'Si Einstein tiene razón olvídate del libre albedrío'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 10 de Octubre de 2021
(Lo que la física y la biología tienen que decir acerca de la libertad)
Albert Einstein.
Indegranada
Albert Einstein.
'Libre albedrío: sinónimo de libertad, entendida como el poder en virtud del cual el ser humano es capaz de elegir'. Jacqueline Russ

¿Somos realmente libres los seres humanos o nuestra vida ya está decidida de antemano hagamos lo que hagamos? Durante milenios la filosofía, bajo diferentes perspectivas y metafísicas nomenclaturas, se ha planteado esta cuestión. Cuestión que también ha sobrevolado arduos y beligerantes debates religiosos: ¿hasta qué punto tiene sentido plantearse la libre voluntad del ser humano, pecar o no pecar, salvarse o no, si un Dios todopoderoso ya conoce cuál es el resultado de nuestras elecciones? Diferentes artimañas y planteamientos,  más o menos retóricos, más o menos metafísicos, se sucedieron con el nacimiento de la filosofía natural, origen de la física, y el nacimiento de la ciencia moderna, tratando de dar respuesta a la cuestión de hasta qué punto éramos libres en un universo mecanicista. Un universo mecanicista donde el conocimiento de cada causa produciría el conocimiento de cada efecto. Algo, volvemos de nuevo a la religión, que pareciera solo está al alcance de un Dios omnipotente. El papel de un Dios que lo supiera todo en dicho universo mecanicista, donde todo está ya decidido, y qué sentido (o ausencia del mismo)  tendría, ya es otra cuestión.

 ¿Y si fuéramos protagonistas de una vida que cualquier especie con capacidad de trascender las limitaciones de nuestra percepción del tiempo pudiera ver como si estuviera grabada en un DVD, con botones para adelantar o atrasar el metraje, pero sin capacidad para editar ni cambiar ninguna escena?

El nacimiento de la física relativista y la física cuántica en el siglo XX volvió a despertar el interés sobre estas cuestiones, con planteamientos acerca de la cuarta dimensión, el tiempo, que a pesar de estar basados en las teorías de la relatividad y la teoría cuántica, con sus respectivas fórmulas matemáticas, y no en especulaciones filosóficas, proyectaban preguntas que sonaban sorprendentemente parecidas a las de los filósofos de antaño a los que desvelaba esta cuestión. ¿Y si fuéramos protagonistas de una vida que cualquier especie con capacidad de trascender las limitaciones de nuestra percepción del tiempo pudiera ver como si estuviera grabada en un DVD, con botones para adelantar o atrasar el metraje, pero sin capacidad para editar ni cambiar ninguna escena? ¿Y si Nietzsche tuviera razón en su intuición del eterno retorno? y  por tanto, todos nuestros momentos estuvieran condenados a repetirse eternamente en un ciclo sin fin, o al menos hasta que el universo colapse, que viene a ser lo mismo.

Nuestro cerebro, y sus limitaciones, hacen que experimentemos la dimensión del tiempo como si el pasado ya hubiera existido, y el futuro aún estuviera por decidir, pero en las ecuaciones de la física no sucede lo mismo. Para la teoría de la relatividad de Einstein vivimos en un universo en el que el pasado, presente y futuro son igualmente reales, coexisten por así decirlo. Mientras las matemáticas relativistas insisten en esta idea, nuestro cerebro la repudia; pues solo comprende el tiempo en una dirección, de atrás hacia adelante. De ahí, que para una importante parte de la física, el tiempo tal y como lo percibimos solo sea una ilusión mental. Nos obsesionamos, desde los albores de la humanidad, por medir ese tiempo que no existe tal y como creíamos, de la manera más precisa posible, y probablemente se deba a que ese computador químico que tenemos por director de nuestras acciones, el cerebro, vive el tiempo subjetivamente. El cerebro acelera o disminuye su experiencia en base a las emociones que sentimos, a las sustancias químicas que éstas segregan. Un segundo de reloj puede parecernos eterno, una hora de reloj puede irse en un suspiro, esa es la extraordinaria ductilidad de nuestra computadora química.

Se cuenta la anécdota de cómo tras la muerte de un amigo escribió a su mujer diciéndole que su amigo seguía existiendo, pues si pudiéramos trascender a las limitaciones de nuestra manera de percibirlo, seriamos capaces de ver toda nuestra vida extendida ante nosotros

La clave para entender el tiempo en la teoría de la relatividad se encuentra en que, a medida que te acercas a la velocidad de la luz, el tiempo transcurre más lentamente. Hasta el punto  de que se detendría si la alcanzase. La experiencia del  tiempo, por tanto, depende de la velocidad a la que viaje el observador. La química de nuestro cerebro es incapaz de experimentar el espacio y el tiempo como si su naturaleza fuera la misma, pero eso es lo que nos dice la teoría de la relatividad. A medida que nos movemos más rápido por el espacio, el tiempo se mueve más lento. Ambas dimensiones se compensan. Para Einstein todo el tiempo y el espacio fueron creados en su totalidad en el Big Bang, de ahí que pasado, presente y futuro ya estuvieran ahí desde el momento en que el universo nació. Se cuenta la anécdota de cómo tras la muerte de un amigo escribió a su mujer diciéndole que su amigo seguía existiendo, pues si pudiéramos trascender a las limitaciones de nuestra manera de percibirlo, seriamos capaces de ver toda nuestra vida extendida ante nosotros, como si fueran diapositivas esparcidas al azar en una mesa. Pero nuestra máquina de diapositivas, nuestro cerebro, solo nos permite verlas en el orden predeterminado. Para el científico alemán, ya estás muerto, pero aún no has nacido, esa es la paradoja del tiempo creado en el Big Bang. Nuestro cerebro nos dice que solo el presente es real, es lo único que experimentamos, pero la ciencia relativista nos dice que el pasado y el futuro tienen tanta realidad como el presente. Son igualmente reales ya, en este preciso momento. Con esta clave podemos comprender la dificultad del problema del libre albedrio a la luz de la física relativista, cuando todo lo que sucedió está sucediendo,  todo lo que sucederá ya sucede.

El debate se trasladó de la filosofía a la física, pero su esencia, el problema del sentido o sinsentido de nuestra existencia, sigue siendo el mismo, esté todo decidido o no: la interminable búsqueda de sentido de cada instante, sea perteneciente al pasado, presente o futuro

Einstein era, pues, claramente determinista; lo que voy a comer dentro de diez años, ya está decidido, de la misma manera en la que lo está lo que comí ayer. La controversia, que tanto molestó a Einstein en su momento, fue cuando la física cuántica vino a contradecir su famoso “Dios no juega a los dados con el universo”, su metafórica manera de defender el determinismo de su teoría, ya que Heisenberg, en base a la física cuántica vino a decir: sí, de hecho Dios, o el universo, juega a los dados. La incertidumbre existe, está arraigada en la misma naturaleza de la materia. No hay tal determinismo, pues un electrón coexiste simultáneamente en todos los lugares, y solo al observarlo adquiere una presencia determinada. Y en cierto sentido, esto afecta al debate del libre albedrío, pues nadie puede determinar tu futuro en base a tu pasado, dada la indeterminada naturaleza de la realidad que establece la física cuántica. La indeterminación, la incertidumbre cuántica, vino a reavivar el debate entre el determinismo y el libre albedrio. El debate se trasladó de la filosofía a la física, pero su esencia, el problema del sentido o sinsentido de nuestra existencia, sigue siendo el mismo, esté todo decidido o no: la interminable búsqueda de sentido de cada instante, sea perteneciente al pasado, presente o futuro, o sean probabilidades indeterminadas cuya existencia depende de quién sabe qué.

Lo que uno cree que sucede en nuestra mente y los motivos supuestos que nos han llevado a actuar de determinada manera, la introspección, es engañosa cuando no irrelevante. No tenemos acceso a quién está realmente al mando. No es, desde luego, plenamente, la parte consciente de nuestro cerebro

Por si fuera poco con las dudas que añadió la física a los exasperantes debates de la filosofía y la religión, la biología también tiene algo que decir sobre el determinismo y el libre albedrio. La neurociencia que  investiga cómo funciona nuestro cerebro ha tratado de darnos  una explicación acerca de dónde reside la toma de decisiones que conforman nuestra conducta. Sabemos que nuestra genética predetermina una parte importante de nuestro comportamiento, aunque la cultura y la educación juegan a su vez un papel. Aún se debate en la comunidad científica qué porcentaje depende de la una o de las otras. Lo esencial es que algo sucede en nuestro cerebro, en ese entrelazamiento químico de las neuronas, donde se juega que nuestra vida vaya en una dirección o en otra. Muchas decisiones sabemos, o eso nos dice la neurociencia,  son tomadas por el subconsciente, mientras otra parte de nuestro cerebro se dedica a encontrar una justificación para las mismas, a posteriori. Gran parte de la actividad consciente de nuestro cerebro trata de justificar decisiones que una parte no consciente del mismo ya ha tomado. Hay alguien al volante, pero quién sea ese alguien no es tan fácil de discernir. Lo que uno cree que sucede en nuestra mente y los motivos supuestos que nos han llevado a actuar de determinada manera, la introspección, es engañosa cuando no irrelevante. No tenemos acceso a quién está realmente al mando. No es, desde luego, plenamente, la parte consciente de nuestro cerebro.

Nuestras creencias, visión de la realidad, opiniones, etc., se fraguan en un oscuro rincón de nuestro cerebro al que no tenemos libre acceso, de ahí que en aras a la coherencia, nuestra parte consciente dedique parte de su capacidad de procesamiento a justificarlas. Y si en esa interpretación consciente se pierde parte de la información que subyace en el subconsciente, o es alterada, en aras a la coherencia buscada, bueno, es el precio a pagar, así funciona nuestro cerebro. ¿En qué afecta esto al libre albedrio? Desde el punto de vista  ético, en la medida en que formamos parte de una comunidad, somos responsables porque todo lo que hacemos tiene consecuencias, pero eso no implica que seamos plenamente conscientes de porqué actuamos. Y eso debería hacer que fuéramos un poco más escépticos y cuidadosos con nuestras propias creencias, y un poco más abiertos a las creencias ajenas.

El debate entre determinismo y libre albedrio lleva a más preguntas que respuestas, pero mientras sigamos buscándolas, seguiremos tratando de responder  a la más importante de las preguntas: ¿Qué sentido tiene la vida? , y hacernos esa pregunta nos proporciona ya de por sí un significado por el cual vivir, independientemente de cuál sea la respuesta, o  de hasta qué punto somos libres o conscientes de las decisiones que conforman esa libertad.

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”