'Problemas de la opinión pública'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 13 de Noviembre de 2022
factormeetings.com
'Hace siglos que la opinión pública es la peor de las opiniones'. Chamfort

Probablemente las irónicas palabras de Nicolas Chamfort, el moralista francés del siglo XVIII, sean algo exageradas, al menos para su época, donde conocer la opinión pública y manipularla era algo más complicado que en el interconectado e hiperbólico mundo de hoy día. Un mundo donde todos y todo está expuesto y la privacidad ha pasado a la historia. En la actualidad hemos sacralizado hasta el infinito aquello que consideramos opinión pública, debido a la tóxica presencia de las redes sociales en los debates políticos y sociales. Opinión pública que no hemos de confundir con la opinión publicada perteneciente a los medios de comunicación. La política y los medios de comunicación se pliegan a interminables encuestas, o a los gurús que se proclaman portavoces del “sentir mayoritario”, para decidir sus líneas de actuación, sin darse cuenta de que su función en una democracia no es hacerse eco de lo que una masa pueda o no opinar, al albur de la demagogia desatada por emociones desbordadas. Su función es liderar, templar, poner lógica y racionalidad en las opiniones, y en las consecuentes acciones que de ellas puedan surgir.

La política ha de dirigir, no plegarse a demagógicas olas de un supuesto sentir popular

La política ha de dirigir, no plegarse a demagógicas olas de un supuesto sentir popular. Al igual que la opinión publicada debe valorar críticamente informaciones. Sentir popular que hoy día se mide más por el decibelio de las voces que chillan indignadas, que por la opinión o sentir de una mayoría de la población que asiste indiferente a debates o eventos que no van con ellos. Sin embargo, su silencio suele ser tomado como beneplácito, cuando, ni en lo personal, ni en lo político, ni en lo social, tenemos porque tomar la prudencia del silencio por aquiescencia con la opinión de aquellos que deciden razonar a base de gritar, y armar mientras más ruido mejor.

En el caso de los medios de comunicación vemos como con más frecuencia de la deseada, con intenciones poco escrupulosas, éstos pretenden hacer pasar sus editorializas opiniones o análisis como la voz del pueblo. Excusados en demoscópicas encuestas con mayor o menor rigor

En el caso de los medios de comunicación vemos como con más frecuencia de la deseada, con intenciones poco escrupulosas, éstos pretenden hacer pasar sus editorializas opiniones o análisis como la voz del pueblo. Excusados en demoscópicas encuestas con mayor o menor rigor. O simplemente, por el mero hecho de tener una posición comunicativa privilegiada, se consideran portavoces de amplios sectores de la población. Los políticos suelen ser los primeros, que más allá de su ideología, se apresuran a sumarse a esas olas de opinión pública. En la mayoría de ocasiones sin ni siquiera valorar hasta qué punto es de justicia social o moral seguirles la corriente, pero el apretón de la supervivencia electoral aprieta. Ejemplos gravosos tenemos a mansalva; el Brexit y la caótica situación del Reino Unido, años después, se debe a que el Partido Conservador fue incapaz de solucionar sus propios conflictos internos, y creyó que recurriendo a un referéndum que distrajera del ruido interno los problemas se solucionarían.  Cameron, el Primer Ministro por aquel entonces, nunca creyó que el Brexit pudiera suceder, como otros políticos que ante el pánico que les da perder el poder se dejan llevar por quién más ruido hace, sin darse cuenta del peligro de caer en una espiral populista de difícil retorno, y que más pronto que tarde se vuelve en su contra.

Sacralizar aquello que se llama opinión pública es un gravísimo error. Primero porque la única opinión publica real es la que se ve en los resultados de las urnas democráticas

Sacralizar aquello que se llama opinión pública es un gravísimo error. Primero porque la única opinión publica real es la que se ve en los resultados de las urnas democráticas. Y ya somos conocedores de que las encuestas que pretenden, entre medio de elecciones, determinar el estado de opinión no solo son falibles, sino que en ocasiones han patinado considerablemente. Nadie duda que son una herramienta que puede ser útil, pero como toda herramienta es tan neutral como aquel que la esgrime. Más allá de la imposibilidad de conocer el estado real de opinión sin poner urnas y garantías democráticas o hacer referendos populares con una amplísima participación. Los seres humanos somos terriblemente falibles al dejarnos llevar por nuestras opiniones coyunturales. Debilidad que se multiplica por cien si subsumimos nuestra opinión en una masa amorfa sin racionalidad alguna, con alta susceptibilidad para ser manipulada por gente que se proclama su líder, su voz, y que suelen ocultar o ambiciones desaforadas o intereses poco claros.

