacer lo correcto. Sin aprender esa lección, siempre andarás solo en medio de tanta multitud, porque la clave de la serenidad se encuentra en contentarte contigo mismo, no pedir prestado a nadie que no seas tú, detener y aposentar tu alma en pensamientos definidos y limitados en los que ella pueda complacerse, y habiendo entendido cuáles son los verdaderos bienes, que se gozan a medida que se entienden, contentarse con ellos, sin deseo de prolongar la vida ni la fama. No hay mejor compañía que uno mismo, imprescindible para apreciar la compañía ajena, desterrar las toxicas y apreciar las pocas que realmente importan, y eso sucede tan solo si somos capaces de encontrarnos en paz con nosotros mismos, tarea hercúlea, ciertamente.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”