'San Valentín y el dilema del enamorado'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 14 de Febrero de 2021
'Amantes', de Edvard Munch.
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'Amantes', de Edvard Munch.
'Enamorarse no es amar. Puede uno enamorarse y odiar'. Fedor M. Dostoievski

'El amor es la poesía de los sentidos. Pero hay poesías malísimas'. Antonio Gala

14 de febrero, San Valentín, día de los enamorados. Un día concebido no para celebrar el amor, sino para incentivar el consumo, como tantos otros días espurios nombrados bajo algún santo que pasaba por allí, con los que los que nos bombardean tratando de hacernos sentir mal si no regalamos algo caro a la persona amada, a la madre, al padre, o al vecino que vive al lado nuestro. Como si el amor a las personas amadas, estar enamorado, dependiera de que le regalemos objetos, y no respeto, atención o cariño. Un día en sí vacuo, como cualquier otra tonta excusa para el consumo sin sentido, pero nos proporciona el motivo perfecto para divagar un poco sobre ese fenómeno que acompaña a nuestra especie desde que nos dimos cuenta que no estamos hechos para vivir en soledad. Esa pasión tan devoradora de cualquier pizca de sentido común, que nos atonta y llamamos enamoramiento.

Cuidado con esa trascendencia romántica, que puede llevarnos a olvidar el carácter desinteresado, y concebir el amor como posesión. Si no mesuramos la pasión del enamoramiento caeremos en extremos problemáticos

El amor no siempre coincide, como sabiamente dice Dostoievski, con el enamoramiento. Al enamorarnos nos sentimos atraídos como una polilla a la luz, cegados, al menos parcialmente. El amor, idealmente, es un sentimiento de plenitud, que se caracteriza por la capacidad de empatizar con otro, con generosidad y desprendimiento, y es una afección, en el sentido más noble, más serena, donde la voluntad no abandona del todo a la razón. Enamorarse es una compulsión, un deseo exacerbado más cercano al encantamiento, y como tal es más efímero que el amor, por su propia naturaleza. Podemos enamorarnos y a la vez odiar, porque ambas son pasiones donde cuenta más el yo que el otro. El amor nos trasciende, en tanto posee un componente moral, desinteresado, todo lo contrario al enamoramiento, donde más veces de las debidas confundimos lo que deseamos, con aquello que ha de pertenecernos. Cuidado con esa trascendencia romántica, que puede llevarnos a olvidar el carácter desinteresado, y concebir el amor como posesión. Si no mesuramos la pasión del enamoramiento caeremos en extremos problemáticos. En términos del romántico Hegel: amor significa conciencia de mi unidad con otro, de manera tal que no estoy para mí aislado, sino que consigo mi autoconciencia al abandonar mi ser para sí y saberme como unidad mía con el otro y como unidad del otro conmigo. Una definición idealizada que contrasta con la devastadora versión de Unamuno: No hay verdadero amor sino en el dolor, y en este mundo hay que escoger o el amor, que es el dolor, o la dicha. Ni la una, ni la otra, tan comunes al enamoramiento, son buenas para nuestros corazones. Ya nos avisó el docto Agustín de Hipona que quien  no tiene celos no está enamorado. Triste destino nuestro si un sentimiento como el amor, que debiera hacernos salir de nuestro egocéntrico cascarón, se convierte en celos. Pasión destructora que solo puede cegarnos aún más y llevarnos a cometer estupideces en nombre del enamoramiento, como si ese sentimiento lo justificara todo.

El amor que exige sacrificarse en una unidad idealizada con otro no es amor, es una entelequia absurda y destructiva. El amor que solo produce amargura o dolor, tampoco lo es. El amor es, o debiera ser, lo más parecido a una amistad sostenida en el tiempo que sobrevive a las inevitables heridas cauterizadas que toda relación conlleva

En pleno encantamiento del enamoramiento, que llevado al extremo se convierte en una parodia digna de esos memes tan edulcorados que provocarían un coma a un diabético, nos vemos desesperados por la atención del sujeto de nuestros deseos. La edad, la experiencia, el duro aprendizaje y conocimiento de nuestras emociones debería permitirnos llegar a una conclusión evidente: el amor no es un cuento romántico, nunca lo ha sido, a pesar de los relatos que toda la vida han pretendido hacerte creer. Amar y ser amado, ni puede, ni debe ser un éxtasis permanente, ni un doloroso sacrificio perpetuo. Eso es masoquismo, no amor. Según te vaya, correspondido o no,  podrás creer que Hegel o Unamuno tienen razón, pero estos dos extremos poco tienen que ver con la realidad de un amor entendido como desprendimiento del sí mismo. El amor que exige sacrificarse en una unidad idealizada con otro no es amor, es una entelequia absurda y destructiva. El amor que solo produce amargura o dolor, tampoco lo es. El amor es, o debiera ser, lo más parecido a una amistad sostenida en el tiempo que sobrevive a las inevitables heridas cauterizadas que toda relación conlleva. Heridas cicatrizadas al calor del respeto mutuo, y cuyas marcas son indelebles muestras de las risas y lágrimas compartidas. El amor no es eterno, porque nuestros sentimientos no lo son. Aceptar nuestra mortalidad nos hace humanos, y nos permite encontrar sentidos y disfrutar de la vida cada instante. Aceptar la finitud del amor nos permite amar respetando que ni somos, ni es bueno que seamos, una parodia de unidad con otro ser diferente. Podremos compartir camino el resto de nuestras vidas guiadas por el cariño mutuo, pero no somos uno, somos dos seres distintos. Amar no implica dejar de tener intereses, preocupaciones o sentimientos propios. Ni  implica tener el mismo destino o aspiraciones. Amar es aceptar una permanente y frágil negociación con otro ser para compartir aquello que en cada momento nos creamos capaces de ello. Amar es encontrar espacios en común con otro ser con sus intereses, tan importantes como los tuyos, y que en algún momento pueden divergir de tal manera que lo mejor para ambos sea seguir caminos diferentes. No es una tragedia, ni solo un final, también un principio.