No podría explicarse si no fuera así, el éxito de esos llamados 'influencers', que sueltan tonterías plagadas de ignorancia, cuando no mensajes racistas o machistas, y que se multiplican a través de la masa acrítica de las redes de manera exponencial

Pretender pensar críticamente en “masa” es absurdo, al multiplicarse nuestros sesgos a la hora de opinar; por un lado, tenemos el llamado sesgo de confirmación: está ampliamente documentado científicamente que por muy racionales y críticos que pretendamos ser, favorecemos y recordamos toda aquella información recibida que respalda, y que no contradice, aquello que creemos. Sumergirnos en una masa donde estos mensajes de refuerzo positivo son los únicos, nos embrutece considerablemente. El sesgo del exceso de confianza; sobrevaloramos la credibilidad y precisión de nuestras convicciones. Si además de ello, esa confianza se ve arropada por la masa, nos convertimos a la hora de opinar en poco más que hooligans que apoyan incondicionalmente cualquier cosa, mientras sea de los nuestros.  Por último, tenemos cierta ceguera ante los males que asolan a personas anónimas que solo conocemos por estadística, mientras nos dejamos llevar por las situaciones de aquellos que creemos conocer, o bien personalmente, o bien por su mediática presencia en entornos comunicativos, clásicos o de última tecnología. No podría explicarse si no fuera así, el éxito de esos llamados influencers, que sueltan tonterías plagadas de ignorancia, cuando no mensajes racistas o machistas, y que se multiplican a través de la masa acrítica de las redes de manera exponencial.

Otro problema que se multiplica cuando tratamos de subsumir el pensamiento crítico en lo que opina la opinión pública (o publicada), es que estamos más expuestos a aquello que se llama la falacia de la autoridad

Otro problema que se multiplica cuando tratamos de subsumir el pensamiento crítico en lo que opina la opinión pública (o publicada), es que estamos más expuestos a aquello que se llama la falacia de la autoridad. Desgraciadamente los seres humanos tenemos un amplio historial de dejación a la hora de dedicar nuestro tiempo y esfuerzo a contrastar críticamente los problemas que se nos presentan en la actualidad, y solemos recurrir a aquello de tal y como dijo “poner aquí a cualquier personaje histórico o popular que nos caiga bien”. Sin tener en cuenta que somos prisioneros de nuestro tiempo, y que cada tiempo tiene características diferentes y, por tanto, los diagnósticos de los problemas y sus soluciones también lo son. Recurrir a la sabiduría, real, de aquellos que nos precedieron es sano, pero no depender acríticamente de sus opiniones sin valorar cada contexto. Cuando alguien en una conversación, en un diálogo, trata de cerrarlo no en base a argumentos racionales, lógicos, detallados, sino en base a que esto lo dijo tal, y punto, ese diálogo ha fracasado.

Todo ello se podría solucionar si nos centramos sin prisa, pero sin pausa, en ir mejorando considerablemente los recursos en educación, a ser posible crítica, y de manera permanente, más allá de los ámbitos académicos

Los problemas de la opinión pública son numerosos y se han tratado por los sociólogos, politólogos y filósofos durante las últimas décadas, aunque son de complicada solución. Las cuestiones complejas, y la mayoría lo son, como el famoso debate de los impuestos ahora tan de moda, la situación energética debido a la dejadez política de las últimas décadas en favor de energías renovables y sostenibles, o por último la guerra en Ucrania, o tantos otros, no se pueden resolver en base a proclamas simplonas como las que suele utilizar Ayuso u otros lideres populistas. Son cuestiones que necesitan amplia información, de diferentes expertos, y conocer puntos de vista diversos, y crear espacios públicos de debate donde imperen los argumentos y nos lo improperios. Difícil no, imposible, dada la escasa predisposición política y social para ello. Todo ello se podría solucionar si nos centramos sin prisa, pero sin pausa, en ir mejorando considerablemente los recursos en educación, a ser posible crítica, y de manera permanente, más allá de los ámbitos académicos. Ampliar los espacios que dedicamos a la ética, dada la complejidad moral de muchos debates en los que nos atascamos, y que van a definir nuestro futuro, y por supuesto en ciencia, que evitaría el sonrojo que nos produce la banalidad de algunos debates basados en la ignorancia, tanto de aquellos que los crean, como de la masa social que los difunde.

Otro problema, ya muy presente en los primeros demócratas, es el problema de dejar que esa opinión pública cancele, por usar un término posmoderno que nos está haciendo tanto daño, opiniones minoritarias

Otro problema, ya muy presente en los primeros demócratas, es el problema de dejar que esa opinión pública cancele, por usar un término posmoderno que nos está haciendo tanto daño, opiniones minoritarias. Que puedan ser en algunos casos deleznables, nadie lo duda, pero si no incitan directamente al odio, la libertad de expresión y el respeto a esas minorías, nos gusten más o menos, se encuentra en la esencia de la democracia.

A todo esto, se une la fácil manipulación de las masas acríticas por la “persuasión” de liderazgos populistas, que se expanden como la gasolina por su brutal simpleza y falsa emotividad añadida al fuego de las redes sociales. Al final, unas pocas elites, como pronto veremos con Elon Musk y su apropiación de Twitter, controlaran las emociones de las masas, dirigiéndonos como borregos a donde les interese, cuando les interese. Son tiempos peligrosos para un pensamiento ilustrado, pero o comenzamos a tratar de poner coto, a través de la ciencia, la razón, la educación, la gestión sostenible de la política, y dejar de falsear el uso de la mal llamada opinión pública, o volveremos a caer en los lodazales totalitarios que hundieron la democracia, la libertad y la igualdad en el siglo XX.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”