La pasión por la belleza

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Junio de 2020
'Dánae' (1907) de Gustav Klimt,
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'Dánae' (1907) de Gustav Klimt,
'La belleza vale más que cualquier carta de recomendación'. Aristóteles

A priori nadie estaría dispuesto a admitir que favorecería a una persona bella por encima de otra con mejores cualidades o virtudes, como la inteligencia o la bondad. Otra cuestión es hasta qué punto, sea por nuestra herencia genética anclada a nuestros instintos más primarios, sea por estándares impuestos por la atmosfera cultural en la que respiramos, esa afirmación sea cierta o sea mera hipocresía. En su momento ya tratamos la cuestión acerca de qué consideramos bello o dónde podemos encontrar la belleza más allá de las apariencias. En nuestra sociedad las estadísticas son demoledoras a este respecto; una persona atractiva tiene mucho camino andado, sea para el éxito social, sea para el éxito laboral. Un político agraciado no es sinónimo de éxito, pero algo tiene ganado. Nos resulta más fácil confiar en una persona que consideramos atractiva, que en una que no, al menos hasta que tenemos cierto conocimiento y los instintos primarios son reconducidos por la razón, por la reflexión. Seguramente si nos preguntaran si creemos que existe un criterio de belleza universal, la mayoría respondería negativamente, afirmando su propia individualidad, e insistiría en ese lugar común de “para gusto colores”. Y tendrían parte de razón, lo que no obvia que más allá de nuestros gustos personales, todos seamos en cierta medida esclavos de una pasión por la belleza que trasciende nuestras decisiones conscientes, prejuicios profundamente anclados en lo biológico, en lo social y en lo cultural.

La controversia entre lo biológico y lo cultural, entre genes y memes (genes culturales que nos condicionan), que componen ese sustrato subconsciente que guía nuestros instintos y decisiones, no termina de ponerse de acuerdo sobre cuál tiene prioridad

La controversia entre lo biológico y lo cultural, entre genes y memes (genes culturales que nos condicionan), que componen ese sustrato subconsciente que guía nuestros instintos y decisiones, no termina de ponerse de acuerdo sobre cuál tiene prioridad. Si preguntamos a un biólogo te dirá que la genética ha modulado nuestros gustos, y los cientos de miles de años de evolución están tan profundamente anclados en nuestra psique, que sus gurús, las hormonas y feromonas, nos indican qué persona nos resulta atractiva y provoca que nuestras defensas bajen. Otros estudios admiten el componente biológico en nuestros estándares de belleza, pero dudan de su preeminencia, afirman que los miles de años de influencia cultural, de desarrollo de nuestras sociedades, influyen más. Cada cultura delimita unas características propias sobre qué consideramos bello. Factores como la personalidad, el carácter o la seguridad que esa persona nos ofrece también resultan determinantes, al igual que virtudes como la confianza que despierta en nosotros, la atracción que produzca su inteligencia, u otras características   que igualmente inundan nuestras feromonas. En nuestro cerebro se ancla igualmente a lo genético la herencia cultural, que en los diferentes estratos de nuestro horizonte social (familia, estudios, trabajo, sociedad, ideología o religión) nos enseñan a apreciar un estándar de belleza sobre otros. El hecho indiscutible es que los dos ámbitos, en un precario equilibrio, condicionan la pasión por la belleza que marca nuestra psique, nuestro comportamiento, más de lo que admitimos.

Esa pasión, sea cual sea el criterio de belleza que nos guie; clásico, rebelde, contradictorio, esquizofrénico, peculiar o cualquiera de esos calificativos que podrían definir el cosquilleo de la pasión ante lo bello, es un motor de nuestro comportamiento, para lo bueno y para lo malo

Esa pasión, sea cual sea el criterio de belleza que nos guie; clásico, rebelde, contradictorio, esquizofrénico, peculiar o cualquiera de esos calificativos que podrían definir el cosquilleo de la pasión ante lo bello, es un motor de nuestro comportamiento, para lo bueno y para lo malo. Como toda pasión, el problema no es el sentimiento que nos despierta, la vitalidad con la que nos inunda, sino nuestra capacidad para que trascienda nuestro egoísmo, nuestra banalidad, y disfrutemos de ella con generosidad, sea por una persona, por una obra de arte, por un poema, o por un pasaje natural. Lo bello es sublime, es ausencia de dolor, nos hace sentir vivos. La belleza despierta esos lugares de nuestra vida donde lo yermo predomina. Renunciar a la pasión por lo bello, sea cual sea la adjetivación que decidamos ponerle, sea cual sea la peculiaridad que nos atraiga, sea cual sea el criterio que empleemos, normalizado o estrambótico, es un error que nunca deberíamos cometer. Suficiente mediocridad coloniza nuestro día a día para renunciar a sentir, apreciar, buscar la belleza.

Los filósofos, siempre tan metomentodos, suelen aplicar a lo bello el calificativo de desinteresado, desvinculado de un fin ulterior. Así lo destacaba Kant. Y algo de razón poseen aquellos que tratan de desvincular el placer estético que nos produce la contemplación de lo bello del afán de poseerlo, de determinarlo, sirviendo a nuestros intereses más egoístas. Algo se quiebra en la experiencia estética, sublime, cuando el primario instinto de la posesión se apodera de nosotros. En la Grecia clásica lo Bueno y lo Bello podían llegar a entenderse como sinónimos, al igual que asociamos placer a la belleza y dolor a la fealdad. Ayudar a alguien que lo necesita, comportarnos como una persona de bien, con generosidad, es considerada una bella acción. Umberto Eco insiste en la idea kantiana de desinterés de la belleza; es bello aquello que si fuera nuestro, nos haría felices, pero que sigue siendo bello aunque pertenezca a otra persona. Cicerón, con una claridad meridiana definía el amor como el deseo de obtener la amistad de una persona que nos atrae por su belleza. Amistad, no posesión, con todo lo que esa hermosa palabra significa asociada a la pasión por la belleza, pretendiendo eliminar cualquier afán destructivo al desear que la voluntad de aquello que consideremos bello se subsuma en nuestra voluntad, en lugar de la búsqueda de una subsunción de voluntades.

