La hipocresía en el banquete de las vanidades

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Lunes, 2 de Enero de 2017
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'La hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud'.

François la Rochefoucauld, político y moralista francés, 1613-1680

Navidad y año nuevo.  Unos días en lo que de repente todo el mundo, o casi todo el mundo en occidente, se ve inundado por optimistas mensajes de paz, bienaventuranza y felicidad. De efusivos deseos de bienestar para propios y extraños. Abrazamos a amigos, familiares, compañeros y al inocente que pasaba por allí, y deseamos felicidad incluso a aquellos a los que los restantes días del año les dedicamos, en el mejor de los casos, indiferencia, y en el peor, improperios de todo tipo. Seamos honestos. Somos un poco hipócritas. No ya por no sentir en muchos casos esos deseos de felicidad o la menor calidez en esos abrazos, sino porque nuestro comportamiento, no ya estos días, que también, sino el resto del año, poco tiene que ver con esos efusivos abrazos y con lo que deseamos.

Deberíamos empezar por una confesión colectiva: todos somos un poco hipócritas. Quién podría decir que nunca ha ocultado lo que piensa realmente de una persona o una situación, y por diferentes motivos; benévolos, malvados, generosos o egoístas, ha dicho lo contrario. Si nos remontamos a las raíces lingüísticas del término griego proviene de la palabra hypókrisis, que originariamente venía a denominar a aquellos que representaban un papel en el teatro, y que con el tiempo vino a definir a todos los que fingían socialmente y ocultaban su verdadero carácter. Y qué difícil, en principio, podría parecer descubrir ese fingimiento, esa apariencia de virtudes que nos ponemos como un traje de quita y pon, o esa declamación exagerada de sentimientos, que en verdad ni se tienen ni se experimentan. Al fin y al cabo, no podemos leer la mente ajena, especialmente de aquellos que no conocemos bien, aunque también es cierto que tarde o temprano los actos de una persona nos muestran esas grietas entre sus verdaderos sentimientos y pensamientos, y sus declaraciones, aquello que comunicamos verbalmente a los otros, o sus actos, que poco tienen que ver con aquello que proclaman a los cuatro vientos. Los gestos también nos denuncian ese puente roto entre pensamiento o sentimiento y acción comunicativa. Volviendo a los orígenes teatrales del término, especialmente en ámbitos públicos como la política, hay quien desde bien joven práctica el fingimiento en ocultar su verdadero carácter en pos de un beneficio mayor, y si es un buen actor o actriz, no es tan fácil distinguir lo verdadero de lo falso. Hay incluso, quienes a pesar de actuar de forma radicalmente contraria a su verdadero ser, se sumergen tanto el papel que terminan por dar el pego. Al menos, en público. Ya en privado, suelen dejar rienda suelta a todo aquello que deseaban ocultar.

Hay actores y actrices que interpretan un papel que les encaja de tal forma, que cualquier interpretación posterior parece artificial y carente de gracia, en otros casos, algunos actores y actrices da igual que interpreten uno u otro personaje, pues su personalidad es tan fuerte que impregna las máscaras de ficción, y todos esos personajes tan aparentemente diferentes pasan a ser el mismo. Algo así sucede en la vida, a veces nos encontramos con situaciones o personas que encajan con naturalidad, en otras situaciones o con otras personas, todo parece artificial.

Tampoco hay que exagerar en nuestra culpabilidad colectiva, una cosa son esas mentirijillas que todos contamos, la mayoría bien intencionadas, aunque en algunos casos con un exceso de mal entendido paternalismo o indulgencia hacía las debilidades del sujeto al que dirigimos las mentiras, y otra el fingimiento que oculta el verdadero rostro tras la hipocresía en nuestro comportamiento social. No es lo mismo decirle a una persona a la que quieres que esa mañana su rostro resplandece a la luz del amanecer, aunque realmente pienses que ese querido rostro aún no ha terminado de despertarse, que decirle al mundo lo generoso o liberal que eres con los demás, cuando en realidad te comportas y te sientes como un egoísta o un conservador de cuidado.

La fraternidad es una de las más bellas invenciones de la hipocresía social nos contaba el novelista francés Gustave Flaubert, sobre esa necesidad de aparentar la generosidad y hermandad social que sentimos hacía los demás, a pesar de que lo que realmente pudiera suceder en nuestro interior es todo lo contrario. Y es difícil explicar, que sea de otra manera si nos atenemos a lo generosos que somos en público, sobre todo si es de boquilla, y lo que suele variar nuestro comportamiento en privado.

