Una historia sin final feliz
Esta es la historia de José Manuel, un buen hombre, de 47 años, casado, padre de dos hijos, rebosante de alegría y optimismo, según quienes le conocieron, amigo de sus amigos, deportista, que salía en su bicicleta a pasear en cuando tenía un rato libre, entregado a su profesión, como agente de la Guardia Civil y al que el destino le tenía preparada la más triste sorpresa a la vuelta de la esquina.
Todos acabaron conmovidos por el coraje de un profesional orgulloso de su trabajo y por el cariño de un padre ejemplar. Y terminaron llorando tanto sus compañeros, como sus amigos, sus conocidos, la sociedad civil al completo y, en especial, la mujer y los dos hijos, deshechos y marcados para siempre por una fecha que jamás olvidarán
En esta parte de la historia, todos acabaron conmovidos por el coraje de un profesional orgulloso de su trabajo y por el cariño de un padre ejemplar. Y terminaron llorando tanto sus compañeros, como sus amigos, sus conocidos, la sociedad civil al completo y, en especial, la mujer y los dos hijos, deshechos y marcados para siempre por una fecha que jamás olvidarán.Concretamente fue el pasado lunes, de madrugada. Esa misma noche, alguien robó en el Mesón La Fragua, de Las Gabias, igual que había ocurrido en días anteriores en otros locales de los alrededores de Granada; por eso, las fuerzas de seguridad habían intensificado la vigilancia. Uno de los controles policiales se ubicó en Huétor Vega, bajo la supervisión de José Manuel y de su compañera, una agente en prácticas. Ninguno de los dos dio importancia, en ese momento, a la última conversación que mantuvieron, pese a que ella ya jamás la olvidará. La suerte, o en este caso la desgracia, quiso abrirse paso en un camino directo hacia el Guardia Civil, que al sospechar de un Ford blanco, lo paró. Ni siquiera le dio tiempo a identificar al conductor, que forcejeó con él hasta que se hizo con la pistola y le hirió en la ingle. Salió de su vehículo y huyó a pie, mientras José Manuel se desangraba. La valentía y rapidez de actuación de su compañera, según reconocen los miembros de la Asociación Unificada de Guardias Civiles, permitió la detención del sospechoso. Por desgracia, para entonces, cinco horas después, José Manuel había sido intervenido de la pierna, pero la perforación de la bala había sido imposible de neutralizar y moría en la sala de operaciones.
Esta es también la historia de Juan Antonio, un hombre de 40 años, al que detuvieron, por primera vez, cuando tenía 28, por conducir sin carné. Desde entonces, había pasado por prisión varias veces y se le habían atribuido 27 delitos, 8 hurtos y 15 detenciones, sobre todo por robo de coches y por amenazas y maltrato psicológico a su ex pareja; incluso, en 2011 agredió con un destornillador a un policía que trataba de ponerle las esposas. En base a esta corta biografía, no es extraño que, en nuestra historia, tenga todas las papeletas para convertirse en el malo, más si tenemos en cuenta que muy probablemente se trata de una persona con serios problemas de adicción a las drogas.
Esta es también la historia de Juan Antonio, un hombre de 40 años, al que detuvieron, por primera vez, cuando tenía 28, por conducir sin carné. Desde entonces, había pasado por prisión varias veces y se le habían atribuido 27 delitos, 8 hurtos y 15 detenciones, sobre todo por robo de coches y por amenazas y maltrato psicológico a su ex pareja; incluso, en 2011 agredió con un destornillador a un policía que trataba de ponerle las esposas
Aquella madrugada del lunes, Juan Antonio conducía un Ford blanco y en cuanto vio el control policial se asustó; por un lado, porque posiblemente había cometido algún robo y, por otro, porque sabía que, con sus antecedentes, estaba perdido de antemano. Así que, cuando un agente le pidió la documentación, a él, quizá bajo los efectos de alguna droga, no se le ocurrió otra cosa que forcejear con él para tratar de escaparse. La pelea fue a más y, cuando vio la posibilidad de quedarse con su arma, no se lo pensó: la agarró y simplemente disparó. Todo con el fin de salir de aquel atolladero sin acabar de nuevo en el trullo. Al verle caer al suelo, Juan Antonio sintió que no le quedaba más remedio que huir de allí. Probablemente pidió la colaboración de colegas, de esos con los que se aliaba para robar coches, pero le dijeron que no, que no iban a ayudar a alguien que había asesinado a sangre fría a un agente. Ni siquiera ellos entendían cómo lo había podido hacer.
