Operación Triunfo y la estupidez

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Octubre de 2018
María y Miki, y Ana Torroja.
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María y Miki, y Ana Torroja.

'Para que un espectáculo merezca nuestra aprobación es preciso que se amolde a nuestras indicaciones en vez de contrariarlas, que es lo que convendría'. Jean Jacques Rousseau

Curioso un país, preocupante una sociedad, que reacciona con cierta pasividad a la ceremonia de la confusión de su Tribunal Supremo, en torno a una sentencia que, de ejecutarse apropiadamente, supondría un respiro económico para miles de familias, y un apuro para esos bancos a los que tanto dinero público se regaló, para enmendar sus propios errores y ambición. Por el contrario, el cambio o no de una letra, de una canción de un grupo de música pop, Mecano, hace sangrar ríos de tinta virtuales y televisivos, y enardece a presuntos influencers, los nuevos intelectuales, a favor o en contra del dichoso cambio. Si hay un triunfador claro de la banal polémica, son los promotores de ese karaoke, perdón, quise escribir Concurso de jóvenes talentos que nos muestran a corazón abierto el día a día por triunfar en el mundo del espectáculo, llamado Operación Triunfo. Se frotan las manos con el incremento de audiencia y polémica que les permitirá llenarse, más, los bolsillos en nombre de la cultura. Una anécdota, si queremos, pero profética del estado de confusión en torno a valores éticos, a los símbolos que representan las causas que elegimos defender, y a la integridad de una obra artística. Desvaríos varios que sufre nuestra desconcertada sociedad, en concreto esa joven generación que parecía destinada a salvarnos de la mediocridad, presuntamente bandera de  valores que iban a cambiar rancios comportamientos, y que desgraciadamente, más allá de sus buenas intenciones, que sin duda poseen, eligen terriblemente mal los símbolos y las batallas que deberían concretar su apuesta por una sociedad más tolerante, plural y justa. Su desconcertante comportamiento nos encharca en una ciénaga de polémicas que tienen de todo, menos valor intelectual para ayudar a crecer en valores éticos a una sociedad. No sería justo enjuiciar a toda una generación por un cumulo de banales polémicas, mal elegidas, pero sí debería ayudarnos a iniciar una reflexión social sobre a dónde vamos, más que nada por saber, que siempre es importante, si queremos llegar a ese destino colectivo, o pararnos a pensar un poco, y decidir que lo mismo es más adecuado cambiar de rumbo.

Si hay un triunfador claro de la banal polémica, son los promotores de ese karaoke, perdón, quise escribir Concurso de jóvenes talentos que nos muestran a corazón abierto el día a día por triunfar en el mundo del espectáculo, llamado Operación Triunfo

Resumamos sucintamente la polémica, ya que lo importante no son los hechos en sí, ni siquiera el resultado de la misma, sino su valor en torno a qué importa y qué no importa cuando elevas una bandera que consideras adecuada, para apoyar o reforzar la concienciación sobre una situación injusta en la sociedad en la que vivimos. Una concursante de Operación Triunfo pretendía cambiar la letra de una canción, ya que la palabra empleada, mariconez, que quiso sustituir por estupidez, le parecía que promovía la homofobia. La cantante del grupo, Ana Torroja, para más señas jurado del programa también, no le veía sentido, y el autor de la canción se negó tras ser consultado. Varios hechos son también dignos de tomar en cuenta; si hay un grupo respetado y valorado por su sensibilidad con los derechos de las parejas del mismo sexo es Mecano, que por cierto tiene letras, como cualquier otro grupo de pop o de rock, que podrían, si tan deseosos estamos de buscarle tres pies al gato, tener motivos de más peso para la polémica. La concursante cedió, cantó la letra, y el público abucheó a Ana Torroja y gritó entusiasmado estupidez, como signo de apoyo a la concursante. 

