No más bellas durmientes, por favor

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 4 de Octubre de 2015
Walt Disney
Érase una vez hace mucho tiempo en un lugar muy lejano. Así suelen empezar los clásicos cuentos infantiles que una y otra vez contamos y reinventamos en diferentes formatos de generación en generación. Tan asentados en nuestro subconsciente colectivo, en nuestra cultura, que los pasamos de unos a otros siglo tras siglo, dejando implantadas las semillas del comportamiento y los valores que deben asumir nuestros niños y niñas, aquellos que heredarán nuestro futuro. Tan inocentes y ejemplares, o no. 
 
La Bella Durmiente, quién no recuerda con cariño el cuento donde una inocente princesa es redimida por el apasionado beso de un encantador príncipe. Castigada cruelmente a dormir cien años por un hada envidiosa a la que no habían invitado al bautizo. Y luego, redimida por el amor, tras casarse en secreto con el príncipe, es perseguida para matarla junto a sus hijos por su malvada suegra, mitad ogra, y salvada nuevamente por su marido, el apuesto príncipe. Por cierto que en la versión de los hermanos Grimm, la más popular de todas, la princesa, la bella durmiente ni siquiera tiene nombre propio. Obvio es que  todos los estereotipos más sangrantes aparecen en el cuento; la inocencia, la bondad y la belleza que deben acompañar a la protagonista femenina, las malvadas mujeres, envidiosas o poco agraciadas que son la némesis de la inocente protagonista. Y por supuesto el valiente príncipe que siempre está ahí en el momento justo para salvar a su amada, que ha de caer, ¡cómo no!, rendida a sus pies.
 
No seré yo el que alce la bandera para exigir una censura o revisión continuada del acervo literario o cultural que hemos heredado, nunca me gustó la censura de ningún tipo, por mucho que deteste aquello que implantado en el subconsciente colectivo puede llegar a hacer un daño terrible. Pero sí creo que debemos deconstruir y hacer una reflexión colectiva sobre todos aquellos valores que se mueven en el lodo de nuestra sociedad, semiescondidos, o blanqueados por ciertas revisiones, y que sin embargo perviven con toda su semilla destructiva en su interior. 
 
Cierto es que los cuentos populares, son tan sólo una semilla más, y ni siquiera la más dañina de los procesos por los que asimilamos éstos valores. Tan sólo hemos de ver el listado de programas de televisión que nos inunda y los valores que adultos y niños absorben sin ningún filtro crítico. Trágica es la supresión o el desprecio por parte del gobierno conservador de las asignaturas cívicas (ciudadanía, ética o filosofía)  que debían tratar de raíz éste grave problema; en la educación, donde debe ser, pues las leyes (no entraré en la escasez de medios en defensa de la lucha contra la violencia machista) sancionan crímenes, pero en escasas ocasiones los previenen. Más en casos como éste en el que parece haber una ceguera colectiva ante la brutalidad del goteo sangrante diario de mujeres, niños y niñas victimas del machismo.
El lenguaje y el uso que hacemos del mismo no es sino el predicado de un sujeto cultural que define nuestro mundo de valores, nuestros referentes sociales. Seguimos empeñados en equiparar machismo y feminismo como dos lados del espectro y como si hubiera un término medio donde debiéramos encontrarnos. Nos reímos de las mujeres que se definen feministas apelando a su sexualidad o les arrogamos los roles que por “derecho” debían pertenecer a los hombres.
 
No, el feminismo es un concepto que no tiene término medio, no tiene contrapuesto. No es más que la defensa política y social  del algo que debería estar gravado en nuestro ADN cultural; no hay diferencias entre seres humanos, ni por color de la piel, ni por género. Ni por nuestro cerebro. Somos la suma de algo mucho más grande que nuestros genes, no sólo somos nuestra historia o nuestro presente, ante todo somos lo que queremos ser. El problema es, ¿de verdad queremos una sociedad en la que no haya discriminación en roles, sueldos, comportamientos sexuales, etc.?,  o queremos seguir aferrados a una vergüenza sangrante y heredarla a nuestros hijos e hijas.
 
Qué pasa por nuestras cabezas para que nos indignemos ante el terrorismo que destruye vidas inocentes por “causas”, que nos solidaricemos con los inmigrantes que huyen del terror de la guerra y la intolerancia, y sin embargo apenas reaccionemos ante una herida por la que vidas inocentes se pierden cada día. Es una vergüenza que debería herirnos en lo más profundo de nuestros corazones, sentir como pérdidas propias cada una de esas víctimas. No basta con pedir que gobierno y sociedad tomen medidas, es la hora de exigir cambios profundos en todos los estratos que se necesiten para combatir una de las pocas guerras, contra la barbarie machista, que merecen la pena ser libradas.
 
No queremos más bellas durmientes, ni príncipes encantadores que se arroguen el derecho de “despertarlas” y cuidarlas, no queremos confundir amor con pasiones destructivas, queremos mujeres y hombres despiertos e iguales.
Tenemos una oportunidad el 7 de noviembre de ir a Madrid y de elevar un grito colectivo, un grito que debe acompañarnos cada día de nuestra vida, hasta que el terror acabe.
 
Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”