Nada ha cambiado; todo ha cambiado

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 9 de Julio de 2015
La tienda de discos La Metralleta, en Madrid.
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La tienda de discos La Metralleta, en Madrid.

Escucho Nothing has changed, el triple disco que recopila los cincuenta años de carrera de David Bowie. No sé si le puso ese título en plan irónico, si intentaba decir que pueden haber cambiado muchas cosas pero no lo esencia, o si trataba de hacer un juego de palabras. Opción por la que me decanto teniendo en cuenta que uno de sus grandes éxitos se llama Changes y que ya había editado dos compilaciones con ese nombre.

No tengo todavía los cincuenta, aunque me falta poco. Lo que sí puedo decir es que mi primer disco lo compré cuando tenía trece años (el Crisis? What Crisis? de Supertramp, por si alguien lo quiere saber) y que, en cuestión de formatos, la música ha cambiado muchísimo.

Recuerdo haberme venido de Sevilla cargado con decenas de elepés que le saqueaba a mi primo Juanjo y que después grababa en casete. Los terminé odiando, pero no puedo negar que, para los tiesos como yo, eran muy útiles en aquellos tiempos. En una cinta de noventa minutos cabía un disco por cada cara.

Ahora sigo saqueando a mi primo Juanjo, pero puedo meter setenta discos en un pen drive que a su vez me cabe en un bolsillo. Los oigo en el coche y los oiría en casa de no ser porque aún no tengo un reproductor que acepte ese cacharro. Todo se andará.

Por la fuerza de la costumbre, esos discos los sigo tostando para tenerlos almacenados en formato cedé. Supongo que porque crecí con la idea de que la música debía ocupar un espacio y de que ese espacio constituía tu colección de discos.

Eso también ha cambiado. Sé de gente de veinte años así que, directamente, no tiene discos. No los necesitan, les basta con tener un ordenador al que puedan conectar unos altavoces (ahora los hay fantásticos) y a partir de ahí sólo se trata de conectarse a Youtube, recurrir a Spotify… Alternativas no faltan. Podría sumarme a ese carro, pero yo qué sé por qué, el caso es que no lo hago.

Aparte del riesgo de convertirme en un nostálgico por aferrarme a mis convicciones (la música debe ocupar un espacio), el problema principal que tengo, y que no tienen esos muchachos que podrían ser mis hijos, es el almacenamiento. No dispongo de sitio y los últimos cien discos que he grabado (no sé la cifra exacta, estoy redondeando) los guardo en tarrinas, sin orden ninguno, sin una cajita, sin una triste portada, sólo un disco con su nombre y el del grupo escrito con un rotulador, apilado encima de veinte y debajo de otros veinte… No me gusta nada eso, no lo puedo remediar.

Muchos de los que crecimos entre discos somos así, nos gusta tener las cosas ordenaditas, clasificadas. Archivar por orden alfabético, por estilos (y dentro de cada estilo, recurrir también al orden alfabético) y ese tipo de cosas. Luego los hay que somos aún más maniáticos y nos curramos un registro, una base de datos, en la que apuntamos los fundamentales de cada referencia. En mi caso: nombre del grupo, del disco, estilo, músicos, canciones, productor, casa discográfica, formato y valoración personal. Es una estupidez, lo concedo, pero distrae, entretiene.

Eso de tener una colección no nos hace mejores que nadie, por supuesto. De hecho, admito que lo otro es más cómodo, más práctico. Pero, de la misma forma que entiendo que una pantalla no puede sustituir a un libro (y tengo libro electrónico, ojo), también creo que hay algo mágico en desenfundar un elepé, limpiar el disco y la aguja y dejarla que se pose sobre los surcos para sentarme en un sofá y solazarme con la escucha mientras miro la portada, leo los créditos y todas esas chorradas.

Y no sólo con los elepés. También me encanta dirigirme a una sección concreta de mi colección (la de reggae, pongamos por caso), mirarla de arriba abajo y decantarme por uno u otro artista. Eso no es bueno ni malo; es así.

Me acuerdo de que una vez, hace de esto como quince años así, le comenté a un amigo que la estantería donde almacenaba los cedés se me estaba quedando pequeña, que ya no me cabían. Su ocurrencia fue ésta: “Pues no te compres más”. Sería amigo, pero pensaba que me conocía mejor. No habré pillado archivadores desde entonces…

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).