Mala, Bejo, Della: el hip hop español en 2020, a través de tres discos
El hip hop español, como sucede con cualquier escena particular, ha seguido su propia trayectoria, relativamente independiente del centro cultural que le servía de inspiración: EE.UU. Sin embargo, ciertos aspectos de la forma en que se estructuró el público se parecían mucho a lo sucedido allí, y no es casual: al final, el hip hop ha seguido el mismo recorrido que casi cualquier movimiento artístico popular a partir de la comercialización y masificación de la producción y consumo de productos culturales. Primero tenemos un grupo de pioneros, cuya motivación puede variar (en el caso del hip hop neoyorquino, por ejemplo, una parte importante del objetivo era crear una cultura pacífica que acabara con la violencia de las bandas callejeras), pero que nunca es prioritariamente económica. Estos pioneros consiguen generar una forma de expresión que da cohesión cultural a una capa social concreta; es decir, se convierten en la voz de un grupo, que se autorreconoce en ellos.
Entonces se ponen en marcha dos procesos simultáneos: cuando el grupo de gente que se siente representada es suficientemente grande, es inevitable que se genere una economía en torno a esa forma de expresión cultural; al ocurrir esto, esa forma de expresión cultural se convierte en un producto de consumo, y el consumo no entiende de fronteras que no sean el propio dinero, por lo que cada vez más gente puede acceder a ese producto
Entonces se ponen en marcha dos procesos simultáneos: cuando el grupo de gente que se siente representada es suficientemente grande, es inevitable que se genere una economía en torno a esa forma de expresión cultural; al ocurrir esto, esa forma de expresión cultural se convierte en un producto de consumo, y el consumo no entiende de fronteras que no sean el propio dinero, por lo que cada vez más gente puede acceder a ese producto. Esto desvincula de manera inevitable el género de su contexto de creación y su público original. Es decir, la expansión de una expresión artística provoca que, irónicamente, esta deje de estar vinculada a sus objetivos primigenios. Cuanto más crece el aspecto económico, más probable es que una parte de los integrantes originales de la escena (o, lo que es aún más curioso, algunos de los nuevos fans) sientan y reivindiquen que el género ha “perdido sus raíces”, se ha desviado del camino original y ha perdido calidad debido a su comercialización. De ese modo, surgen simultáneamente, por oposición, el mainstream (la versión comercializada) y el underground (la versión nostálgica, de vuelta a los orígenes) de cualquier escena.
Esta división se consolidó en EE.UU. a partir de mediados de los noventa (antes la división fundamental era Costa Este vs. Costa Oeste, pero las muertes violentas de Tupac Shakur y Notorious B.I.G. apagaron ese fuego, aunque fuera demasiado tarde). En España más bien se produjo una década más tarde, cuando grupos como Violadores del Verso o SFDK alcanzaron un grado de éxito comercial (discos de oro incluidos) que provocó el movimiento en contra. Pero lo que tenían en común ambas escenas era la limitada paleta de inspiraciones: tanto unos como otros sonaban predominantemente a boom bap, es decir, el estilo de producción de la edad dorada del hip hop (de mediados de los ochenta a principios de los noventa). Un estilo bastante minimalista, en el que bombo y caja conformaban el esqueleto adornado por algún sample y una línea de bajo, y eso era todo. Si a esto le sumamos una idéntica limitación en las inspiraciones vocales y las temáticas (ser el mejor rapero, ser más o menos “real” u ocasionalmente la denuncia política parecían ser los únicos argumentos posibles), nos encontramos con una escena que, salvo muy dignas excepciones, estaba insularizada y, al llegar el cambio de década, estancada. No en vano, sus oyentes eran considerados como una de las “tribus urbanas” que daban identidad a la juventud durante aquella década.
Todo ello cambió en los pasados diez años, fruto de la combinación de dos fenómenos ligados entre sí: la emergencia de las redes sociales como forma de comunicación entre artistas y público y la profunda renovación estilística que han introducido el trap desde EE.UU. y la llamada música urbana desde Latinoamérica. El efecto conjunto de ambos ha hecho que “la escena” se complejice y diversifique de tal manera que es difícil seguirla como algo coherente o unificado. Cuando cada músico puede hablar directamente con sus oyentes y el vídeo de YouTube se convierte en la unidad de consumo más importante, la dependencia de los artistas respecto a la industria disminuye y su libertad aumenta, y esto ha hecho de la pluralidad la norma. El rap español se ha mirado en un número creciente de espejos, se ha convertido en un estilo proteico cuando antes era predecible. Un fenómeno que refleja una dinámica cultural más amplia que, por seguir con el ejemplo anterior, ha llevado a la práctica desaparición de las tribus urbanas: nadie es ya solo rapera o emo o skater o pijo o choni, todo el mundo es un poco de todas esas cosas. Ya sabéis, la posmodernidad y demás.
