La sabiduría de la ficción

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 18 de Diciembre de 2016
La primera parte de 'True detective', una serie impactante.
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La primera parte de 'True detective', una serie impactante.

Abrir un libro y sumergirnos en su mundo como si el nuestro dejara de existir. Ver una película o una serie y sentir con los protagonistas sus avatares, alegrías y desgracias, como si fueran nuestras. Ir a un museo y estremecernos con los sublimes o con los patéticos sentimientos que se deslizan tras la sabiduría de un pincel, entender que la belleza y la fealdad no son sino dos polos que se invierten a capricho. Es en todos estos momentos cuando la credibilidad de nuestro mundo, cuando la frágil realidad y la representación que de ella se hace, entran en suspenso y nos adentramos en otros mundos donde las reglas difieren. Los mundos de ficción que son una parte tan importante de nuestra vida. Nos entretienen, pero también nos enseñan. Delimitar hasta qué punto todo este entretenimiento se convierte en arte, y cómo ese arte es capaz de transmitirnos sabiduría, especialmente en la educación de nuestras emociones, y nuestras vivencias, siempre ha sido motivo de controversia, constreñidos por instituciones, críticos, modas…

De ahí la necesidad, antes de ponernos en faena, de delimitar con claridad los límites en los que vamos a movernos. Al hablar de ficción lo haremos refiriéndonos a todas aquellas producciones culturales de diferentes disciplinas que se entienden como artísticas, en un sentido lo menos constreñido posible. Puede ser, por tanto, una obra de ficción literaria de Agatha Christie, o las obras completas de Shakespeare o de Cervantes. Al hablar de ficción artística no vamos a hablar tan sólo de aquello que se entiende como obra de arte imperecedera y que tiene un reconocimiento como tal por parte del canon académico. Ese es otro debate, ver qué es una obra clásica y qué no lo es, que en su momento abordaremos, pero no es importante para el trasfondo de la cuestión que aquí vamos a debatir.

Tampoco nos referimos a una sola manifestación o disciplina artística, ni siquiera a aquellas que se entiende entran dentro del canon más académico o museístico. No vale todo, pero vale casi todo. Una obra ficcional artística puede ser una pintura de Velázquez o de Picasso exhibida en un museo o en una galería de arte, o pueden ser las novelas gráficas Vendetta o Watchmen de Alan Moore. Puede ser cine, o puede ser una serie de televisión como Black Mirror, Leftover o True detective. Por tanto, lo que aquí define de lo que queremos hablar, no es tanto el arte reconocido como tal, por parte del mundo del arte (academias, museos, especialistas, coleccionistas, críticos, etc.), sino toda producción artística ficcional que tenga unos mínimos estándares de calidad en forma y fondo.

Por último, otra aclaración importante. Al hablar de educación y cómo educar nuestras emociones a través de las experiencias artísticas ficcionales, y el conocimiento valioso que puede aportarnos más allá de lo reconocido académicamente, nos referimos tanto dentro del sistema educativo formal, como en los pequeños espacios de nuestra vida que dedicamos a las manifestaciones artísticas y culturales, es decir, eso que irónicamente se llama educación no formal, ¡como si importase mientras sea educación! Hablamos del cada vez más escaso tiempo que dedicamos al ocio con contenido cultural (es decir que no estamos viendo futbol, telerrealidad, o tomando cervezas, que no está mal, pero por mucho que estire mi definición de disfrute artístico cultural no entra…). Y para un niño, por ejemplo, eso incluye tanto leer El Quijote, y establecer las estrategias pedagógicas adecuadas para que lo disfrute y aprenda, como disfrutar con el pequeño o la pequeña de un capítulo de Los Simpson y debatir con ellos sobre lo que hemos visto. Una última coda necesaria para evitar provocar malentendidos, que a su vez provoquen un ataque al corazón o de indignación a los pedagogos, maestros y profesores, que se pasan la vida reivindicando el valor del arte en nuestra educación, entendiendo el arte en ese sentido de reconocimiento académico al que me he referido. Ese arte culto sin duda tiene más valor como arte en sí, y para nuestra cultura, y probablemente su capacidad de producir conocimientos sea mayor (¿o no?) que la cultura llamada popular, y seguro que la calidad en sus estilos artísticos y en la ejecución maestra del creador (pintor, escritor, escultor, cineasta…) sea de mucha más calidad. Pero, vuelvo a insistir, aunque tiene su valor, no importa tanto para el debate que vamos a establecer aquí y que paso a presentar de la manera más sencilla y clara posible:

Mi tesis es que nuestra sociedad actual, tan mercantilizada, es incapaz de entender el valor del arte ficcional, en ese sentido amplio, con su capacidad de enseñarnos a controlar ética y emocionalmente toda la vasta experiencia que conforma nuestro conocimiento vital. Conocimiento que tiene el mismo valor para educarnos y producir valores y conocer el mundo, como las enseñanzas científicas o profesionales. Y que, de hecho, al no ser capaces de apreciar esas fuentes de conocimiento y despreciarlas y convertirlas en meras curiosidades arqueológicas o académicas, o abandonarlas al rincón del ocio sin valor alguno, desaprovechamos una fuente de conocimiento que produciría sociedades más valiosas, con mayor capacidad crítica, ética y emocionalmente equilibrada.

El arte ficcional, en realidad todo lo que se entiende como ficción, se ha escindido de la educación. Ha pasado a ser valorado como algo menor, que como mucho merece en la educación formal una pequeña atención específica para aquellos que desean desperdiciar su tiempo en aprender un oficio artesanal o artístico, o desean convertirse en especialistas académicos que aumenten la endogamia de las universidades en su eterno mirarse el ombligo, en el caso de la literatura, por ejemplo.  El arte debe producir inquietud, que dicho sea de paso es el primer paso para educarnos críticamente. O debería producirlo casi siempre. De dogmas ya nos alimentan las religiones o las mil y una supersticiones que nos acompañan en nuestro deambular diario. Tanta inquietud produce, que ese pensador colindante con las ideologías totalitarias como era Platón, desconfió profundamente y animó a censurarlo cuando fuera necesario.

Aprendemos en nuestros sistemas formales matemáticas, economía, lengua, educación física, biología, y un largo etc. de disciplinas enseñadas de forma aséptica. Incluso el poco arte que se enseña, el pictórico, o la literatura, siempre según el canon académico, obviando el arte de la cultura popular, se hace tan sólo desde el punto de vista de la maestría técnica, o relacionado con la vida de los artistas, escritores, o sus escuelas. Pero lo más importante se olvida. ¡Aprendemos un montón de conocimientos sin el anclaje de las emociones que forman parte de nosotros como seres racionales! El mundo en el que se desarrollan todas esas disciplinas no es un mundo aséptico, en blanco y negro, sino un mundo enormemente complejo donde las emociones se entremezclan en todo su laberinto con todas esas disciplinas aplicadas. Si no aprendemos a entender esto, sino aprendemos a entender nuestras propias emociones entremezcladas con todos esos conocimientos, no aprendemos nada más que cascaras vacías sin vida. Y así nos va. Y el arte ficcional juega un papel fundamental en la educación de nuestras emociones encadenadas a esas disciplinas más formales de nuestro aprendizaje.

El arte y la ficción, deberían formar parte de cualquier metodología educativa de cualesquiera de las disciplinas que nos adormecen las emociones en escuelas, institutos y universidades. Desde el derecho a la economía, desde las ciencias políticas y sociales a la física, desde la medicina a las matemáticas. La filósofa Martha Nussbaum defiende en Love´s Knowledge que tan sólo el arte ficcional es capaz de comunicar de manera apropiada ciertas verdades.  Nuestra pensadora defiende que “La sorprendente variedad del mundo, su complejidad, su misterio, y su imperfecta belleza… (sólo pueden) describirse con plenitud y precisión…con un lenguaje y unas formas que, en sí mismas, son más complejas, más alusivas y más atentas a lo particular”. Usualmente los conocimientos considerados valiosos (pongamos por ejemplo economía) se nos enseñan de forma abstracta, como si de leyes de la naturaleza se tratara, sin embargo, la realidad es que desligar esos conocimientos de sus componentes emocionales en la realidad, no sólo desvirtúa el aprendizaje, sino que evita que empleemos la empatía para comprender mejor. Y por tanto perdamos de vista un punto de vista ético del asunto.

