'La sociedad de las prisas'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 14 de Marzo de 2021
Gente en la calle Mesones.
M.R.
Gente en la calle Mesones.
'La aparición de las máquinas de fabricar tiempo virtual (teléfono, radio, televisión, pantallas de video) dio muerte a aquel tiempo cósmico, y produjo un tiempo muerto, el de nuestros tiempos nihilistas'. Michel Onfray, Cosmos.

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Vísteme despacio que tengo prisa'. Refrán popular

Existe un tiempo de la naturaleza, de ciclos naturales, de estaciones, de ritmos de la vida, que es un tiempo compartido entre el cosmos y el ser humano, así ha sido durante cientos de miles de años. Nuestra herencia genética, nuestra herencia cultural profundamente anclada en nuestro cerebro, se ha amoldado a tales tiempos, se ha construido basándose en esos ritmos apropiados a un tiempo cósmico, del cual nuestra especie tan solo ha formado parte una ínfima fracción de su duración. El tiempo cósmico, natural, se está quebrando en nuestras percepciones a favor de tiempos artificiales, con consecuencias de las que apenas conocemos los síntomas. Ni siquiera podemos prever todavía las enfermedades que nos causará tan brutal giro en el ritmo de nuestra vida. El pausado y humanizado tiempo de los pueblos se ha ido disolviendo poco a poco, acelerándose en los últimos siglos y décadas, hasta llegar al vértigo deshumanizado de las urbes del siglo XXI, diseñadas no para convivir, ni para vivir, solo para sobrevivir. Se trata de maximizar y rentabilizar el tiempo del trabajo. Todo se convierte en un tiempo mecánico, donde no hay pausa, más que las regladas para que rindas más. Incluso el entretenimiento, el ocio, se ha vuelto vertiginoso, queremos todo rápido, todo ya, e importa la cantidad no la calidad. Porqué ver una ciudad en una semana, disfrutar de su cultura, su historia y sus gentes, descubriendo pausadamente esos lugares encantados ocultos al turismo de masas, cuando podemos ver cinco o diez ciudades en ese tiempo, y con ello aparentar estar en muchos lugares. Lugares que no dejan huella, convertidos en otro tránsito más, solo útiles para fingir haber estado allí. Importan las instantáneas subidas a Instagram de esos lugares que no dejan huella, porque no nos importan más que como marco a nuestros egocéntricos selfies. Imágenes que parodian emociones que han dejado de ser reales.

Granada, más que un destino para poner pausa en nuestras vidas, se ha convertido en un lugar más de tránsito donde hacerse instantáneas, vacías de cualquier contexto que las llene de sabor.  La leyenda de una ciudad viva, diversa, llena de sorpresas para el visitante, se está convirtiendo, gris cemento a gris cemento, en una ciudad monolítica

Nuestras urbes del siglo XXI, su decadencia como espacios habitables, con todo el peso semántico del término, es un hecho. Se comprimen los espacios de ocio, se agrupan los barrios dormitorios, se marginan las áreas de recreo, se aceleran las vías móviles de comunicación. Todo con un objetivo común, servir a nuestra sociedad de las prisas. Pensemos en qué hemos convertido a Granada. Una ciudad idílica para disfrutar de los tiempos pausados que valoran la vida; su cultura, gastronomía, historia, leyendas. Todo ello se pierde al ritmo que los nuevos Starbucks o Burguers del ocio venden sus cafés y hamburguesas para llevar, y se expanden colonizando nuestros barrios al servicio de la uniformidad. Granada, más que un destino para poner pausa en nuestras vidas, se ha convertido en un lugar más de transito donde hacerse instantáneas, vacías de cualquier contexto que las llene de sabor.  La leyenda de una ciudad viva, diversa, llena de sorpresas para el visitante, se está convirtiendo, gris cemento a gris cemento, en una ciudad monolítica. Toda su riqueza, todo su heterogéneo legado, consumiéndose al ritmo de las prisas de aquellos que nos visitan. Mientras, aquellos afortunados de vivir aquí, estamos tan cegados por las prisas en ir de un sitio a otro, a cualquier precio, que hemos olvidado lo que la ciudad nos podría ofrecer, si habitáramos en ella, no solo durmiéramos, trabajáramos, o consumiésemos desbocadamente.    

No es de extrañar ese deseo, probablemente anecdótico, de vuelta a los pueblos, a aquellos lugares donde el espacio, aún, se adecua a las pausas de los tiempos naturales de la vida

Hay que maximizar el tiempo para rendir mejor. Importa la velocidad del tránsito, el paisaje que cruzamos es anecdótico, de un edificio de grises a otro edificio de grises. No hay espacios para compartir que no estén dominados por el consumo masivo. No hay tiempo para la reflexión, no hay tiempo para el goce que no se encuentre corrupto por la banalidad del momento. No hay mejor ejemplo que la subyugación del tiempo del paseo al tiempo del running. El tiempo de disfrutar de la naturaleza, de la arquitectura, de la compañía silenciosa de tus contemporáneos, al tiempo del vértigo, de correr por las aceras. El transeúnte ha capitulado, se menosprecia el valor del tránsito. Solo importa llegar de un punto a útil a un punto b útil. Todo lo que hay en medio es un inútil obstáculo. El tiempo mecánico nos ha vampirizado de tal manera que se ha convertido en una moneda falsa, tan voluble como el Bitcoin. Nuestro tiempo cotiza en una bolsa de valores que no controlamos. Suben, bajan, ajustan el valor del tiempo que antaño nos pertenecía, a su antojo. Cómo no íbamos a sufrir angustia cuando todo ello quedó en suspenso en el tiempo de la pandemia, que es un malévolo tiempo natural que ha destruido el tiempo de las ciudades. No es de extrañar ese deseo, probablemente anecdótico, de vuelta a los pueblos, a aquellos lugares donde el espacio, aún, se adecua a las pausas de los tiempos naturales de la vida.

Tenemos prisa por volver a nuestra apresurada vida, sin pensar en las consecuencias, ni tampoco reflexionar, gracias a la vicisitud del tiempo pandémico, en aquello que hacíamos mal, en lo absurdo de tratar el tiempo en términos de rentabilidad, en lugar de vislumbrarlo como lo que es: el invaluable valor de nuestras experiencias, en soledad o compartidas

La pandemia es un desastre natural que no admite prisas, no podemos hacerla desaparecer chasqueando los dedos, como estamos acostumbrados con todo aquello que nos incomoda. Ha alterado el tiempo del trabajo, el tiempo del ocio, el tiempo del hogar, el tiempo de la crianza de los hijos, el tiempo del amor y del desamor. Ha quebrado la banal oda que cada día cantábamos al amanecer de un tiempo estructurado, convirtiéndolo en una elegía del tiempo desaprovechado, al ser inútil. Primer error, no hay tiempo útil o inútil, hay tiempo vivido o tiempo muerto, y uno u otro no dependen de la utilidad de un tiempo cotizado en bolsa y al servicio de las prisas. Ola tras ola de pandemia se confirma que no hay peor enemigo para combatir la debacle del coronavirus que la prisa, que apresurarse hacia ese tiempo que tan nostálgicamente hemos denominado normalidad. Tenemos prisa por volver a nuestra apresurada vida, sin pensar en las consecuencias, ni tampoco reflexionar, gracias a la vicisitud del tiempo pandémico, en aquello que hacíamos mal, en lo absurdo de tratar el tiempo en términos de rentabilidad, en lugar de vislumbrarlo como lo que es: el invaluable valor de nuestras experiencias, en soledad o compartidas.  Al ver el sacrificio de tantas personas, decíamos que la pandemia nos cambiaría, nos convertiría en seres humanos con empatía. Nos serviría para apreciar aquello que tiene valor, no precio. Incluido  poder compartir un tiempo que no estuviera destinado al consumo banal y vertiginoso en el que hemos convertido el tiempo destinado al goce. Lo que vislumbramos un año después es todo lo contrario. No solo no saldremos más solidarios, o mejor personas, sino que la locura del vértigo temporal se acelerará aún más, consumiendo nuestros tiempos de manera tan voraz, que anestesiará nuestros sentidos más aún, en lugar de expandir sus sabores. Saborear el tiempo es antagónico a la prisa. Lo es en el amor, lo es en la amistad, lo es en la familia, debería serlo en el trabajo,  en la educación, en la crianza de los hijos, en el goce, en todo aquello que aporta un poco de sentido a la frágil existencia.

Creamos nuevos espacios de (des)encuentro, donde la impostura, el disfraz, es lo común. Consecuencia natural de la desnaturalizada prisa de las pantallas

El siglo XIX alentó un cambio drástico en esos ritmos de la naturaleza con la industrialización. El ser humano comenzó una deriva drástica, hiperventilada con la revolución tecnológica de las pantallas de las últimas décadas, que aceleró hasta tal punto los cambios en nuestra forma de vida, en nuestra mentalidad, que nos estamos convirtiendo en torpes prisioneros de espejos deformados (esas pantallas) que nos alejan de lo real, desvirtuando y cambiando nuestra percepción del mundo que nos rodea, y de aquellos que lo habitan con nosotros. Creamos nuevos espacios de (des)encuentro, donde la impostura, el disfraz, es lo común. Consecuencia natural de la desnaturalizada prisa de las pantallas. La arrogancia de lo presuntamente urgente se ha impuesto a la profundidad y la lentitud, la pausa, que requiere adquirir conocimientos. Cómo no íbamos a vernos desconcertados por la inundación de falsedades si hemos eliminados cualquier filtro crítico con tal de acceder con inmediatez a cualquier producto que demandamos, desde la información política a la búsqueda de parejas.

Hemos transformado nuestra vida en un batiburrillo de momentos vividos a toda prisa. Hasta tal punto, que la búsqueda del amor, que siempre ha requerido del tiempo del cortejo,  que no es sino aprender a conocerse, a darnos ocasión y pausa para aprender afectos y desafectos, placeres compartidos, se ha convertido en un tiempo de voracidad, similar al de Netflix con las series

Hemos transformado nuestra vida en un batiburrillo de momentos vividos a toda prisa. Hasta tal punto, que la búsqueda del amor, que siempre ha requerido del tiempo del cortejo,  que no es sino aprender a conocerse, a darnos ocasión y pausa para aprender afectos y desafectos, placeres compartidos, se ha convertido en un tiempo de voracidad, similar al de Netflix con las series. Todo ha de venir ya, en cantidad y a la vez. Es sintomático el enfado que vemos en usuarios de las series cuando no te vierten todo el contenido, todos los capítulos a la vez, para esos atracones de estímulos que ver una serie en uno o dos días nos ofrece. Esa urgencia, esas prisas, esos enfados, por no poder acceder a todo el contenido, que vemos con estupefacción cuando nos ofrecen una serie semanalmente, y no todo de repente, lo hemos traslado a otros ámbitos de la vida, que deberían ser ajenos por completo a las prisas, por su propia salud. Sea el amor, la amistad, la familia, o el ocio. Por no hablar de la comida. Nos hemos olvidado que los tiempos de la alimentación son algo más que el mero tiempo de suministrarnos gasolina para poder correr más deprisa el resto del día. Las comidas deberían ser parte del tiempo de la reflexión, en soledad o compartida. Tiempos de esparcimiento. La lentitud gastronómica, sea en la elaboración de nuestro sustento, sea en su disfrute, debería ser una ley de nuestra vida. La comida rápida, el mordisco apresurado de alimentos con sabor a plástico se ha expandido inmisericordemente por tantos ámbitos, que el único reposo que encontramos, el único tiempo de respiro, de pausa, es cuando caemos como zombis en nuestras camas al languidecer el día.

El arte, la belleza, el amor, la amistad, la conversación, los afectos, la compasión, la simpatía, todo aquello que merece la pena, que nos proporciona sentido, que da valor a lo que no tiene precio en nuestras vidas, son semillas que necesitan de los ritmos de un tiempo natural para germinar

El arte, la belleza, el amor, la amistad, la conversación, los afectos, la compasión, la simpatía, todo aquello que merece la pena, que nos proporciona sentido, que da valor a lo que no tiene precio en nuestras vidas, son semillas que necesitan de los ritmos de un tiempo natural para germinar. Los tiempos mecánicos las corrompen. La vida, sus experiencias, necesitan ser masticadas, saboreadas, no engullidas a toda prisa. Pero ahí estamos, corriendo al ridículo tiempo del nuevo running de moda, del amanecer al anochecer tan deprisa como podemos. Quizá sea por el miedo que tenemos a pensar qué estamos haciendo con nuestra vida, o  quizá simplemente nos hemos convertido en meros engranajes más de ese tiempo mecánico que nos cronometra hasta la respiración, y nos ha convertido en la lamentable sociedad de las prisas.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”