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Maquiavelo y las redes sociales

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 30 de Diciembre de 2018
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 ​'Todos ven lo que tú aparentas; pocos advierten lo que eres'. Nicolás Maquiavelo

Toda tecnología comienza con una promesa en sus labios: mejorar nuestra calidad de vida, ayudarnos a superar los límites de la naturaleza, y eventualmente, consolidar nuestro dominio sobre el mundo. Rara vez, sin embargo, el uso que hacemos de ella no termina por torcer esa sonrisa, devolvernos la amarga mueca del bufón derrotado reflejada en el espejo de la vida. El mal uso de la tecnología más inocua termina siempre por crear más vacíos de los que presuntamente iba a llenar. Dadas sus dádivas, y la escasa importancia que le damos a aquello que renunciamos para beneficiarnos de ellas, no es de extrañar el proceso de divinización al que la hemos elevado. Rendimos culto en altares hechos a medida de nuestra hipocresía, sacrificando pizcas de nuestra humanidad, sin importarnos el precio a pagar, siempre que podemos disfrutar de comodidad, bienestar, lujo y desbordado consumismo. Está claro que no es nuestra capacidad empática, ni los arcoíris de sonrisas y lágrimas del sufrimiento propio o ajeno, lo que nos ha llevado a situarnos en la pirámide de depredadores del planeta, sino el uso de la tecnología para imponernos a las demás especies, a la naturaleza, y a los miembros menos afortunados de nuestro propio linaje. No hay tecnología que no haya mejorado la calidad de nuestra vida, a una pequeña parte de la humanidad al menos, el resto se conforma con las migajas, pero en igual medida, también es cierto que encontramos escasas tecnologías que no hayan alimentado el Tánatos, ese deseo de muerte y destrucción, que susurra a nuestras pasiones y deseos, contaminándoles y despojándoles de la generosidad y amor que deberían impulsar nuestras acciones.

El mal uso de la tecnología más inocua termina siempre por crear más vacíos de los que presuntamente iba a llenar. Dadas sus dádivas, y la escasa importancia que le damos a aquello que renunciamos para beneficiarnos de ellas, no es de extrañar el proceso de divinización al que la hemos elevado. Rendimos culto en altares hechos a medida de nuestra hipocresía, sacrificando pizcas de nuestra humanidad, sin importarnos el precio a pagar, siempre que podemos disfrutar de comodidad, bienestar, lujo y desbordado consumismo

Entre todas las innovaciones tecnológicas que en las últimas décadas hemos recibido con los brazos abiertos se encuentra Internet; la posibilidad de acceder a un mundo que antes nos parecía gigantesco, y ahora tan pequeño que todo se encuentra a nuestro alcance: información, amigos, recursos para el trabajo, para el ocio, para el consumo. Todo se ha vuelto más sencillo, más fácil, aparentemente. Como ideal complemento apareció uno de los inventos más agradecidos, que se ha extendido como un virus mortal por todos los rincones del planeta; las redes sociales. Nacidas con la inocente intención de hacernos más fácil salir de nuestros cascarones, conocer otras culturas, comprender mejor la diversidad y pluralidad del mundo y compartir lo mejor que hay en nosotros, encarcelando esa soledad y egoísmo que acechan siempre escondidos entre sonrisa y sonrisa compartida. Hoy, la mayoría de esas ilusiones, no son sino ruinas de un pasado glorioso, que se desvanece a la velocidad de vértigo a la que avanza una revolución tecnológica que no terminamos de comprender. Las empresas que las crearon devoran nuestra alma, la mastican y la venden al mejor postor, todo con la aparente sana intención de hacernos la vida más fácil, más cómoda y ayudarnos a tomar decisiones que por lo visto somos incapaces de tomar por nosotros mismos, como qué comprar, que música escuchar, qué libros leer, o qué partido político votar. El resultado es bien distinto al esperado: compramos lo que nos dicen que hemos de comprar, no lo que necesitamos, nos vendemos a los demás como si nuestra vida no valiera nada sin filtros de Instagram que muestren nuestra superficie, falsa, y poco de lo que en verdad somos, creando nuevas patologías, como si ya tuviéramos pocas en el diccionario de enfermedades mentales. Una máxima de Nicolás Maquiavelo, ese glorioso antepasado de todos esos asesores que ahora colonizan la política, más pendientes de su venta que de su ideología, define perfectamente nuestra presencia en las redes sociales, donde nos vendemos a través de instantáneas que poco o nada tienen que ver con los placeres y dolores que nos acompañan en el día a día de nuestra vida, y sí con la búsqueda del narcótico aplauso de desconocidos, o con la airada ira de otros tantos, que nos odian sin conocernos, y se reconfortan al calor de la hoguera que destruye, ceniza a ceniza, la bondad que debería ocupar el lugar del desprecio del que hacen gala. Todos ven lo que aparentas; pocos advierten lo que eres, susurraba Maquiavelo, así es.

