Moral política
Cada día que pasamos preocupados por nosotros mismos, cada hora que ocupamos pensando en nosotros mismos, cada minuto que empleamos balbuceando sobre nosotros mismos, cada segundo que usamos mirándonos a nosotros mismos; son días, horas, minutos y segundos que malgastamos buscando soluciones sobre nosotros mismos, sin encontrarlas, a menos que empleemos todo ese tiempo en un diálogo político y ético con aquellos con los que compartimos una sociedad.
Seamos atrevidos, y veamos si podemos responder a una pregunta tan sencilla en su planteamiento como complicada en su respuesta: ¿Qué es la política? Y ¿cuál es su relación con la moral? Vale, dos preguntas entonces, doble atrevimiento. Empecemos por la primera; la política es algo tan simple como la manera en la que gestionamos nuestra convivencia. Cómo decidimos vivir en sociedad, en torno a qué objetivos o qué criterios guiamos nuestra convivencia, y de qué manera debemos organizarnos para seguir esos criterios y lograr esos objetivos. Tan sencilla de definir la pregunta, como complicada de desarrollar.
¿Y en lo referente a la moral?; para responder empecemos con un ejemplo: la moral y la política tienen la misma relación que la biología o la medicina con la moral. La biología nos sirve para explicar, entre otras muchas cosas, los mecanismos por los que funciona el cuerpo humano. La medicina emplea los conocimientos científicos para aliviar las dolencias de los pacientes. Es evidente que la moral no tiene nada que ver; pero si por el contrario, introdujéramos el debate sobre hasta qué punto es legítimo permitir que un ser humano viva con un umbral de dolor inaguantable, físico o existencial, es decir el debate de la eutanasia, es evidente que la biología y la medicina, tienen mucho que decir, pero la jerarquía de la decisión depende de los análisis éticos y morales que incorporemos al debate.
Hay que elegir si a la política únicamente la complementamos con la la fontanería o ingeniería de la mera gestión o le añadimos una jerarquía superior, la ética
Igualmente en el ámbito social, de nuestra convivencia, si únicamente tratáramos de describir los mecanismos por los que nos organizamos como sociedad se trataría de ciencia, en un sentido amplio de la palabra, sea sociología o politología. Si hablamos de la política en el sentido de la gestión de esos mecanismos, hablaríamos de práctica política. Pero, si se trata de prescribir alternativas que los modificaran, que los hicieran más justos o más libres o más democráticos, que beneficiaran a la mayoría y se ocuparan de las minorías, es evidente, que la ética formaría una parte esencial de la política, y en concreto, de la práctica de la política. Y ese es uno de los graves problemas de nuestro tiempo; siempre se ha entendido que los modelos políticos debían partir de un presupuesto moral, ético. Diversos, según los planteamientos y los modelos, y el sentido de la justicia, la libertad o la igualdad que cada alternativa tenga. Pero siempre, todo el desarrollo teórico, y toda la aplicación y la gestión practica de esa teoría deberían asumir que hay una guía ética a la que siempre deberíamos mirar para saber si estamos haciendo lo correcto, si cumplimos esos objetivos políticos con los que nos hemos comprometido en nuestra gestión.
Hay que elegir si a la política únicamente la complementamos con la ciencia, o la fontanería o ingeniería de la mera gestión, para arreglar goteras, o poner bonita una cocina, si se me permite el símil, o le añadimos una jerarquía superior, la ética, en tanto debe ayudarnos a prescribir cómo vivir, y no solo, describir cómo vivimos o mantenernos vivos o mantener el statu quo. Y ahí está el problema, que la política ha olvidado ese ingrediente ético que nos dice que hay un horizonte de cosas que debemos cambiar para mejorar nuestras sociedades, y sin embargo, nos limitamos a gestionar, o describir lo que sucede, pero ese elemento de cambio se ha perdido en los desagües de la cotidianidad de la gestión política. Y no debemos olvidar, que la política es algo más que una teoría, una ciencia o una práctica, es un deber moral y ético, del que depende todo, en última instancia.
Una vez que tenemos claro estas cuestiones esenciales, veamos si una nueva pregunta puede ayudarnos a entrar más de lleno en lo que queremos decir; a qué se debe la ruptura de gran parte de la sociedad con el compromiso con la participación en política y el desprestigio de aquellos que la ejercen, los políticos. Sociológicamente, a nivel descriptivo, habría muchas teorías explicativas, y seguramente muchas de ellas serían acertadas en un grado u otro: la corrupción de unos pocos que se extiende a la creencia generalizada de que solo se está en política para beneficio propio, la incapacidad de responder adecuadamente desde el poder político institucional a las demandas y necesidades de la gente. La deriva de la autoridad de un ámbito que debería ser autónomo como la política, y que se debería basar en el bien común, a otro como la economía, donde es el beneficio de unos pocos la única guía que prevalece. O la vacuidad del lenguaje político, tan cargado de lugares comunes en las expresiones, que ha terminado por desligar por completo el significado de las palabras de su correlato con una acción concreta. Un metalenguaje que acostumbran a emplear los políticos, sin darse cuenta de la desafección que produce, de ahí, que por ejemplo, demagogos y populistas hayan desbancado electoralmente a políticos tradicionales, sencillamente con el recurso de decir que ellos por el contrario, hablan claro, y que harán lo que dicen. Claro que no te dicen que lo que hablan son mentiras o posverdades, como se dice hoy día, o que las cosas que dicen que van a hacer, y de hecho hacen, son barbaridades con un alto coste social, xenófobas, o demagogas. Tanto hartazgo hay del metalenguaje vacío de la política tradicional, que estos demagogos tienen el camino bastante allanado en nuestras democracias.