Durante todo el proceso surgieron críticos enardecidos a favor de la concursante o en contra, críticos que aprovechando la anécdota, y ahí está el problema de elegir mal determinadas batallas, deslizaron críticas que destilaban cierto tufillo rancio, en su defensa de la integridad de la letra. Es cierto que algunas voces surgieron argumentando, en lugar de ladrando improperios, poniendo algo de sentido común a la polémica, ya fuera en un sentido u otro. La más sensata probablemente en el programa de Andreu Buenafuente, donde un invitado, Bob Pop, destacaba que si bien el problema de la homofobia sigue existiendo, y es sensato ayudar a reflexionar sobre el mismo, quizá la sociedad elige mal a los referentes para ello, como una concursante de Operación Triunfo cuyo entusiasmo por pretender parecer solidaria excede, tal vez, su capacidad crítica para saber realmente de qué está hablando. Desde luego cambiar una letra a la que nadie había criticado por homofobia en sus numerosos años de existencia, no parece la bandera adecuada. También hubo aquellos que  racionalmente pusieron el foco, en que más allá de ese presunto cambio, adecuado o no, la polémica en sí tenía el efecto positivo de que se hablara sobre este tema, que desgraciadamente siguen sufriendo aquellos que son culpables de amar a una persona de su mismo sexo. Y no les faltaría parte de razón.

Durante todo el proceso surgieron críticos enardecidos a favor de la concursante o en contra, críticos que aprovechando la anécdota, y ahí está el problema de elegir mal determinadas batallas, deslizaron críticas que destilaban cierto tufillo rancio, en su defensa de la integridad de la letra

Veamos varios ángulos de la cuestión, a ver si de esta manera podemos tener una perspectiva algo más amplia; lo primero, un reality es un lugar pésimo para valorar el compromiso real o no de una persona por una causa, sea acertada o no, por un motivo básico: cuando una cámara te graba, nada de lo que haces es natural, estas, conscientemente o no, creando un personaje, sobreactuando, porque vendes ese personaje, y no tu yo real, por mucho que se empeñen en hacer que la audiencia lo crea, para ganarte el favor de la gente y ganar popularidad, que de eso se trata, y no del talento que poseas.  Ejemplo de que la concursante despertó una ola de simpatías fueron esos abucheos al final de la gala a Ana Torroja, que probablemente influencie a los jurados a la hora de valorarla únicamente por aquello que pretendidamente deba juzgar, su calidad interpretativa, ya que no querrán arriesgarse a que una persona con tal caudal de popularidad en las redes sociales, no por su talento, provoque que de expulsarla del programa, sean víctimas ellos mismos de una caza de brujas virtual. Poco o nada tiene que ver este tipo de programas con la música, con el arte, entendido como un proceso de aprendizaje vital, sin cámaras, sin imposturas, sin artificios.

Otra cuestión, es que da un poco de vergüenza compararlo con ejemplos históricos de personas que arriesgaron su vida, su trabajo, su futuro, por el compromiso con una causa, fuera la lucha contra la homofobia, el racismo, la igualdad entre sexos, u otras igualmente cruciales, y que decidieron llevar su lucha adelante, les costase lo que les costase. Si tan convencida estaba la concursante de la importancia de no cantar esa canción, debería haberse negado, aunque supusiera su salida del concurso,  porque si crees en una causa, y te comprometes con ella, y tan esencial es, deberías ser capaz de hacer ese sacrificio. No lo hizo, puede que en un momento de lucidez  se diera cuenta de que llevarlo hasta el final, y pagar el precio, por ese motivo, no era lo apropiado. O quizá, puso por delante su deseo de triunfar y ser más popular, quién sabe.

Otra cuestión, es que da un poco de vergüenza compararlo con ejemplos históricos de personas que arriesgaron su vida, su trabajo, su futuro, por el compromiso con una causa, fuera la lucha contra la homofobia, el racismo, la igualdad entre sexos, u otras igualmente cruciales, y que decidieron llevar su lucha adelante, les costase lo que les costase

