El sexo como problema filosófico

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 29 de Octubre de 2017
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'El sexo con amor es lo mejor de todo, pero el sexo sin amor es lo segundo mejor inmediatamente después de eso'. Woody Allen

¿Por qué considerar el sexo un problema filosófico? Porque los seres humanos en su eterna búsqueda de la ofuscación han convertido el disfrute del sexo en algo complejo, cuando debería ser algo sencillo, y han simplificado su papel en nuestras vidas, cuando deberían haber aprendido a conjugar toda su complejidad. Todo se vuelve serio, todo es vergüenza, todo es ocultación, cuando hablamos de sexo. Y así, entre prohibición y ocultación, en lugar de aceptarlo como una de las formas más naturales de compartir respiración, de compartir nuestra piel, nuestros sentidos, con otros seres humanos, de disfrutar de una felicidad conjugada al unísono, se manifiesta como instrumento de dominio, ya sea al condenarlo como pecado, ya sea al ocultar a la sociedad biempensante su faceta placentera, cuando todo sería mejor, si aprendiéramos a introducir un poco de humor en su ejercicio, un poco de ligereza en su desempeño, y comprender, que tomárselo en serio no implica convertirlo en el arma perfecta de destrucción masiva del aburrimiento y la vergüenza, Y dado que la filosofía tiene encomendada entre sus tareas, y no la menor, indagar en las fuentes de la estupidez humana, allá vamos con ello.

¿Por qué considerar el sexo un problema filosófico? Porque los seres humanos en su eterna búsqueda de la ofuscación han convertido el disfrute del sexo en algo complejo, cuando debería ser algo sencillo, y han simplificado su papel en nuestras vidas, cuando deberían haber aprendido a conjugar toda su complejidad

Comencemos por algo que todos sabemos y aun así permitimos que siga contaminando nuestras sociedades; las religiones absolutistas y sus profetas terrenales convirtieron uno de las pocos placeres con los que venimos de fábrica, en una carga; el sexo como pecado, el sexo como dominio. Durante milenios utilizado para ejercer el dominio del patriarcado sobre la mujer, convirtiéndola en mero instrumento de la satisfacción masculina. Con la monogamia como bandera, evidentemente, únicamente contaba la prohibición en su aplicación real para las mujeres. Ya denunciaba Plutarco hace dos mil años que “hay maridos tan injustos que exigen de sus mujeres una fidelidad que ellos mismo violan, se parecen a generales que huyen cobardemente del enemigo, quienes sin embargo quieren que sus soldados sostengan el puesto con valor”. También encadenando su uso con tantas prohibiciones y tantas reglas sin sentido, con tantos prejuicios, que es un milagro que la mayoría de la humanidad no se haya extinguido deprimida por tanto abuso de lo que debería ser un canto a la libertad individual en su ejercicio, decidido por cada uno según sus propios gustos e intereses.

Es incomprensible que hoy día entre los más jóvenes de nuestra sociedad siga anclada la idea de que tener una pareja es síntoma de poseerla, de adquirir derechos sobre ella, especialmente en el caso de la mujer. Milenios, que no ya siglos, de sometimiento y yugo siguen pesando en nuestra cultura y nuestra educación. No hay peor síntoma de que esa mezcla de sexo con afecto que llamamos amor va por mal camino, que someter el deseo a la perversión de los celos. Nunca, en ningún caso adquieres ningún derecho sobre la otra persona, por mucho amor o afecto que se haya compartido. Ni eres nadie para decidir cómo ha de vivir su vida, o como ha de experimentar el deseo, propio o ajeno. Nadie duda que ese terrorismo que masacra a mujeres indiscriminadamente en sociedades libres como la nuestra, o que las encarcela y somete a eterna sumisión en otras no tan libres, encuentra ahí su principal imán.

No hay peor síntoma de que esa mezcla de sexo con afecto que llamamos amor va por mal camino, que someter el deseo a la perversión de los celos. Nunca, en ningún caso adquieres ningún derecho sobre la otra persona, por mucho amor o afecto que se haya compartido

El sexo en lugar de ser liberador, al igual que el amor, se convierte en una prisión. No exploraremos en este texto la interrelación entre uno y otro, pero existir existe, como proclamaba Arthur Schopenhauer; El amor por etéreas e ideales que sean sus apariencias, tiene su raíz en el instinto sexual. La envidia en el sexo, conjugado con o sin amor, es otro de los peores síntomas de la estupidez humana, que  se ancla como un arpón en la carne de nuestras pasiones. Pasiones que en lugar de ser un acicate para vivir en un mundo donde disfrutáramos de mil maneras diferentes de sentir una caricia en piel ajena, se convierten en virus que justifican cualquier comportamiento enfermo que trata de ultrajar al otro, normalmente a la otra. Exasperación del deseo que en palabras de Cioran se convierte en un querer que significa mantenerse a todo precio en un estado de exasperación y de fiebre. El delirio sustituye a la lucidez, pero porqué hemos de dotar al sexo con amor, o sin amor, de esa gravedad. Dejemos que el delirio ocupe su lugar en esos instantes eternos de búsqueda de una gracia terrenal , atropellados o seguros en su desempeño, qué más da, y luego al volver de ese delirio, démonos cuenta, con total lucidez, como decía el filósofo rumano, que la dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba. Esa baba  que nos deja una sonrisa idílica en nuestros labios ha de sobrevivir al delirio, buscar la lucidez del respeto al cuerpo del otro. Cuando negamos la libertad a otros cuerpos, en realidad no lo hacemos por amar al otro, lo hacemos por amor propio, una de las peores maneras de declinar ese verbo. Como la incomprensible santificación de la castidad, decía Remy de Gourmont, periodista francés del XIX; de todas las aberraciones sexuales, la más singular tal vez sea la castidad.