Afortunadamente, Juan Antonio, ese cuya vida se cruzó un instante fatídico con la de José Manuel para interconectarse para siempre, fue detenido y, no cabe duda de que caerá sobre él el peso más pesado de la Justicia.
Pocos llorarán su encarcelación, porque probablemente apenas le quedaban amigos de verdad, y su familia estará ya más que acostumbrada a verle entre rejas, aunque nunca haya sido por un delito tan grave.
Y en estas historias cruzadas, de buenos y malos, lo habitual es que cuando todo ha sucedido se escuchen voces para pedir soluciones. La población se echa las manos a la cabeza y no entiende cómo es posible que un hombre con 27 delitos esté en la calle y solicita que no haya perdón para él ni para ningún otro como él, que se alarguen las condenas, que se proteja a la sociedad de estos individuos.
Uno, que conoce bien el ambiente carcelario, porque visita a menudo por trabajo este lugar, lo que no acaba de entender es cómo no ocurren más este tipo de sucesos, porque son una consecuencia inevitable de un sistema penitenciario que no aborda las causas y prefiere lamentar el resultado.
Uno, que conoce bien el ambiente carcelario, porque visita a menudo por trabajo este lugar, lo que no acaba de entender es cómo no ocurren más este tipo de sucesos, porque son una consecuencia inevitable de un sistema penitenciario que no aborda las causas y prefiere lamentar el resultado.
Hay reclusos que durante toda su condena no ven al psicólogo más que una o dos veces. Así que una prisión es un lugar en el que se reúne a personas con ciertos problemas mentales, nunca tratados, con jóvenes rebosantes de testosterona y escasos de nivel cultural, porque han crecido en lugares en los que creen que no sirve para nada, con drogadictos, cuyo único fin es acabar su condena cuanto antes para volver a drogarse en la calle, con profesionales cualificados que cometieron un delito financiero y no se identifican con ninguno de los demás. Y así componemos un cóctel variopinto de personalidades que conviven y pasan el tiempo como pueden, sin apenas actividades diarias, sin obligaciones ni deberes, haciendo contactos que después utilizarán en el exterior para continuar en el otro lado de la raya.
Y aunque esta es la historia de dos hombres cercanos a la cuarentena que se encontraron el día que cambió sus vidas para siempre, tengo que decir que conozco en la cárcel a muchos chavales menores de 20 años con los que me río y cada uno me muestra su mejor cara: la del tipo encantador y gracioso, la del deportista, la del respetuoso, la del muchacho emotivo que es capaz de llorar delante de ti; y muchos, pese a su juventud, tienen ya detrás una larga trayectoria, la mayoría de ellos por delitos menores relacionados con la droga.
Uno que, simplemente pasa por la cárcel de visita a menudo, se pregunta qué ocurriría si se dedicaran más recursos a animar a esos chicos a estudiar en prisión, a ocupar su tiempo, a indagar en las verdaderas causas de su delito y a tratarlas con constancia y continuidad, con supervisión profesional, con el fin de evitar que se produzca en el futuro.
Por desgracia, temo que uno de estos chavales a los que aprecio y que ahora me hacen reír cuando voy a verles a prisión, dentro de 15 ó 20 años se convierta en un Juan Antonio y, entonces, tenga que borrar la sonrisa que él me dibujó en los labios para sustituirla por una lágrima de dolor.