Maquiavelo, gurú filosófico de nuestra presencia en las redes sociales, vertebra con sus proféticos consejos sobre cómo conservar el poder este texto, muchos siglos antes de que descubriéramos la red de redes. Sarcástico, pronunciaba esta demoledora sentencia: En general los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprender. Una vuelta por Twitter, Facebook, Instagram o esos grupos de WhatsApp, que carga el diablo, para quedarnos sin argumentos para rebatirle. Nos lamentamos de que ese término, posverdad, haya interrumpido en nuestras enredadas vidas con la virulencia de la peste bubónica en la Edad Media, distorsionando la información, cuando en realidad somos nosotros los que echamos gasolina a ese fuego, al no pararnos lo más mínimo a contrastar esas noticias que nos incitan a odiar, a culpar a otros de cualquier desgracia propia, a exigir que vuelva la guillotina para acabar con todos los males que nos acechan. Somos crédulos, siempre que esas falsas noticias saquen lo peor que hay en nosotros, y nos den la razón,  procedan del estercolero informativo del que procedan. Otra máxima del pensador florentino nos ilustra sobre esa estupidez que explica nuestro comportamiento; El ejército debe estar en ejercicio constante para que los soldados no tengan tiempo de pensar en cosas que los hagan sediciosos o inútiles. Los usuarios de las redes sociales somos ese ejército, y no nos damos cuenta que cuatro desalmados nos controlan, o lo pretenden, manteniéndonos siempre movilizados, alterados, irritados, cabreados, sin tiempo a reflexionar, sin tiempo para escuchar, sin tiempo para dialogar, solo hay tiempo para el rencor, el exabrupto, el odio, la destrucción del que no piensa o siente como nosotros, o no tiene la misma ideología, costumbres, o quién sabe, a este paso bastara con que no nos guste el color de sus ojos, o el de su cabello.

Maquiavelo, gurú filosófico de nuestra presencia en las redes sociales, vertebra con sus proféticos consejos sobre cómo conservar el poder este texto, muchos siglos antes de que descubriéramos la red de redes. Sarcástico, pronunciaba esta demoledora sentencia: En general los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprender. Una vuelta por TwitterFacebookInstagram o esos grupos de WhatsApp, que carga el diablo, para quedarnos sin argumentos para rebatirle

Es desolador intentar dialogar, con la mejor de las intenciones en una red social, con la humildad del que sabe que no tiene toda la razón, que puede estar equivocado, pero que es sincero en la oferta de un diálogo que le permita avanzar en la búsqueda de una verdad compartida. La soberbia del que predica desde un pulpito siempre vence, así es la naturaleza humana; Engáñense muchas veces los hombres creyendo que la humildad vence siempre a la soberbia, cuánta razón tenía nuestro amigo florentino. Otra máxima de su consejo al Príncipe la calcamos, en esos hilos de debate de las redes sociales que presumiblemente nacieron para el encuentro, y son caldo de desencuentros: No castigues nunca a la fiera que no puedas aniquilar, así funcionamos: Si hay que ofender a alguien, debe hacerse tan severamente como para no necesitar temer su venganza. Intentamos no comprender porque alguien dice lo que dice, piensa lo que piensa o siente como siente. No buscamos la fidelidad de la información que nos da, ni con humildad ofrecemos otra que creemos más certera. Nuestro más arraigado instinto de cazador primigenio toma las riendas, y aquello que nunca nos atreveríamos a hacer cara a cara, lo realizamos encapuchados detrás de una pantalla digital con la naturalidad con la que un recién nacido busca una caricia; destruir, humillar hasta que abandone, al otro que se ha atrevido a pensar, decir, o sentir diferente. La verdad, la compartida, no la impuesta, queda destruida en la hoguera de los prejuicios.