El sexo es un juego vivo, y como tal, las reglas en su desempeño cambian y evolucionan, pero siempre han de mantener una regla que determine a las otras, la libertad inalienable de continuar el juego o dejarlo cuando uno quiera y de la manera que quiera. El sexo, como el amor, o la amistad, no tratan sobre complementar a una persona con la otra y unificar en un platónico y absurdo ideal la unión perfecta de seres imperfectos. Lo maravilloso de esos afectos, de esos juegos, de esas maneras de explorar las interacciones entre diferentes latidos es que no se trata de buscar la unidad perfecta, sino de coordinar la imperfecta e inacabable búsqueda de la coordinación de esos diferentes latidos. Irregulares por naturaleza, imperfectos por naturaleza, pero hechos carne, no ideal. Y esa carne es la que importa. Somos carne, no espíritu, y como tales seres finitos, con infinitas imperfecciones. Un error común es pretender que el otro nos completa, eso es absurdo. Nadie ha de complementar a nadie porque eso siempre implica, buscada o no, la subordinación de uno a otro. 

Un error común es pretender que el otro nos completa, eso es absurdo. Nadie ha de complementar a nadie porque eso siempre implica, buscada o no, la subordinación de uno a otro

La seducción es el hilo conductor del sexo; y como siempre, los seres humanos tendemos a malinterpretar un concepto tan hermoso y dotarlo de la peor patina del dominio sobre el otro. La seducción ha de ser sutil, acariciar cuando debe, sugerir donde los sentidos se encuentran, suspirar y herir el silencio con el agridulce canto de unos labios,  buscando siempre complicidades, humor y aventura compartidos, hasta que uno diga basta, y se canse del juego o decida dejarlo en ejercicio de su inalienable derecho. No se trata de seducir para poseer, sino de desposeerse de uno mismo seduciendo. Algo bien distinto. El respeto a los tiempos y las reglas que el otro acepta en ese juego de la seducción, aprender sus límites, exigirse mutuamente libertad para continuar o cejar, explorar juntos caminos inexplorados o harto hollados es algo maravilloso, que no debería caer nunca en el abismo de la mutua incomprensión.

El sexo no es ilusión, es un hermoso ejercicio de desfascinación. Mitificamos al otro, en otro necio, pero comprensible, error humano. Cómo si tuviéramos que aprobar un examen, en lugar de disfrutar de un juego. El sexo es por definición equívoco, lleno de errores que se convierten en aciertos, y aciertos que devienen en errores, lleno de dudas, titubeos, que deben tomarse como lo que son, avances y retiradas, un divertido aprendizaje, un juego en eterna evolución, nada que deba cumplir ningún estúpido estándar impuesto por la impostura de aquellos que han sacralizado su ejercicio, por interés propio o por estupidez ajena. Un juego donde la ligereza y sabiduría de la ironía, conocedora de los limites propios y las dudas propias y ajenas, tome protagonismo, junto al humor, en lugar del aburrimiento y la seriedad de cumplir con un mero ejercicio que somete tu cuerpo y el ajeno a un ritual de desencuentros. La sexualidad nos iguala, en ese campo de batalla, el aristócrata y el campesino, el ilustrado y el ignorante, el petulante, y el tímido, el egoísta y el generoso, el poderoso y el sumiso, el perverso y el recatado, todos compiten en igualdad si los límites del juego se respetan, y hay algo hermoso en esa igualdad, algo que nos humaniza, en la más natural de las actividades del animal interior. Es con la inteligencia, con la sutileza de la sensibilidad donde se juega lo importante,  no con la brutalidad del poder físico, siempre tan carente de imaginación, como dos ejércitos destrozándose mutuamente.

En muchas de sus manifestaciones, la búsqueda de la proximidad social es una farsa, motivada por intereses de un tipo u otro, e igual en el sexo, pero con una diferencia esencial, cuando nos desnudamos, en carne, no en cuerpo, cuando aceptamos desproteger nuestras defensas y brindar nuestra fragilidad al otro, un punto de éxtasis se alcanza, no físico, que es el menos importante, pues dura lo que dura, sino un recuerdo que brillará en nuestra imaginación siempre, para recordarnos que estamos condenados a estar solos, de una u otra manera, pero que no tenemos que resignarnos a ello, perder, posiblemente, pero no sin presentar batalla.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”