'El paupérrimo valor de una sonrisa'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 20 de Noviembre de 2022
'Mujer en el baño' de Roy Lichtenstein.
Youtube
'Mujer en el baño' de Roy Lichtenstein.
'La sonrisa es una verdadera fuerza vital, la única capaz de mover lo inconmovible'. Orison Sweet Marden

Las sonrisas y las lágrimas son dos manifestaciones únicas de la especie humana. Simbolizan lo mejor y lo peor de una especie en la que el amor da lugar al odio con cierta frecuencia, pero rara vez sucede que el odio de lugar al amor. En ocasiones ambas se entremezclan y son causa la una de la otra, pues alegría y tristeza suelen ser dos caras de la misma moneda, y depende de dónde el azar voltee la moneda en la timba de la vida, que una devenga en la otra o viceversa. Ya nos advertía el romántico poeta Byron que las sonrisas excavan los canales de las lágrimas futuras. Podría ser que las alegrías que provocan ese adorable y amable gesto que nos encandila, y amamos ver en las personas que queremos y apreciamos, se voltee en un futuro y lo mismo que nos hizo sonreír cause que nuestras lágrimas se derramen. En este mundo que hemos creado, excusado en omnipotentes dioses que nos manejan a su antojo y son causa de nuestras merecidas o inmerecidas desgracias o merecidos o inmerecidos éxitos, rara vez nos responsabilizamos de la escasez de sonrisas y el abundante torrente de lágrimas que provocamos. El valor de una sonrisa es paupérrimo, a poco se cotiza, mientras pagamos un alto precio por las lágrimas propias o ajenas.

Como en todo, no toda sonrisa es sana, ni toda lágrima es mala, hay decenas de matices en ambas expresiones. Una sonrisa inocente e inesperada es un milagro

Como en todo, no toda sonrisa es sana, ni toda lágrima es mala, hay decenas de matices en ambas expresiones. Una sonrisa inocente e inesperada es un milagro. Una lágrima derramada al romperse el dique de una pena y vernos inundados por una alegría tal, que nos desborda, es otro milagro. Al menos lo son en tiempo poco dados a ellos. Entendamos milagro como aquello tan inusual como inesperado, y no por la intervención de una potencia divina. Si las lágrimas y las sonrisas son auténticas, no causadas por rabia, odio, envidias, celos y demás autodestructivas pasiones, embellecen el rostro, al igual que lo deforman en caso de que dichas pasiones sean la causa. Una luz ilumina un rostro embellecido por una alegría honesta, extasiado por el poder de una impagable sonrisa. Como también una luz inunda las sombras de un rostro arrasado por honestas lágrimas de una pena incontenible. Afortunadamente, las penas pueden ser desgastadas por las alegrías. Y si no podemos olvidarlas, pues el dolor es demasiado profundo, si sentirnos acunados por cálidas sonrisas que nos hagan ver más allá y eviten que nos hundamos en esos melancólicos abismos de la pena que de tanto en tanto nos encadenan.

Si así fuera, o al menos así lo fingiéramos, quizá apreciaremos un poco más la belleza de esos surcos marcados por penas y alegrías, a los que una sonrisa remarca, a veces de manera estremecedora, a veces de manera sublime

La belleza de un rostro, al menos la que nos llega a lo más profundo del corazón, no es la que se desprende de unas facciones más o menos acordes con los prototipos de belleza que establecemos culturalmente, es la que nos intimida cuando una sonrisa incontrolable nos encandila. Una sonrisa cálida es contagiosa, al igual que una que emana falsedad nos repudia. Y es esa capacidad de contagio, la que es propia de la verdadera belleza, más allá de cánones que nos dictaminan que ha de parecernos bello o no. Mark Twain perfecto conocedor de la sombría naturaleza humana nos decía a este respecto que las arrugas deberían indicar únicamente dónde ha habido sonrisas. Si así fuera, o al menos así lo fingiéramos, quizá apreciaremos un poco más la belleza de esos surcos marcados por penas y alegrías, a los que una sonrisa remarca, a veces de manera estremecedora, a veces de manera sublime.

Las sonrisas también pueden ser pervertidas por la sociedad de consumo

Las sonrisas también pueden ser pervertidas por la sociedad de consumo. Pocos productos, cosas, ideologías o personas, pueden venderse sin una sonrisa. A pesar del paupérrimo precio que le ponemos a las sonrisas auténticas, compramos con efusión las falsas, por muy caras que nos resulten. El brillo de los ojos suele ser un síntoma inconfundible de una alegría sana y sincera, desgraciadamente nos quedamos en lo superficial, y apenas miramos a los ojos ajenos y sus expresiones, que rara vez poseen la capacidad para engañarnos.