No depender del deseo, o al menos no permitir que su urgencia nos ciegue, en especial con las personas, abre un camino a la pasión por la belleza que permite descubrir y abrirnos a experiencias más placenteras

Tendemos a confundir el ardor del deseo con la pasión por lo bello, pero aunque exista una intrínseca relación, no la agota. La belleza puede apreciarse más allá del deseo. Podemos desear a una persona que no sea considerada bella por los estándares que predominen en nuestra sociedad, o admitir nuestra admiración por una persona bella, sin deseo alguno de posesión. El impulso ciego que condiciona el deseo no permite que disfrutemos lo que debemos de la belleza. Eco pone el ejemplo del sediento que se abalanza ante el primer pozo de agua que ve, y lo último que percibe es el frescor o el sabor del agua, pues únicamente está preocupado por saciar su sed, su deseo. Igualmente el agua podría estar turbia o enlodada e igualmente se abalanzaría con igual desesperación. No depender del deseo, o al menos no permitir que su urgencia nos ciegue, en especial con las personas, abre un camino a la pasión por la belleza que permite descubrir y abrirnos a experiencias más placenteras.

Uno de los ideales de belleza que más preeminencia posee en nuestra cultura es el de la Grecia Clásica; para los artistas griegos en la búsqueda de una belleza idealizada (la kalokagathia) se trata de vislumbrar el equilibrio y reposo representando una acción o un movimiento. La simplicidad se impone al barroquismo en esta búsqueda de la belleza ideal. La conocida escultura del discóbolo es un perfecto ejemplo de ese ideal. Como en toda búsqueda de la belleza por parte de una sociedad, siempre hay una rebelión, una mirada alternativa que pretende subvertir el orden establecido; la escultura del Laocoonte es la mirada invertida del espejo estético, de esa belleza que plasma la virtud. Aquí es todo lo contrario; la pasión enerva la forma, todo se retuerce y la mirada de la antaño serena percepción, parpadea incrédula ante esta nueva expresión retorcida de su alma interior.

Una dualidad que parece incorporada ontológicamente a nuestro universo, a nuestra vida. Una danza de difícil equilibrio, pero cuya admisión permite que la pasión por la vida, la pasión por la belleza nos desvele cotas antes ocultas, antes insospechadas

La pulsión entre estas dos expresiones de la belleza, la apolínea y la dionisiaca, que se entrelazan en el alma griega, expresada con singular acierto por Nietzsche en El origen de la tragedia, es una tensión que en diferentes periodos estéticos, primando unos estándares u otros, siempre ha estado presente, de manera más sutil, o de manera más relevante. Lo apolíneo es una ingenua imagen que a través de la perfecta apariencia pretende engañarnos y ocultarnos la dionisiaca realidad que subyace, peligrosa, dinámica, alegre, peculiar, enloquecida, más allá siempre de esa perfecta apariencia con la que se disfraza la belleza oficial. Detrás de esa belleza oficial, como una moneda con dos caras, se ofrece una alternativa; la noche emerge con su propia belleza discutiendo al día. Allí donde la claridad del sol iluminaba las formas, y la claridad de sus formas nos deslumbra, la titilante luz de las estrellas nos revela sus sombras, ocultas por el sol que nos deslumbra, retorcidas, pero que son una parte tan esencial de esa belleza, quizá más profunda, que la aparente que vemos con engañosa claridad. Una dualidad que parece incorporada ontológicamente a nuestro universo, a nuestra vida. Una danza de difícil equilibrio, pero cuya admisión permite que la pasión por la vida, la pasión por la belleza nos desvele cotas antes ocultas, antes insospechadas.

El poeta y literato francés Víctor Hugo, confundido por esta dualidad, decía que la humanidad tiene dos polos, lo bello y lo verdadero, pero en realidad  la verdad es belleza y la belleza es verdad, si asumimos que lo dionisíaco, al igual que lo apolíneo, no deja de ser parte del ser de las cosas, de las personas, de la naturaleza. Lo que desborda es igualmente bello a lo contenido, lo grotesco es igualmente bello que la proporcionada hermosura, y tantas otras distinciones aparentemente contradictorias, partes de una dualidad, que en tanto expresa el ser verdadero de las cosas, son igualmente aletheia, verdad, donde lo que antes estaba oculto, ahora se nos muestra. Y en el arte, en la naturaleza, en la pasión humana por la belleza, con todas sus aparentes y contradictorias manifestaciones que nos hacen dudar de qué es bello, qué no lo es, qué pertenece a las las pulsiones de nuestros instintos más primarios, qué corresponde a lo que hemos aprendido, o a nuestro peculiar gusto contracorriente, se encuentra la evidente respuesta: la mitad de la belleza depende del paisaje, y la otra mitad de quien lo mira, tal y como decía el escritor Lyn Yutang, pero a quién le importa mientras la pasión por la belleza oscurezca allí donde la luz nos deslumbre e ilumine donde las sombras bailen.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”