Pensemos en la práctica política como una correlación de cuatro ámbitos, ordenados de menor importancia a mayor, tendríamos: las implicaciones personales, la estrategia y la táctica política, la gestión política, y la ética o moral que subyace a todos ellos.
Entre todos esos ámbitos debería haber una jerarquía, y una relación fluida que determinara la práctica política; sin embargo hoy día no solo se ha desligado un ámbito, como el de la ética, del resto, sino que en los otros se han invertido las jerarquías que deberían establecer su relación. Las motivaciones personales para participar en política, sean ideológicas, de compromiso social, de ganas de contribuir, o las propias ambiciones, que no tienen que ser malas necesariamente, son el punto de partida. A ellas se unen la estrategia y la táctica política, una vez que entras en el campo de juego de la gestión y transformación de los intereses comunes, has de estar dispuesto a contrastar tus opiniones y recetas con las de otros que tienen pensamientos, ideas, y ambiciones propias. Nunca hay que cansarse de reconocer que somos seres plurales, y ya sea dentro de una misma organización o partido político, o en el debate con otros partidos políticos u organizaciones sociales o civiles, o en la misma gestión institucional, se ha de contrastar, ceder, aportar, debatir; es decir, emplear estrategias que nos permitan lograr nuestros objetivos, moderados por el debate y las aportaciones de aquellos que no piensan como nosotros, y emplear las tácticas que nos ayuden a lograrlo.
Tanto hartazgo hay del metalenguaje vacío de la política tradicional, que estos demagogos tienen el camino bastante allanado en nuestras democracias
Tenemos el tercer ámbito, la gestión política, que no es sino la consecución de los objetivos que nos hemos planteado y consensuado, para transformar nuestras vidas comunes, y que debería estar por encima de la estrategia y la táctica política; pues estas últimas, son medios y no fines en sí mismas, a pesar de que otro de los graves problemas de la credibilidad en la práctica política resulta de que los medios se convierten en fines, y los objetivos políticos quedan supeditados y transformados por la primacía de la estrategia y la táctica en la práctica política. Y a esa tergiversación jerárquica de lo que debería ser más importante, añadimos que el coste de incumplir promesas hechas a aquellos que han confiado en ti para la gestión política, resulta ser prácticamente cero, al escondernos en la irresponsabilidad de no asumir nuestra propia responsabilidad en los actos que hacemos o no hacemos, o bien nos escondemos en la burocracia donde se diluyen todas las responsabilidades.
Pongamos algún ejemplo; digamos que tus objetivos son llevar a cabo un determinado programa de cambios y transformaciones, y para ello, debes llegar a acuerdos con algún otro político de tu mismo partido, o con otra organización política; para ello debes renunciar a parte de tus objetivos, pero si conservas lo esencial, merecerá la pena. Sin embargo, decides que estratégicamente eso perjudicaría tu posición y ambiciones políticas, y que lo que te interesa es desgastar o eliminar al otro, por tanto, estratégicamente, te conviene no dejarle el más mínimo respiro, ya que tu ambición personal es más importante. Y que cada cual aplique este ejemplo según su experiencia donde crea conveniente. Y ¿cuál es el problema? que si la jerarquía de estos tres ámbitos se respetase y todos ellos se supeditaran a una ética que debería analizar todas las decisiones de estos ámbitos, y decidir si son adecuadas o no, para esa contribución a transformar una sociedad que debería funcionar mejor, otro gallo nos cantaría.
Más allá del empleo de la palabra ética, que de hecho se produce rara vez, en esos discursos vacíos y autorreferenciales del metalenguaje político; cualquier referencia ética o moral a la práctica política ha quedado de hecho abandonada. Hemos sacrificado el componente más importante de la política a cambio de motivos personales, estrategias, tácticas u objetivos. ¿Moral política? Más nos vale que reflexionemos y nos pongamos a ello, y valoremos más a los políticos que la priorizan en su comportamiento, que no, a los que nos dicen lo que queremos oír. Porque cada día que pasamos preocupados por nosotros mismos, cada hora que ocupamos pensando en nosotros mismos, cada minuto que empleamos balbuceando sobre nosotros mismos, cada segundo que usamos mirándonos a nosotros mismos; son días, horas, minutos y segundos que malgastamos buscando soluciones sobre nosotros mismos, sin encontrarlas, a menos que empleemos todo ese tiempo en un diálogo político y ético con aquellos con los que compartimos una sociedad, una vida, un mundo.