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La radicalización de la opinión

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 20 de Diciembre de 2020
P.V.M.
'La opinión versa sobre lo verdadero o sobre lo falso que es admisible que se comporte también de otra manera'. Aristóteles, Analíticos segundos, Libro I.

Todos tenemos opinión y todo el mundo tiene, o debería tener, derecho a opinar con libertad sobre cualquier cuestión. Es una de las máximas sobre las que se construye una sociedad libre, democrática y de derecho. El desarrollo de las tecnologías de la comunicación a través de internet, donde de manera sencilla y con apenas coste, todos podrían expresarse con libertad, dar su opinión de lo propio y ajeno, fueron bienvenidas como máxima expresión de ese derecho a la libertad que tanto habíamos reclamado desde el nacimiento de las democracias modernas. Mientras más opiniones, más conocimientos, y mientras más conocimientos más sabiduría. Esa era la teoría. Si todo el mundo tiene derecho a opinar, cómo no iba a mejorar a través del debate y la deliberación comunitaria, sin fronteras ni censura, la comunicación humana y a través de ella nuestra sabiduría. Años después, la práctica dista mucho de ese sueño ilustrado de una sociedad libre e informada, y la confusión entre tener una opinión y tener razón, ha provocado más caos, más daño que beneficio. Si hiciéramos caso a la opinión lógica de Aristóteles y aceptáramos que tener una opinión no es tener una certeza, y que podemos estar acertados, y también equivocados, a todo el mundo le iría un poco mejor. Comportarse con lógica o sentido común no parece estar entre nuestras prioridades, al parecer.

Confundimos tener derecho a opinar con libertad, con tener derecho a mentir, difamar, con total impunidad, o a imponer mi opinión en base al ruido o la intimidación, no a la fuerza de los argumentos o las razones. Mi opinión  no vale lo mismo que un hecho científicamente probado

Hay muchos motivos para que la credulidad de las redes sociales provoque incredulidad respecto al reino de la razón, pero una de las más preocupantes es ese salto que hemos dado al pensar que tener una opinión equivale a tener razón, que toda opinión es válida, o vale lo mismo, porque ahí se encuentra la libertad. Confundimos tener derecho a opinar con libertad, con tener derecho a mentir, difamar, con total impunidad, o a imponer mi opinión en base al ruido o la intimidación, no a la fuerza de los argumentos o las razones. Mi opinión  no vale lo mismo que un hecho científicamente probado. Mi opinión sobre las vacunas no vale lo mismo que la de un epidemiólogo. Y sin embargo eso pareciera, porque tal es la degradación que ha provocado la supuesta democratización del saber que se ha convertido en una tiranía de la opinión, en la que todas son igualmente válidas. Sin importar la prueba, sin importar las bases racionales, sin importar los hechos, ni la veracidad. Y si nos negamos a aceptar que toda opinión tenga el mismo derecho a ser tomada en cuenta en tanto veraz, corremos el riesgo de ser denigrados por no permitir la libertad de opinión. Opinión no es conocimiento, ni sabiduría, ni tener una creencia te da derecho a creer que vale lo mismo que cualquier otra creencia, sin hechos que la apoyen. Libertad de opinión sí, pero pretender que no haya verificaciones acerca de las mismas, que alerten de que son solo rumores sin confirmar, o meras creencias, no hechos, cuando no abiertamente falsedades, no.

Y hay parte de razón en las críticas, ya que el valor de la libertad y el derecho a opinar es un pilar básico de la democracia, y pretender encorsetarlo, sin garantías jurídicas que diluciden que esas informaciones falsas tratan de hacer daño a esos mismos principios que se protegen, puede causar más perjuicio que beneficio

En el terreno delicado en el que nos movemos respecto a las libertades, hemos visto polémicas muy recientes en nuestro país, cuando se ha pretendido por parte gubernamental establecer un organismo de control de las noticias falsas (siguiendo por cierto directivas de la Unión Europea para evitar la injerencia de las noticias falsas en los debates democráticos). Y hay parte de razón en las críticas, ya que el valor de la libertad y el derecho a opinar es un pilar básico de la democracia, y pretender encorsetarlo, sin garantías jurídicas que diluciden que esas informaciones falsas tratan de hacer daño a esos mismos principios que se protegen, puede causar más perjuicio que beneficio. También es cierto que hasta hace poco y porque han sido presionadas, las grandes tecnológicas como Twitter o Facebook, por no nombrar a Google, que también, no han tomado medidas para evitar este disparate que tanto daño está causando. Los medios de comunicación con más solera que se han escandalizado por la medida tampoco parecen haberse tomado en serio atajar esta epidemia entre sus propias filas. Es razonable que pidan autogestionar la epidemia de noticias falsas que nos asola, pero es irrazonable que pongan parches cuando no es que haya goteras en sus filas, hay una rotura de presas que nos ahoga inundándonos de fake news. Algunos de estos medios no se privan de confundir en sus titulares opiniones con información, que es otro de los motivos que nos ha llevado a esta situación. Se ha sacrificado la veracidad de la información, publicando noticias sin contrastar, sin buscar hechos y fuentes que la amparen, por la inmediatez de la misma y el impacto que pueda causar en la popularidad del propio medio. El amarillismo, medios de noticias que antaño se dedicaban en exclusiva a noticias exageradas, sensacionalistas, sin confirmar, con la única intención de aumentar sus ventas, se ha extendido de tal manera por medios de comunicación más tradicionales, dada la necesidad de inmediatez e impacto que han provocado las nuevas tecnologías, que es complicado encontrar medios que garanticen esa seriedad, esos necesarios filtros críticos que sacrifiquen la inmediatez y el impacto popular  por la veracidad de la noticia.