La jerezana, autora de uno de los grandes clásicos del hip hop hispano, Lujo Ibérico (2000; también fue disco de oro), era no obstante una de las voces más atípicas de nuestro rap. Alejada del estilo hipertécnico de la mayoría de sus coetáneos, Mala destacaba más bien por sus flows e inflexiones originales, inconfundiblemente andaluzas, y por la influencia del flamenco en su sonido
En cualquier caso, los artistas que ya estaban antes de todo esto no han desaparecido, claro: han tenido que elegir entre adaptarse y tratar de seguir en diálogo con los tiempos o contentarse con seguir manteniendo a sus fans de siempre, felices de oír más de lo mismo. No debería sorprender que podamos ubicar en el primer grupo a Mala Rodríguez. La jerezana, autora de uno de los grandes clásicos del hip hop hispano, Lujo Ibérico (2000; también fue disco de oro), era no obstante una de las voces más atípicas de nuestro rap. Alejada del estilo hipertécnico de la mayoría de sus coetáneos, Mala destacaba más bien por sus flows e inflexiones originales, inconfundiblemente andaluzas, y por la influencia del flamenco en su sonido. Sin embargo, durante los años más importantes de la transición antes descrita, Mala había estado en silencio: entre Bruja (2013), que ya mostraba influencias muy amplias, y su siguiente single en solitario pasaron cinco años. Cuando volvió, eso sí, lo hizo con un desacomplejado paso hacia la fusión con estilos latinos, en consonancia con el zeitgeist. Su nuevo LP, Mala (2020), confirma esa tendencia.
Una pena que el producto final sea más bien deficiente. Evidentemente la fusión no es en sí misma una garantía de nada, y lo demuestra este disco deslavazado en el que se tocan muchos palos, no todos ellos bien, y los aspectos negativos se cargan el atractivo de los positivos. Destacan, en cuanto a los primeros, la asfixiante producción estilo EDM de “Superbalada”, que la obliga además a cantar a voz en grito con resultado chirriante, la falta de originalidad de “Problema”, con Lola Índigo, y el horroroso encaje entre la voz y la producción de “Antes de todo aquello”. En cambio, sus canciones más pop funcionan a las mil maravillas: el dancehall light de “Contigo”, con Stylo G, y sobre todo la sorprendente “Pena”, dueto espectacular con el enfant terrible del trap español, Cecilio G, son claramente lo mejor, y María encuentra en ellas huecos donde desplegar con evidente comodidad y descaro su estilo tan personal. Pero para entender el problema de fondo basta con escuchar “Nuevas drogas”, con una producción de trap clásico hiper agresivo, y después la balada al piano “Mami”. Quizás haya una forma de hacer coexistir estas dos canciones (decentes ambas) en un mismo disco con éxito, pero no es la que aquí nos presenta Mala.
Si la Mala era una de las más heterodoxas entre la vieja guardia, Bejo representa en cierto modo el caso contrario. Su formación, como muestran sus primeros singles y EPs, venía de los mismos referentes clásicos que habían sido el alfa y el omega del hip hop español. Pero justo por eso en su caso se sintetizaba muy bien lo que sí era novedoso. Cuando llegó la ola renovadora, se sumó a ella con habilidad, haciéndose un hueco gracias a su sentido del humor en Hipi hapa vacilanduki (2017) y confirmándose con un Parafernalio (2018) en el que expandía sus influencias y mezclaba todos los géneros, haciendo música más bailable y a la vez atreviéndose con baladas románticas. Desde entonces, solo había llegado un EP francamente irregular en colaboración con Nico Miseria, Piedra Pómez (2019). Ahora nos llega Chachichacho (2020), su disco más largo y ambicioso: nada menos que 15 canciones y 50 minutos. Quizás, cabría decir, demasiado ambicioso en algunos aspectos.
