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'Libertad sin ira'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 28 de Febrero de 2021
'El abrazo’ de Juan Genovés, 1976.
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'El abrazo’ de Juan Genovés, 1976.
 'Libertad, libertad/Sin ira, libertad/Guárdate tu miedo y tu ira/Porque hay libertad/Sin ira, libertad/Y si no la hay, sin duda, la habrá. Canción del grupo' Jarcha, 1976.

España vivió durante décadas una dictadura que persiguió, asesinó  o encarceló a todos aquellos que se opusieron a ella. La libertad no existía, salvo para alabar al régimen. Las heridas en la convivencia en la sociedad española de los años setenta eran devastadoras. No solo provenientes de la guerra civil en sí, o de la brutal persecución y castigo a los republicanos una vez terminada, sino debido a la falta de libertad que vivimos durante tantos años, y que provocó que la transición a la democracia, una vez fallecido el dictador, no fuera nada fácil, aunque la desmemoria y la banalidad de algunos pueda hacérnoslo creer. Las fuerzas reaccionarias del régimen franquista persistían profundamente implantadas en todas las estructuras del Estado, tratando de enfangar cualquier avance democrático. A pesar de las dificultades, de las enormes diferencias ideológicas, conscientes de la importancia de dotarnos de un amplio espacio constitucional y democrático de consenso, un grupo muy amplio de políticos demócratas de la época, comunistas, socialistas, centristas, demócratas liberales y conservadores, trabajaron conjuntamente y lograron una transición democrática ejemplar.

No todo fue perfecto, y hubo que hacer renuncias, cuyas consecuencias aún perviven, como se ha visto con la fragilidad de la memoria democrática y la dificultad de dotar de justicia a todas aquellas victimas perdidas, muchas de las cuales aún yacen en cunetas olvidadas, mientras persisten en algunos rincones símbolos que homenajean a los represores que las asesinaron y las persiguieron

No todo fue perfecto, y hubo que hacer renuncias, cuyas consecuencias aún perviven, como se ha visto con la fragilidad de la memoria democrática y la dificultad de dotar de justicia a todas aquellas victimas perdidas, muchas de las cuales aún yacen en cunetas olvidadas, mientras persisten en algunos rincones símbolos que homenajean a los represores que las asesinaron y las persiguieron. Aún quedan, a pesar de los años, residuos marginales remanentes del franquismo en algunas instituciones del Estado. No fue fácil entonces, y no es fácil ahora, pero lo logrado supera ampliamente aquello en lo que fracasamos. La libertad se consiguió, la democracia se consolidó, a pesar de amenazas desestabilizadoras, como esos nostálgicos del régimen que trataron de dar un Golpe de Estado el 23 de febrero de 1981, o la atroz violencia y las  masacres contra los demócratas de izquierdas o de derechas por parte de ETA.

A pesar de la frágil memoria, de la que hoy día pecan algunos sectores de nuestra sociedad, desde políticos al más común de los mortales, no debemos olvidar ni a las víctimas del franquismo, ni a las víctimas de la transición, ni a las víctimas del terrorismo, de cualquier tipo, ni el sacrificio y compromiso de todos los actores que hicieron posible las libertades hoy conseguidas. No debemos olvidar el sacrificio de todos los hombres y mujeres, que gracias al dialogo pacifico, que a veces parecía imposible, lograron dotarnos de la democracia que hoy día tan poco parecemos valorar.

Que toda democracia, como toda constitución que la sustenta, tiene taras, agujeros, y aspectos susceptibles de mejora, incluso amplia mejora, es indiscutible. Y la nuestra también, incluyendo la posibilidad de perfeccionar y adaptar la constitución a nuevas realidades de derechos, realidades políticas, económicas o sociales

Que toda democracia, como toda constitución que la sustenta, tiene taras, agujeros, y aspectos susceptibles de mejora, incluso amplia mejora, es indiscutible. Y la nuestra también, incluyendo la posibilidad de perfeccionar y adaptar la constitución a nuevas realidades de derechos, realidades políticas, económicas o sociales. Para ello hay cauces dentro del propio sistema, que necesitan, no podría ser menos, de consensos entre fuerzas ideológicas muy diferentes, y de amplios consensos sociales, si no queremos crear más división, y causar a medio o largo plazo más mal que bien. La democracia es el único sistema político que garantiza que personas muy diferentes, en sus ideas, en sus creencias, en sus culturas, puedan convivir en paz. Es el único sistema que garantiza derechos a las minorías, de cualquier tipo, protección para que no sean aplastadas por la fuerza de las mayorías. Es el único sistema que garantiza que la discrepancia con sus leyes y principios, hasta las más radicales, que pretenden acabar con la propia democracia puedan expresarse, siempre que no haya odio y violencia. Para todo ello hay cauces, largos y engorrosos, sin duda;  por un lado se encuentran las garantías jurídicas, por otro lado ganar espacios políticos, directos o indirectos, en elecciones parlamentarias o haciéndose hueco en la sociedad civil y ejerciendo de portavoces de diferentes movimientos. Todo ello es posible en una democracia, pero no hay atajos. La violencia la destruye, no la reforma. Podemos denunciar, y criticar duramente, actuaciones políticas, leyes, que nos lleven a manifestarnos, con pleno derecho de hacerlo. Podemos criticar públicamente la merma en derechos de determinadas leyes, o extralimitaciones concretas de alguna fuerza del orden. Para todo ello hay cauces y garantías en nuestro sistema democrático, y funciona. Actuaciones desproporcionadas, si se demuestra que lo son, se penalizan. Las leyes se cambian con nuevas mayorías democráticas, y el peso de la sociedad civil con presiones pacificas influye y altera estas leyes presionando a los poderes políticos. Múltiples ejemplos de todo ello hay, si queremos mirar más allá de la ira.

Que haya que reformar alguna ley para ello, con la fuerza democrática del parlamento, que ya ha manifestado su voluntad de hacerlo, es parte del juego democrático de la convivencia y una muestra más de que el sistema funciona

La llamada ley mordaza, así como algunas actuaciones judiciales, con exceso de celo, quizá, o con interpretaciones discutibles de la legislación, no han hecho ningún bien en los últimos años a que nuestra democracia mejore, y algo ha podido empeorar, pero sus cimientos, sus principios, sus leyes, sus mecanismos, siguen siendo en su inmensa mayoría justos, garantistas de nuestros derechos y nuestras libertades. Que haya que reformar alguna ley para ello, con la fuerza democrática del parlamento, que ya ha manifestado su voluntad de hacerlo, es parte del juego democrático de la convivencia y una muestra más de que el sistema funciona. Se puede abogar por cambiar nuestra constitución y que haya una república en lugar de una monarquía constitucional; convenciendo a una mayoría amplia de que ese es el sistema que se desea implantar, y amparándolo con un nuevo marco constitucional elegido democráticamente. Tampoco hay atajos para ello. Sin mayorías claras no es posible, no se puede dividir más que aunar. Pretender forzar cambios desde la violencia y el odio solo lleva a la quiebra de la democracia. A nada más.

Más allá de ser conscientes que no hay remedios mágicos, que la brutal crisis económica provocada por la pandemia, la desesperanza de muchos jóvenes en su futuro, el daño  causado en nuestra sociedad por los fallecidos por la COVID-19, las duras restricciones en nuestra vida diaria,  no van a cambiar de la noche a la mañana.  Es digno de mencionar, como una curiosidad sociopolítica, que cuando más están interviniendo los gobiernos nacionales, y la Unión Europea, para mitigar estos destrozos económicos y sociales, desde luego considerablemente más  que la inacción que tuvieron ante la crisis financiera del 2008, más radicales se vuelvan algunas posturas de aquellos que en nombre de la democracia justifican atajos violentos que solo pueden acabar con ella, no mejorarla.

Lo atroz de la situación actual es que lo que fuera posible en los setenta, con odios mucho más intensos y duraderos, algunos que venían de  generaciones atrás, con libertades mucho más recortadas, con tensiones y miedos mucho más presentes, aquello fuera posible, y no lo sea hoy día

Lo atroz de la situación actual es que lo que fuera posible en los setenta, con odios mucho más intensos y duraderos, algunos que venían de  generaciones atrás, con libertades mucho más recortadas, con tensiones y miedos mucho más presentes, aquello fuera posible, y no lo sea hoy día. Objetivamente la situación es mucho menos complicada, en lo económico, en libertades, en derechos sociales, en derechos territoriales y en todos los ámbitos, se diga lo que se diga. Se necesitan cambios sí, y nuevos consensos, pero  mucho menos problemáticos que pasar de una dictadura a una democracia. La historia futura encontrará serias dificultades para comprender esta paradoja, y que estos consensos de la transición se lograran entonces, y a día de hoy, siendo más sencillos, parezca imposible. Algo hemos fallado, en conjunto en nuestra sociedad, para que veamos como jóvenes, en un extremo y otro, se radicalizan hasta parecer parodias de la extrema izquierda o de la extrema derecha. Supurando odio hacia los otros, abogando por violencias insensatas, utilizando la palabra no como un arma de libertad, sino como un arma para amenazar al que piensa diferente. Mientras, la gran mayoría de la sociedad se deja arrastrar a debates estériles o tan enfangados, que los buenos  propósitos, como mejorar la libertad de expresión, nos duela más o menos su empleo, al ver tanto disparate, se vuelven no solo irreconocibles, sino que al emplear la violencia, o justificarla, se pierde todo el valor y la razón que tuvieran esas críticas.  

Dos extremos, la falangista y el rapero, ejemplos de la banalidad simplificadora de la política a la que hemos llegado; todo es blanco o negro, todo es conmigo o contra mí, todo es pedir libertad de expresión para uno mismo, mientras se amenaza o injuria a los otros

Dos extremos, la falangista y el rapero, ejemplos de la banalidad simplificadora de la política a la que hemos llegado; todo es blanco o negro, todo es conmigo o contra mí, todo es pedir libertad de expresión para uno mismo, mientras se amenaza o injuria a los otros. Qué le vamos a hacer, una de las paradojas de la libertad es la posibilidad de hacer mal uso de ella. Ni la una, la falangista, ni el otro, el rapero, merecen  cárcel por sus deplorables manifestaciones, llenas de odio e ignorancia a partes iguales. Si aquellos que sufrieron prisión, exilio, que no tuvieron ninguna libertad durante décadas, la reclamaron sin ira, qué nos ha pasado para no darnos cuenta del bien preciado, y frágil, que es la democracia, y la libertad que conlleva, y la dilapidemos en violencias sin sentido. Si lo que se pretende por parte de los vándalos es mejorar la democracia, en qué se diferencian con sus actuaciones de los fascistas a los que pretenden supuestamente combatir. Seamos claros: la libertad solo es posible donde el derecho, como instrumento propio de la justicia de una democracia social, predomina sobre las pasiones, los odios, las revanchas, las frustraciones, sean legítimas o no. Es hora de que se reivindique la libertad de expresión, se mejore la democracia pero sin ira. Si funcionó 45 años atrás para la transición de una democracia a una dictadura, cómo no iba a funcionar hoy día para pasar de una buena democracia a una democracia aún mejor.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”