Hay personas que se obligan a sí mismas a enamorarse, incapaces de aceptar su soledad. Importa más el hecho de estar enamorado, que la persona concreta a la que dirige sus sentimientos. Un inevitable fracaso acecha a ese comportamiento

Antonio Gala nos advierte de lo fácil que es confundir sexo, en tanto mero deporte compartido al servicio de las hormonas y la química de nuestro cerebro, con hacer el amor, que busca algo más que una conexión física, trascendiendo el mero egoísmo que supone  únicamente la búsqueda del placer. Nada malo en ninguna de las dos opciones, cada una tiene su momento vital. El amor es una amistad con momentos eróticos, declara el escritor adoptado con tanto cariño por su Córdoba tan querida. No todo amor es bueno, aquella frase nietzscheana de todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal, puede quedar estupendamente en el guion de una tragicomedia romántica, pero la realidad es más cercana a las palabras de Gala: El amor es la poesía de los sentidos. Pero hay poesías malísimas. No aceptar que un amor no funciona, ha terminado, se ha agotado o nos aporta más dolor y pesar que placer y beneficios, en aras a la sacrosanta eternidad del amor, es una de las mayores estupideces que el ser humano puede llegar a creer, para su perjuicio o el ajeno. La impostura de un amor obligado, lleva a una enfermedad rara vez reconocida; la necesidad permanente de estar enamorado, como un drogadicto enganchado a una droga que le ayude a experimentar permanentemente el éxtasis, y la posterior resaca y vacío, cuando esta llega a su fin. Hay personas que se obligan a sí mismas a enamorarse, incapaces de aceptar su soledad. Importa más el hecho de estar enamorado, que la persona concreta a la que dirige sus sentimientos. Un inevitable fracaso acecha a ese comportamiento. Lo que habría de importar, la bienaventuranza de encontrar a otro que no solo comparta esta atracción, sino que sume más que reste, queda de lado por el mero subidón que a estas personas les supone sentirse encantadas, enamoradas, poco les importa en sí el objeto de su enamoramiento.   

Otra confusión muy propia del enamoramiento, en tanto que es una embriaguez de los sentidos, es confundirlo con la felicidad

Otra confusión muy propia del enamoramiento, en tanto que es una embriaguez de los sentidos, es confundirlo con la felicidad. Embriagarse puede resultar más o menos placentero, si ejerces cierto control sobre tus emociones, al igual que ocurre con el enamoramiento, pero en los dos casos confundir placer con felicidad es un sueño que suele devenir en pesadilla más temprano que tarde. Es complicado en pleno éxtasis enamorado, como en plena embriaguez, escuchar consejos ajenos, donde la química toma el mando. Como decía alguien que algo conocía de la biología humana, Santiago Ramón y Cajal; en la vida del enamorado los prudentes consejos del viejo suenan con como la voz atiplada de un eunuco que disertara sobre las excelencias del celibato. La literatura, el cine, el arte, nos hacen vivir momentos maravillosos, nos permiten experimentar indirectamente emociones tan intensas y plenas,  que rara vez encontramos en la vida real, pero no debemos confundir estos estereotipos glorificados, hasta en su vertiente trágica, con la realidad de compartir sentimientos con otra persona. Una negociación, siempre consentida, donde nadie debe ganar, para que nadie pierda, o al menos acercarse a esa suma cero como ideal.

Enamorarse es tan natural al ser humano como respirar, dada esa pulsión que nos impulsa a no estar siempre solos, pero si no aprendemos que enamorarse no implica ningún tipo de derecho, ni exigencia sobre el otro, y que por tanto amar no presupone ninguna propiedad sobre la persona amada, mal andamos

El dilema del enamorado no se encuentra en esa falsa elección entre sucumbir al éxtasis o descender a los infiernos, como si viviéramos atrapados en una cutre novela romántica. El dilema es averiguar cuando merece la pena el precio a pagar. Enamorarse es tan natural al ser humano como respirar, dada esa pulsión que nos impulsa a no estar siempre solos, pero si no aprendemos que enamorarse no implica ningún tipo de derecho, ni exigencia sobre el otro, y que por tanto amar no presupone ninguna propiedad sobre la persona amada, mal andamos. El dilema de enamorarse se encuentra en saber tener paciencia, y diligencia, para saber que el amor es un viaje sin destino, que puedes disfrutar mientras lo tengas, pero a veces descarrila, a veces te quedas sin gasolina, a veces encuentras encrucijadas sin saber cuál tomar. Enamorarse es aprender que rara vez funcionan los atajos, pero que también a veces te perderás y encontraras paisajes maravillosos, antes vedados. Enamorarse es aprender a disfrutar tanto de lo compartido como de la soledad cuando es necesaria. Enamorarse es valorar esos  instantes de dicha compartida, que por sí solos, a pesar de su brevedad o inevitable caducidad, han hecho que el viaje merezca la pena. Este día de San Valentín, ¿qué merece la pena más? invertir emocionalmente en ese viaje con todos sus riesgos, recompensas y peajes emocionales o pretender comprar en metálico un sucedáneo.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”