Las emociones desnudas, sin análisis racional y critico son sin duda perjudiciales, pero el aprendizaje racional de cualquier disciplina desligado del aspecto emotivo puede resultar igual de dañino, y ahí que, el arte ficcional, con toda su paleta de colores que vence al gris, con toda su riqueza de perspectivas, con  toda su atención a los detalles, con toda la importancia a lo individual, a los personajes, con toda la constatación de la ambigüedad real de las situaciones en las que nos vemos comprometidos en nuestra vida, es un elemento, o debería serlo, imprescindible, de nuestro aprendizaje. Está muy bien para un politólogo o un estudiante de sociología aprender de memoria cuales son las características de una sociedad burocratizada que pierda de vista el valor del individuo, o el control exorbitado de la vida de las personas por parte de nuestros estados o de las corporaciones empresariales que dominan el mundo, pero, ¿no sería mejor entrelazar ese conocimiento para desentrañar todos sus matices y comprender empáticamente y por tanto críticamente mejor, introducir paralelamente la lectura y análisis de 1984 de George Orwell o el visionado de Brazil de Terry Gilliam o las inquietantes novelas de Kafka El Proceso o El castillo? Sin embargo, la ficción y el arte quedan arrinconados a las enseñanzas de las humanidades, despojando a las científicas o sociales, de cualquier relación entre ambas.

Conectar conocimientos científicos o profesionales con la vida depende de nuestras experiencias, pero muchas de ellas son muy limitadas o pobres para comprender en toda su amplitud de qué estamos hablando. Hay que, en cierto sentido, ser partícipes de los antecedentes y de las consecuencias de aquello que aprendemos, del contexto, de aquello que puede afectarnos en la vida real, en nuestro pasado, en nuestro presente o en nuestro futuro. Albert Camus era completamente consciente de esta necesidad. Completaba los análisis filosóficos, siempre arraigados a los problemas concretos de la vida, con obras artísticas, teatrales o literarias. En esas obras revisitaba desde lo concreto toda esa perspectiva vital, todas esas cuestiones que en su filosofía trataba abstractamente.

El arte, en toda su amplitud, la ficción, con toda la riqueza que da explorar más allá de situaciones reales, con toda su capacidad para dotarnos de perspectivas ajenas, es un instrumento pedagógico imprescindible para unir nuestros conocimientos bajo las perspectivas de la razón y de la emoción. Y, sin embargo, tan sólo parece ocupar en nuestras vidas un lugar meramente académico o retirado a la esquina de los placeres culpables, cuando debería ser esencial para enseñarnos cómo vivir en sociedad, cómo ser sí mismo a través del otro. Ninguna disciplina del conocimiento debería enseñarse asépticamente por muy abstracta que sea, pues ninguno de nosotros somos seres abstractos, sino seres de carne y hueso que lloramos y reímos, que sangramos y sufrimos, que aprendemos a amar y odiar, pero ¿cómo aprendemos todo eso? No tan sólo, afortunadamente, a través de la propia experiencia. La ficción artística es la clave de todo esto. La sabiduría, entendida como el filtro critico de todo conocimiento, teórico y experimental, necesita de los mundos ficcionales, y de su manifestación artística, para completarnos. Sin esos anclajes, o bien pura racionalidad desnuda de la templanza de las emociones, o bien puras emociones, desarraigadas de cualquier análisis crítico que nos ayude a manejarlas con…sabiduría.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”