Más ángulos; centrándonos en el mundo de letras de canciones de pop o de rock, que por naturaleza tienen un punto transgresor. Ejemplos hay a miles, incluyendo canciones que los propios concursantes interpretan en inglés en el reality, y más graves que el de la canción de Mecano, pero al no estar en nuestro idioma, no parece que les importe mucho. Obligar al arte, popular o académico, por así llamarlos, a cumplir una labor moralizante, es no entender nada de lo que el arte es. No es una clase de ética, para eso se supone que está la educación, que ha de enseñarte esos valores y dónde has de practicarlos, en tu vida y con los demás que la comparten, y mostrarte qué ámbitos son lugar para otras reflexiones, conocimientos, o experiencias, más allá de la ética. Nick Cave, uno de los artistas más reconocidos internacionalmente, por su talento literario a la hora de escribir letras, por su música, y por su voz, aunque es seguro que ésta no hubiera pasado la criba de voces estándar con la que eligen a sus concursantes programas como Operación Triunfo, tiene una canción que se llama Where the wild roses grow, Donde crecen las rosas salvajes, en un álbum llamado Baladas de asesinos. La canción, que cantó a dúo con Kylie Minogue, narra el encuentro de una bella e inocente joven con un asesino de jóvenes mujeres, y el proceso romántico entre ambos, hasta que al final la asesina. ¿Qué hubiera hecho nuestra concursante, negarse a cantarla porque podría entenderse como un elogio de un asesinato machista? que desde luego es un tema de enorme seriedad y carga ética. Y qué hubiera hecho con Lolita, la novela de Nabokov, negarse a leerla en el instituto o en la universidad si se la hubieran recomendado, o exigido, para analizarla como obra culmen de la literatura, ¿se hubiera negado por promover la pederastia? Y American Psycho, esa novela y película que fantasea con la idea de un joven que sueña con ser un asesino en serie, ¿habría promovido un boicot en las redes sociales para que nadie la comprara o viera su adaptación al cine? El arte necesita de máxima libertad, aunque nos provoque ampollas, ha de permitírsele cruzar las fronteras de lo convencional, ser polémico, porque, esos autores, de esos tres ejemplos, como podríamos elegir otros miles, no son malhechores que deseen promover ni a los asesinos en serie, ni endulzar la terrible tragedia del terrorismo machista, ni desde luego en el caso de Nabokov la pederastia. Tratan de meterse en la mente de aquellos criminales, o mostrar ese lado oscuro que todos poseemos, no por endulzar sus crímenes, ni por pretender un conocimiento clínico de su comportamiento, sino para mostrar que incluso el mal, esa oscuridad que nos acompaña por ser humanos, se manifiesta en una compleja paleta de grises, y que la experiencia artística, entre otras cosas, está para ayudar a comprender todos esos grises, que forman parte de nuestra especie, y de nuestra sociedad, y que no tiene nada que ver con su justificación.

Y qué hubiera hecho con Lolita, la novela de Nabokov, negarse a leerla en el instituto o en la universidad si se la hubieran recomendado, o exigido, para analizarla como obra culmen de la literatura, ¿se hubiera negado por promover la pederastia?

Una última cuestión que no es menor; existe cierta tendencia, preocupante, a censurar todo aquello que nos ofende, algunas veces con más razón, otras con menos, pero nos movemos en unas fronteras tan complejas y tan frágiles, como son las de la libertad de expresión, que si no tenemos cuidado, más allá del absurdo de criminalizar este tipo de ofensas en el Derecho, que es una zona muy peligrosa, creamos auténticas cazas de brujas en las redes sociales, sin tener en cuenta las consecuencias, actuamos como manada de depredadores al olor de la sangre. No podemos convertir a las manifestaciones artísticas, aunque sean música pop, en altares de lo políticamente correcto, ni en un extremo, ni en otro. Tampoco pretender que sean un ejemplo moral, más aún de nuestra moral, que recordemos no tiene que coincidir con otras, sino que convivir. Si aprobamos censurar una letra, legal o moralmente, denunciándola en un juzgado o provocando un juicio de Salem virtual al autor, porque nos ofende, incluso aunque tengamos razones para ello, qué criterio vamos a tener para criticar que se enjuicie a quién blasfema, en su derecho a la libre expresión a cualquier religión. Vemos a menudo criticar, con razón, que se pretenda censurar aquellas obras de arte que religiones de un tipo u otro consideran ofensivas, seguramente por las mismas personas que están a favor del cambio de letra. Hemos de recordar un principio que vale para lo ético y para lo legal, poner cadenas siempre es más fácil que quitarlas. Prohibir es lo fácil, permitir es lo difícil, pero es un símbolo que mide la madurez de la tolerancia de una sociedad plural. Elijamos con un poco más de tino, no solo qué causas merece la pena defender, sino cuáles son los símbolos adecuados para ello, o las banalizaremos de tal forma, que podemos llegar a producir el efecto contrario. Y, una vez bien elegidos esos símbolos y esas causas, vayamos hasta el final por defenderlas, nos cueste lo que nos cueste, incluso ser expulsados de Operación Triunfo.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”