La maquiavélica estrategia es sencilla, buscar la ira de los extremos, se paga a las redes sociales para que esas mentiras, o medias verdades, que son las peores de las mentiras, invadan no solo los perfiles de aquellos predispuestos a tragárselas, sino también de aquellos objeto de la infamia, buscando provocar incendios, y dar la impresión de un clima prebélico en el que olvidemos todo lo que nos une y tan solo nos quedemos con aquello que nos divide. Nos comportamos como príncipes maquiavélicos en el uso que damos a nuestras redes sociales; convertimos nuestros perfiles en ciudades estados en guerra permanente con otras, no se nos ocurre esperar lo mejor de los demás y actuar con generosidad y honestidad. Seguimos a rajatabla la estricta guía maquiavélica de que es mejor contar mentiras, despreciar tus promesas, acabar con tus oponentes. El éxito de un buen príncipe encuentra su clave en aprender a no ser bueno. Algunos de los consejos para sobrevivir en las agitadas aguas del poder no son desdeñables, incluso desde una concepción bondadosa del ser humano, como admitir que el éxito depende no solo de tus acciones sino en gran medida de la suerte, pero lo que en absoluto depende del azar es tu capacidad para prepararte, para lo que pueda suceder. Otros son más cuestionables, como la pretensión de que un líder ha de preferir ser temido a amado. Con ambas opciones nos encontramos a menudo en las redes sociales, y mucho dice de cada cuál qué opción elige. 

La maquiavélica estrategia es sencilla, buscar la ira de los extremos, se paga a las redes sociales para que esas mentiras, o medias verdades, que son las peores de las mentiras, invadan no solo los perfiles de aquellos predispuestos a tragárselas, sino también de aquellos objeto de la infamia, buscando provocar incendios, y dar la impresión de un clima prebélico en el que olvidemos todo lo que nos une y tan solo nos quedemos con aquello que nos divide

Pareciera en el uso que hacemos de las redes sociales que admitimos sin discusión la máxima maquiavélica de que el ser humano es por naturaleza, poco fiable, deshonesto y ambicioso, y más nos vale tratarlos como tal. Siempre es preferible traicionar antes que ser traicionado, mentir antes de que nos mientan, manipular antes de ser manipulados. Incluso puedes aparentar, y en las redes sociales tenemos numerosos ejemplos, ser honestos y amables, mientras manipulas, traicionas y engañas entre bambalinas, dada la facilidad con la que nos dejamos llevar por las apariencias.

Lo único cierto de las tesis maquiavélicas es que si esperas lo peor de un ser humano, y lo tratas preventivamente como tal, terminará por ser cierto. En nuestra mano está decidir si ya que hemos convertido las redes sociales en un lugar de encuentro, lo convertimos en el infierno del desencuentro u optamos por algo diferente, dar una oportunidad al otro, no prejuzgar, no condenar, no despreciar, no quemar en hogueras virtuales al hereje que no piensa como nosotros, dar una oportunidad a la honestidad, al dialogo, al argumento, actuar no como un ejército de soldados descerebrados que arrasan todo lo que les dicen sus líderes, y convertirnos en todo lo contrario, dejar espacio para que los hechos, y sus interpretaciones, respiren, buscar el encuentro antes que el desencuentro, la concordia antes que la discordia, el respeto antes que el desprecio. Puede que no obtengamos ningún poder si nos comportamos así, ni en la política, ni en las redes sociales, y puede que seamos pocos realistas al no querer ser o leones o corderos, pero puede que también, estemos dando una oportunidad a que el mundo, a que nosotros, e incluso esa tecnologías que creamos para mejorar nuestras vidas, se conviertan en aquello que debería ser nuestro fin, seres e instrumentos diseñados para hacernos un poco más felices.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”