En sus mejores momentos, el álbum demuestra una vez más que Bejo tiene una gran flexibilidad artística, siendo capaz de cautivar con sus flows sobre bases cercanas a la salsa (“Avarisocio” y “El Moreno”, con producción similar a la del hitazo de su compañero de grupo, Don Patricio), otras más fiesteras (“#FiestaEnLaTerraza”, inspirada en el confinamiento de los últimos meses), otras más innovadoras (“Andando al Andén”, “Burbuja”), y también más clásicas (“Frida Calo”, “Happy Day”). Y aunque estos momentos predominan, también es cierto que hay varias pruebas de que no todas sus propuestas funcionan. En ocasiones se debe a la elección de las bases, como con el reggaetón plano y machacón de “Chocolate Blanco” o el emo trap (¿no se pasó ya este estilo de moda el año pasado?) con la guitarra acústica peor grabada que he oído de “Frío”. Otras veces más bien se trata de que sus giros vocales suenan directamente mal: esa forma de cantar tan grave que recuerda al peor Bad Bunny de “Duele” o, en fin, “Pico y Pala” en su conjunto, posiblemente la canción más irritante que haya grabado nunca este canario. Pero es cierto que el disco cierra con el single más magnético de Bejo desde los tiempos de su salto a la fama: “Rap Largo”, ocho minutos de puro rap a la vieja usanza que él mismo considera una segunda parte de su mítica “Sílaba Tónica RIP”. La ironía, pues, es que pese a todos sus esfuerzos por expandir su sonido en muchas direcciones, como mandan los nuevos cánones, lo que mejor le funciona a Bejo sigue siendo el estilo que caracterizó a sus antecesores.
Después de todo, es posible que el artista de esa nueva generación con una visión más clara de lo que quiere hacer sea el granadino Dellafuente (por más que él mismo niegue ser rapero, no sin cierta sorna). Su nulo interés por el parloteo que acompaña a la fama y lo que diga la prensa no impiden que el Chino entienda la importancia de crear una narrativa y controlarla a la hora de dar un extra de interés a tu música (“Rechazo comunicaciones, digo que no a las revistas[…]/no tengo na que contarles que yo quiera que mencionen/to lo que es relevante ya lo digo en las canciones”, dice en “La Recomellía”). Y así, después de lanzar su proyecto de rock andaluz Taifa Yallah con un estupendo primer disco en enero, Dellafuente escenifica su propia muerte (artística y como personaje) en Descanso en Poder (2020). Una representación que le sirve para continuar produciendo música en su vena más comercial bajo el sello Sony, mientras autoedita aquella más experimental, manteniendo absoluto control de la misma. La “Intro” lo aclara para quien tenga dudas: este disco es un caballo de Troya diseñado como “un híbrido entre darle al mercao algo interesante, ¿sabes? A la vez que se coman lo que nosotros queremos decirles”.
La premisa es divertida: este disco nos lo canta Dellafuente tras su “muerte”, la cual insinúa en “Toco el Cielo” que consiste simplemente en un retiro a una vida tranquila y próspera con su mujer y sus hijas, sin lujos pero sin necesidades materiales y alejado de los focos. Después de esa estupenda introducción con estribillo cantado por su inseparable Maka, el granadino muestra su faceta más moderna en la exquisitamente producida “Yalo Yale”. Justo en esta canción presume también de esa independencia que le confiere haber construido su público por sí mismo, sin necesidad del apoyo de una discográfica: “Tengo fieles desde… yalo, yale”, canta, en referencia a su hit “Consentía”. El disco contiene también buenas muestras del talento del Chino para el reggaetón: “Palante y patrás” y “Flores pa tu pelo”, con Ñejo y Pepe: Vizio, respectivamente, son divertidas y elegantes sin necesidad de reinventar el género. Y la mejor canción del disco llega con la colaboración de Rels B, “Pa que no te duermas”, en la que ambos profundizan en sus reflexiones en torno a la fama en un puente irresistible (“Me da lo mismo/Yo pa la calle ya lancé cuarenta himnos”).
La conclusión con “Nubes” nos presenta la particular visión del cielo del artista granadino, ese palacio andalusí suspendido en el aire de la portada del disco que recuerda al Palacio de Kamisama de Dragon Ball. Para esta canción se reserva Della el mejor estribillo del álbum, que emociona al ser entonado una y otra vez por el Coro de la Orquesta Ciudad de Granada. Así es fácil perdonar los momentos menos inspirados (“Saturación” no aporta nada a un formato de canción ya explorado con mejores resultados por Bon Iver, Rosalía o Sen Senra, ni a un mensaje que ya ha quedado claro en el resto del álbum) y quedarse con un muy buen sabor de boca. Sin llegar al nivel de innovación del disco como Taifa Yallah, esta vertiente comercial sigue teniendo una claridad de ideas y un buen gusto mucho más uniformes que los de Mala o Chachichacho. A nivel artístico, el poder de una visión definida y unificada sigue siendo esencial, por más mezclas que se hagan. El futuro del hip hop hispano debería pasar por encontrar un equilibrio entre ambas cualidades.
Si quieres escuchar los discos mencionados pincha en los siguientes enlaces: