La importancia de educar tus neuronas

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Diciembre de 2020
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'La razón procede de una educación neuronal, supone, desde el primer momento de la existencia, un trabajo regular, sostenido y repetido de la inteligencia a fin de crear redes, sinapsis nerviosas( conexiones de neuronas) que puedan utilizarse en operaciones de la mente, de la reflexión, de la inteligencia, del ejercicio del pensamiento'. Michel Onfray, Antimanual de filosofía.

Somos neuronas, o más específicamente, somos aquello que resulta de las sinapsis que nuestras redes neuronales establecen a lo largo de nuestra vida. En ellas se encuentran las explicaciones de nuestros actos, de nuestros sentimientos, de nuestros recuerdos, de nuestros olvidos, de nuestros amores y de nuestros odios. Nuestro pasado se explica por ellas, nuestro futuro depende de ellas. Las neuronas son los triunfos de las cartas que la naturaleza reparte para manejarnos en la partida de la vida. No decidimos que cartas nos dan, pero sí podemos elegir cómo barajarlas, cómo aprender bien las reglas, y con práctica, jugar tan bien que de vez en cuando seamos capaces de ganar algunas manos y burlar ese esquivo destino que trata siempre de amañar el juego. Las redes que se establecen neuronalmente dependen de nuestras actividades, de nuestras inquietudes, de nuestros intereses, de nuestra formación, de una práctica educativa que debemos hacer durar toda la vida.  La alternativa es renunciar a la curiosidad, al ansia de aprender, y transitar en un triste espectro de grises que nos permiten sobrevivir, que no vivir. En nuestra mano, educando las neuronas, se encuentra ser o no ser mentalmente aptos para decodificar el mundo, decodificar a los demás, decodificarnos a nosotros mismos. Tres enigmas en el centro mismo del sentido de nuestra existencia.

Sin embargo, no sucede lo mismo con la educación de nuestras neuronas. Nos matamos por disponer de una buena forma física, por salud, presunción o ambas cosas, no sucede lo mismo con los ejercicios que nos ayudarían en la elaboración de redes neuronales que nos permitan racionalizar, discriminar críticamente la  abundante información a la que estamos expuestos

Desde nuestra infancia nos insisten en la importancia de una buena educación física, de mantener en forma nuestro cuerpo, de hacer actividades que le mantengan alerta, ir al gimnasio, hacer deporte, pilates o cualquier otra disciplina que resulte sana físicamente. No hay edad para ello, desde la primavera de nuestra infancia hasta el invierno de nuestras vidas. Sin embargo, no sucede lo mismo con la educación de nuestras neuronas. Nos matamos por disponer de una buena forma física, por salud, presunción o ambas cosas, no sucede lo mismo con los ejercicios que nos ayudarían en la elaboración de redes neuronales que nos permitan racionalizar, discriminar críticamente la  abundante información a la que estamos expuestos. La inteligencia no es atractiva al parecer. La práctica de nuestra racionalidad parece circunscribirse en gran parte a nuestros años de formación académica; escuelas, institutos, universidades,  donde en ocasiones más que aumentar nuestras sinapsis, las estrechan con educaciones demasiado ortodoxas, memorísticas, o que únicamente están enfocadas a que realices eficientemente determinada tarea. Si algo está claro es que al igual que cuidamos, o debiéramos, nuestra forma física, con una alimentación apropiada y ejercicio físico, deberíamos durante toda la vida practicar ejercicios con nuestras neuronas, de la manera más heterodoxa posible, para evitar los encorsetamientos que provoca una educación demasiado focalizada en que sepamos desempeñar determinadas tareas y poco más. Mantenerse en buena forma física es bueno para la salud, mantener en buena forma nuestras neuronas es imprescindible para dotar de sentido a la salud.

La lectura, como arma de destrucción masiva de la ignorancia, mientras más variada mejor. Las actividades culturales, mientras más diversas mejor. La curiosidad por disciplinas del conocimiento y la ciencia, alejadas de nuestros intereses profesionales, mientras más numerosas y diferentes mejor. Las inquietudes, mientras más variadas, y sorprendentes, mejor

La lectura, como arma de destrucción masiva de la ignorancia, mientras más variada mejor. Las actividades culturales, mientras más diversas mejor. La curiosidad por disciplinas del conocimiento y la ciencia, alejadas de nuestros intereses profesionales, mientras más numerosas y diferentes mejor. Las inquietudes, mientras más variadas, y sorprendentes, mejor. Sin embargo, tendemos a anquilosarnos cada día más, a amodorrarnos en lo que ya sabemos, perezosos de buscar información que contraste la que ya poseemos, reticentes a elaborar nuevas ideas y argumentos. Dejamos que  otros piensen y por tanto decidan por nosotros. De qué nos vale esa obsesión por el running, si practicamos todo lo contrario con nuestras neuronas, responsables de nuestra capacidad de interactuar racionalmente con el mundo. Las neuronas necesitan ejercitarse, establecer conexiones fructíferas, y para que eso suceda necesitamos actividad mental continua y perseverancia, o decaeremos en lo más importante, que no es el físico, sino nuestra capacidad mental, donde reside aquello que nos hace ser lo que sea que seamos, más que nuestro físico.

Michel Onfray define las actividades racionales, manifestaciones de nuestras redes neuronales, como las actividades de aquella facultad que combina conceptos y proposiciones intelectuales, y nos permiten comparar ideas y realidad. A través de esa aptitud tan elusiva que llamamos inteligencia. Nuestra capacidad de adaptarnos al mundo depende del orden que seamos capaces de establecer en nuestros pensamientos, y ese orden dependerá a su vez de nuestra disciplina y del método que empleemos para ello. A través de esa jerarquía de los pensamientos, disciplinándolos y ordenándolos, seremos capaces de encadenar argumentos, elaborar discursos que nos permitan mostrar  racionalidad; que no es sino demostrar, probar y justificar aquellas conclusiones  a las que llegamos. El pensamiento irracional es tan fácil de definir como la ausencia de todas estas características. Abandonar la racionalidad, nuestra capacidad crítica,  es el primer paso para dejar que otros decidan por nosotros, nos hace susceptibles al miedo, víctimas de discursos del odio, para aprovecharse  de nuestras emociones, y debilita nuestra resistencia ante supersticiones, que nos debilitan.

Mientras más dúctil sea nuestro conocimiento del lenguaje, mientras más ejercitemos la memoria, asimilemos conocimientos y los contrapongamos, más fácil nos resultará responder a los retos de la vida, pues estaremos creando redes que son como autopistas para nuestra capacidad de razonar

El pensamiento místico prisionero de la irracionalidad, causada por el exceso de indulgencia en el uso de nuestras neuronas, nos anima a contraponer intuición con razón. En realidad, la intuición es parte del proceso racionalizador. Nuestro cuerpo, la carne que somos, capta emociones, percepciones, sensaciones, que se trasladan a nuestras redes neuronales, y cuyas primitivas impresiones llamamos intuición, pero ésta sin orden, sin discriminación, sin jerarquía clasificadora, sin unir lo fragmentario, es fútil. Es como  pretender interpretar un puzle al que le faltan piezas;  podremos disponer de una brumosa imagen de lo que tenemos, pero sin encajar todas las piezas en su sitio, equivocarnos es bastante más probable que acertar. Educar el lenguaje, al igual que nuestra memoria, de tal manera que la relación de conceptos sea más importante que su memorización, son dos de los ejercicios más recomendables para aquellos que crean que el running mental es, al menos, tan importante como el físico. Mientras más dúctil sea nuestro conocimiento del lenguaje, mientras más ejercitemos la memoria, asimilemos conocimientos y los contrapongamos, más fácil nos resultará responder a los retos de la vida, pues estaremos creando redes que son como autopistas para nuestra capacidad de razonar. Mantenerlas en buen estado evitará que  se llenen de baches, de asfalto en mal estado, y nos accidentemos con cierta facilidad. No hay más misterio que usar mientras más mejor, esas capacidades de racionalización de las que disponemos.  No garantiza acertar siempre, ni tener siempre razón, ni éxito, ni conocer todo, pero mientras más practiquemos, mientras más nos adiestremos, más posibilidades adquiriremos.

Nuestro cerebro es un instrumento maravilloso, lleno de cualidades insospechadas, que necesita plena atención durante toda nuestra vida. El acierto en la toma de decisiones, o en nuestra capacidad para rectificarlas, dependerá de lo engrasada que tengamos esa maquinaria, ese 'ordenador', que es nuestro cerebro

Nuestro cerebro es un instrumento maravilloso, lleno de cualidades insospechadas, que necesita plena atención durante toda nuestra vida. El acierto en la toma de decisiones, o en nuestra capacidad para rectificarlas, dependerá de lo engrasada que tengamos esa maquinaria, ese ordenador, que es nuestro cerebro, y esas aplicaciones que le incorporemos para ayudarnos, las redes neuronales. Si le preguntamos a nuestro móvil qué música escuchar, si pasear o no, con qué pareja quedar, o mil cosas más que dejamos en manos de máquinas ajenas, por qué no emplear para responder a muchas de estas preguntas a nuestra propia máquina, que sigue siendo, no solo más eficiente que ninguna artificial, sino que nos conoce mejor que cualquier algoritmo artificial. Nuestro cerebro compara experiencia, sentimientos, expectativas, miedos, y decide qué curso de acción hemos de tomar. Mientras más hayamos practicado, mientras más capacidad tengamos de procesar información, mejor decisiones seremos capaces de tomar.

Sin pasión, no habría belleza, no habría amor, y difícilmente existiría la empatía que necesitamos para sanar moralmente un mundo tan herido

Nuestras neuronas se ven seriamente afectadas, en su configuración, por nuestras emociones, educarlas es también ayudar a crear redes neuronales más eficientes, más racionales, capaces de tomar mejores decisiones. La carne, las pasiones, son también parte de aquellos que somos,  pasiones que corretean por esos circuitos alborotando las neuronas, moldeándolas también. No hay nada malo en ello, sin pasión, no habría belleza, no habría amor, y difícilmente existiría la empatía que necesitamos para sanar moralmente un mundo tan herido. Educar a nuestras neuronas no significa no permitir que las buenas pasiones nos alboroten, y nos desvíen de las rectas autopistas de la razón, a veces hay que coger desvíos para admirar paisajes vitales que nos perderíamos y que dan sentido a toda una vida, pero si debemos evitar que las malas pasiones tomen el control. Su potencial destructor nos ciega. Alimentan el odio y el miedo, y no hay decisión correcta que seamos capaces de tomar cuando toman de tal manera el control de las riendas de nuestras decisiones.

Nuestro cerebro es increíblemente dúctil, bien tratado, hasta tal manera se adapta que es capaz de crear realidades, para ayudarnos a adaptarnos a esas circunstancias que tanto nos cuestan, como envejecer o superar traumas. Las ilusiones visuales que tanto éxito tienen en las redes sociales están basadas en experimentos psicológicos que tratan de explicar esa capacidad adaptativa de nuestro cerebro ante informaciones perceptivas incompletas o confusas, y de qué manera las parchea para proporcionarnos un timón al que aferrarnos. Igualmente sucede con la memoria, al hacernos recordar especialmente los momentos más felices, oscurecer o alterar los más terribles, o proporcionarnos una mirada condescendiente a nuestra decadencia física al mirarnos al espejo. Las redes neuronales cuidan de nosotros, nos protegen, nos ayudan, pero ellas  a su vez dependen de lo que hagamos a lo largo de nuestra vida con ellas, al igual que el cuerpo nos falla si hemos abusado, si no lo hemos cuidado, nuestra mente, nuestras neuronas responderán según el trato, o el maltrato que les demos. Siempre hay tiempo para cuidar nuestro cuerpo, pero especialmente siempre hay tiempo, y nunca es tarde, para cuidar nuestras neuronas y educarlas.

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”