Su mirada entreabierta vomita numerosos interrogantes, al tiempo que ilumina uno de esos rostros cincelados por el escopro de la dignidad que alumbra la universidad de la calle, de cuya adversidad se protege con un celeste gorro de lana engalanado con una coqueta flor rosácea que le imprime un sello muy personal a su identidad. Al igual que la protagonista de la canción de “Café Quijano”, se llama Lola. Sus sesenta y cinco años multiplican la edad real en muchos más. Es una de las hijas de la calle, convertida en una silueta más del mobiliario urbano, a la que los demás ignoran y no la ven, invisibilidad que, en su opinión, es lo más duro que puede ocurrirle a cualquier ser que habita a la intemperie porque pertenece a esa vergonzosa y cruda estadística de las más de treinta mil personas que, según las estimaciones de algunas organizaciones no gubernamentales, viven en nuestro país sin hogar porque carecen de los bienes más básicos.
Más de quince años con sus correspondientes noches y madrugadas al amparo del techo de un cajero automático enseña a no poder comprender a quienes viven secuestrados por el consumismo y el individualismo, sin reparar que junto a sus pies de usuario de esas máquinas que escupen billete
Más de quince años con sus correspondientes noches y madrugadas al amparo del techo de un cajero automático enseña a no poder comprender a quienes viven secuestrados por el consumismo y el individualismo, sin reparar que junto a sus pies de usuario de esas máquinas que escupen billetes –cuando los hay- habitan en duermevela las víctimas del sistema, los desvalidos de las noches de miedo y temor ante las imprevistas reacciones y comportamientos que su presencia despierta en los vividores nocturnos, esos que acuden a altas horas a sacar brillo a sus tarjetas bancarias y ante la negativa de las máquinas a desembolsar más billetes por agotamiento, la emprenden a patadas y puñetazos contra el dispositivo que el sistema capitalista ha dispuesto para dispensar euros bajo las estrellas.
Lola ha pasado por tantas situaciones de inseguridad, de pánico y de miedo por sentirse “vendida” entre la jauría nocturna, que los fantasmas del abuso, de los apaleamientos y quema de indigentes , la acompañan cada día cuando el neón se adueña del asfalto, pero sabe que, como otros muchos de miles como ella, no tiene otra salida que dejarse adoptar por el cobertizo más seguro y cercano a su “residencia” urbanita. El sinhogarismo de Lola, la situación de abandono y despreocupación que desde hace más de tres lustros le acompañan, sin que ningún semejante y nadie de las diferentes administraciones se haya interesado por su vida, le ha llevado a apearse de este sistema capitalista que devora a la sociedad, cuyos integrantes viven por encima de sus posibilidades. Lola se ha cansado de todo, no tiene el más mínimo atisbo de esperanza y se ha rendido porque la vida ya no es sino un esperpento, una farsa sustentada por las marionetas del Poder. Lola está adscrita a la desvergonzada realidad de los ocho millones de españoles en situación de pobreza, un estado que las sucesivas y recientes administraciones, sobre todo las ostentadas por la derecha, no sólo no lo han eliminado, sino que lo han acrecentado porque, presas del cinismo político al uso, les interesa que haya pobres para justificar su falsa caridad.
Esa pobreza ante la que los poderes económicos y políticos se han tapado los ojos merced a una ceguera voluntaria porque es más fácil gobernar de espaldas a la demanda social que redistribuir la riqueza y crear una sociedad más justa, más libre e igualitaria
De los flamantes 47 millones de ciudadanos españoles que ya estamos, ocho son pobres, y la incertidumbre se cierne sobre su futuro, salvo que los integrantes del nuevo Ejecutivo –al que después de más de ochenta años se incorporan camaradas comunistas- respondan realmente a la sensibilidad que, dicen, tienen por las clases más vulnerables y desfavorecidas. Ahora ha llegado su turno y tienen una oportunidad única para acabar con la miseria, la marginalidad y la pobreza que se expande por el suelo hispano. Esa pobreza ante la que los poderes económicos y políticos se han tapado los ojos merced a una ceguera voluntaria porque es más fácil gobernar de espaldas a la demanda social que redistribuir la riqueza y crear una sociedad más justa, más libre e igualitaria. El tiempo hablará y ojalá que más pronto que tarde la actuación de los nuevos gobernantes comience a vislumbrarse en nuestras calles para desterrar el peligro acechante de la ultraderecha. Ojalá que nuestras ciudades queden huérfanas de Lolas y el mobiliario urbano no cuente con siluetas como las suyas, las siluetas de la pobreza.
Ese techo universal bajo el que viven en nuestro país más de treinta mil seres humanos, según las estimaciones de las organizaciones humanitarias, como Hogar sí, aunque seguro que los números reales son mucho más elevados.