Si aprisionamos a la razón, en detrimento de la opinión, flaco favor haremos a esa determinante libertad, que como toda libertad no solo consiste en el derecho a perseguir nuestros deseos, sino a no causar daño ni interferir en deseos o libertades ajenas

El problema de base sigue siendo el mismo que reseñamos al principio; confundir libertad para opinar con pretender que tu opinión valga lo mismo que la información contrastada. Sin duda tienes derecho a seguir negándote a creer que la tierra es esférica, o que el Coronavirus existe, enferma y mata a la gente, si eso te hace feliz, pero aparte de hacerte más ignorante, ese derecho no implica que desde los propios medios que utilizas para expresarte, sean redes sociales, medios de comunicación, o plataformas tecnológicas, no se avise que estás mintiendo, o que estás diseminando información que no tiene evidencia ninguna. Aceptar que uno opine en libertad implica aceptar que podemos errar, y tenemos todo el derecho a errar, pero no tenemos derecho a causar daño a los demás a sabiendas a través de mentiras, eso no es libertad, es una vileza. Thomas  Jefferson lo expresaba con una máxima que estaba en el corazón de las llamadas de la revolución estadounidense a la libertad de opinión; el error en la opinión puede ser tolerado si la razón es dejada libre para combatirlo. Si aprisionamos a la razón, en detrimento de la opinión, flaco favor haremos a esa determinante libertad, que como toda libertad no solo consiste en el derecho a perseguir nuestros deseos, sino a no causar daño ni interferir en deseos o libertades ajenas.

Mientras más ruido, mientras más grito, parece que una opinión es más popular, cuando lo único que sucede es que es más ruidosa, y al igual que confundimos opinión o creencia con verdad o certeza, confundimos popularidad con la capacidad de hacer ruido y escandalizar

Otro de los problemas del abuso de la opinión, agravado por el masivo altavoz de las redes sociales, es creer que la opinión pública, ese gamusino imaginario que todo el mundo presume haber cazado, aunque no exista, se suele confundir con opiniones personales o de determinados grupos, pues rara vez se hacen encuestas con una muestra tan grande como para darse el lujo de creer que una opinión propia es la que todo el mundo tiene, o que es mayoritaria. Simplificar la complejidad de las opiniones en el espacio público, diciendo que eso es lo que todo el mundo opina, para así pretender fortalecer intereses particulares o de grupo, daña aún más la racionalidad que deberían tener los debates. Las razones son sustituidas por miles de Me gusta, las cientos de veces que algo se comparte, retweets, y demás. Mientras más ruido, mientras más grito, parece que una opinión es más popular, cuando lo único que sucede es que es más ruidosa, y al igual que confundimos opinión o creencia con verdad o certeza, confundimos popularidad con la capacidad de hacer ruido y escandalizar.

Una actitud que también deberíamos trabajar en aras a la convivencia, y a tratar de no convertir las nuevas formas de comunicarnos e informarnos, en nuevas maneras de enfrentarnos y desinformarnos, es tomarnos las opiniones ajenas como lo que son, opiniones, que nos gusten o no, todo el mundo tiene derecho a tener

Una actitud que también deberíamos trabajar en aras a la convivencia, y a tratar de no convertir las nuevas formas de comunicarnos e informarnos, en nuevas maneras de enfrentarnos y desinformarnos, es tomarnos las opiniones ajenas como lo que son, opiniones, que nos gusten o no, todo el mundo tiene derecho a tener. Tendemos a dejar que las opiniones nos afecten, no los hechos en sí, y eso como bien señalaba el filósofo estoico Epicteto es lo que más nos perturba. Nuestros prejuicios lastran muchas de nuestras opiniones, porque suelen estar guiadas por ellos, y nuestra incapacidad y ceguera ante ellos son un lastre a nuestra capacidad para comunicarnos. Opinar sin conocer otras maneras de pensar, basándonos en prejuicios culturales, sociales, religiosos, que pesan más que el conocimiento en sí, es un veneno para la convivencia. El escritor francés Joubert criticaba esa complacencia de opinar únicamente en base a los prejuicios, de ahí que: los que nunca varían de opinión se aman a sí mismos más que la verdad. Si comenzáramos por aceptar que toda opinión es revisable, y que cambiar de opinión no nos minusvalora, ni nos hace de menos ante los demás, no solo seríamos más felices, sino que seríamos una pizca más sabios, que no es mala combinación.

O entre todos ponemos un poco de cordura a la situación tóxica en la que estamos, donde nos golpeamos virtualmente en lugar de dialogar, donde nos insultamos en lugar de comprendernos, donde injuriamos en lugar de actuar con una mínima educación y tolerancia,  o lo mejor es que el ultimo que opine cierre la puerta, o quién  sabe en qué fango de odios, recelos y temores, terminaremos por revolcarnos.

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”