Aumentar el cauce de personas que sonríen, con autenticidad, no con banalidad, debería ser una destacada política pública

Aumentar el cauce de personas que sonríen, con autenticidad, no con banalidad, debería ser una destacada política pública. Si desperdiciamos la política y amplios recursos con tantas acciones que causan más división que unión, por qué no emplear algún mínimo recurso en instarnos a sonreír y promover la calidez de una sonrisa como un bien necesario que debemos compartir. El especialista en ética Peter Singer nos narra la experiencia de Port Phillips, en el área de la bahía de Melbourne, donde algunos voluntarios se dedicaron a “perder el tiempo” midiendo las sonrisas que los transeúntes se dedicaban unos a otros al cruzarse, y de tal manera establecieron señales que indicaban el número de sonrisas disponibles por hora en cada zona. Quién no quisiera ir a pasear a lugares donde las sonrisas fueran de 80 o 90 por hora, en sustitución de esos ruidos, olores, y apresuramientos que han colonizado nuestras calles y lugares que debieran ser de ocio y esparcimiento público. Y donde el mal humor, los gritos, los malos gestos alcanzan los 100 por hora, como poco.

Como si la soledad fuera a evitar nuestros problemas y no aumentar nuestras taras. Y así nos protegiéramos de un mundo que hemos hecho, y han hecho, hostil a las sonrisas

Uno de los grandes problemas de los núcleos urbanos modernos es la despersonalización, el anonimato de las personas con las que convivimos. No se incentiva congeniar con los vecinos, todo lo contrario, ni se favorece por el urbanismo actual, ni las políticas de barrio. Las ciudades, salvo honrosas excepciones, optan por modelos industrializados donde el anonimato es la norma, o por convertirse en parques de atracciones para turistas, donde las sonrisas son tan falsas como los productos que allí se venden. Ni conocemos a las personas con las que convivimos, ni se incentivan espacios ni actividades que lo permitan. Si aprendemos a sonreír más, quizá podamos romper algunos de esos muros de desconocimiento e incomprensión en los que nos encerramos en nuestras viviendas, y creemos mantenernos a salvo de los demás. Como si la soledad fuera a evitar nuestros problemas y no aumentar nuestras taras. Y así nos protegiéramos de un mundo que hemos hecho, y han hecho, hostil a las sonrisas.

Si deseamos vivir en un lugar así, tendría que ser prioritario incentivar que nos sonriamos los unos a los otros, en persona a ser posible, y no en el anonimato de las redes sociales, donde la difamación, el insulto, la incomprensión y la intolerancia, ocultan cualquier mínima sonrisa que regalemos a los demás

Si valoramos que nuestra energía sea cada vez más ecológica, si apreciamos que las motos y los coches no inunden nuestras calles y aparquen ocupando espacios por doquier. Si nos preocupamos por diseñar espacios compartidos donde podamos transitar sin esa orgia de ruidos, contaminación y amenazas de esos vehículos. Si valoramos promover políticas solidarias que cuiden a los comerciantes locales antes que grandes cadenas de consumo. Si apoyamos una cultura al alcance no solo de unos pocos, sino de la mayor parte de la población, y otras tantas maneras de aumentar la calidad de vida en los lugares que son nuestro hogar. Si deseamos vivir en un lugar así, tendría que ser prioritario incentivar que nos sonriamos los unos a los otros, en persona a ser posible, y no en el anonimato de las redes sociales, donde la difamación, el insulto, la incomprensión y la intolerancia, ocultan cualquier mínima sonrisa que regalemos a los demás.

Lo inverosímil, promover políticas públicas, al igual que comportamientos privados que incentiven el buen humor, las sonrisas, la buena voluntad, que incentiven y contagien el buen humor a los demás, es posible

Apoyar la convivencia, la solidaridad, las oportunidades, el cuidado a los que se quedan atrás, el apoyo lúdico, social y económico a los mayores, evitando que caigan en la aciaga soledad a la que suelen estar condenados, dejar que los niños vuelvan a disponer de espacios públicos en los que jugar y contagiar con sus sonrisas a los demás, y por tanto preocuparnos por la calidad de la vida, y no por la cantidad de cosas inútiles de las que disponer, ¿no incrementarán las sonrisas causadas por la amabilidad y la cordialidad? Un sueño utópico, o una estupidez hippie, o una mera declaración de bonachonas e inútiles intenciones, seguro que más de uno piensa al leer tan inocentes palabras. Lo curioso es que hay lugares en el mundo donde los políticos y las políticas hacen suyas las palabras de Hannah Arendt: Si el sentido de la política es la libertad, esto quiere decir que en este ámbito –y en ningún otro-tenemos el derecho de esperar milagros. No porque fuéramos supersticiosos, sino porque los hombres, en la medida que pueden actuar están en condiciones de realizar lo inverosímil y lo incalculable, y lo realizan habitualmente, lo sepan o no.

Lo inverosímil, promover políticas públicas, al igual que comportamientos privados que incentiven el buen humor, las sonrisas, la buena voluntad, que incentiven y contagien el buen humor a los demás, es posible. El paupérrimo valor de una sonrisa depende de haber renunciado a la felicidad como objetivo personal y social, en su más amplio sentido. En nuestra mano se encuentra cambiar el valor del mercado de las sonrisas, empezando por apoyar a quienes incentiven las sonrisas auténticas, bondadosas y solidarias, y por obligarnos a nosotros mismos a sonreír a los demás, especialmente a las personas que nos importan, unas cuantas veces al día, y crear a nuestro alrededor espacios donde no queden fuera de lugar esas afables señales de “zona de 100 sonrisas por hora”. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”