Ralph Waldo Emerson, el poeta y ensayista estadounidense del siglo XIX, pontificaba que todo hombre es sincero a solas, en cuanto aparece otro hombre empieza la hipocresía. Cierto es que, si seguimos con las confesiones colectivas, quién no ha sido hipócrita consigo mismo alguna que otra vez con tal de subir un poco la autoestima, o con tal de no caer en el más absoluto pesimismo ante alguna catástrofe que se nos viene encima. Siempre he pensado que no se puede ser optimista sin ser un poco hipócrita, sobre todo si miramos sin vendas en los ojos a nuestro alrededor. Pero lo cierto, es que la mayoría de las veces la sinceridad consigo mismo suele ser la norma, pues engañarse a sí mismo muy a menudo no deja de ser un billete directo al más espectacular de los fracasos. Es en lo social donde nuestros disfraces de actores y actrices cobran protagonismo, nada peor a nuestros ojos que presentarnos desnudos ante el escrutinio de los demás, posiblemente con razón, pues la crueldad del juicio ajeno suele ser inversamente proporcional a la indulgencia que tenemos con el juicio propio. Tiempos líquidos los nuestros en los que las exposiciones a las redes sociales han multiplicado exponencialmente nuestra hipocresía social, y nos sumergimos cada día en ese hipócrita banquete de las vanidades de las redes sociales, donde la exageración y la hipocresía domina cada paso que damos. Antes de poner una foto para decirle al mundo lo triste que estamos, dedicamos un generoso tiempo a arreglarnos y buscar que foto podría lograr más aceptación en el juego de los Me gusta. ¿Quién realmente estando triste y jodido hace eso? O esos perfiles en los que nuestra vida parece de ensueño, entre copas, banquetes y amantes, salpicado todo ello con frases o memes que nos hagan aparentar cierta profundidad en esa bacanal de hipocresía social, más cercana al esperpento y a la apariencia de amistad, que a compartir con sinceridad aquello que merece la pena de nuestras vidas; alegrías y tristezas, caminos cerrados y encrucijadas, éxitos y fracasos, ilusiones y desilusiones, con aquellos que en verdad nos importan, o deberían ser los que en verdad nos importasen. Aquellos que se encuentran a pocos metros de nuestras vidas reales, pero a miles de kilómetros de nuestras hipocresías virtuales.

 Y así, en el teatro de la vida deambulamos interpretando personajes, como actores ebrios en un escenario, improvisando diálogos bajo las ordenes de un director que hace años se ausentó, moviéndonos como bailarines al son de la tragedia, la comedia o la tragicomedia, deambulamos cegados por los focos, anhelando que baje el telón y suene el aplauso final de unos espectadores que ya hace tiempo desertaron del espectáculo.

Mención aparte merece la hipocresía del sometido, o de aquellos que prefieren la humillación que la rebelión, ante los abusos del poder y el ejercicio de la fuerza coercitiva que domina en tantos ámbitos autoritarios de nuestra vida; a veces la familia, a veces en la educación, a veces en el trabajo, a veces con amigos, a veces con amantes, a veces en la política. Tantos y tantos lugares donde el abuso lo escondemos bajo la hipocresía de pregonar que nos sentimos satisfechos, mientras nos sentimos humillados. Mantener la cabeza baja y aparentar hipócritamente que todo va bien, que nos sentimos contentos con una situación que no soportamos. Todo menos rebelarnos, todo menos cambiar las reglas de juego, todo menos denunciar el uso de esos dados marcados en el tablero corrompido de la vida.

El cinismo tiene un lugar destacado en ese banquete de las vanidades e hipocresías que dominan diferentes ámbitos públicos de nuestra vida en sociedad, como en la política. Y entiéndase política en un amplio sentido. Pues, aunque la importancia no sea la misma, hacemos política en una asociación de vecinos, en una ONG, en una organización política o en un Consejo Escolar. Muchas veces en esos ámbitos nos comportamos hipócritamente, con tal de conseguir nuestros objetivos. Mentimos, dejamos que nos recompensen con pequeñas regalías (sobornos, para ser más claros), manipulamos, etc. Y luego, con total cinismo denunciamos a los políticos, con mayúscula, que ejercen su labor en un ayuntamiento, parlamento, o cualquier puesto público, electo o a dedo, en donde se encuentren. Un poco cínico es actuar así en esos ámbitos y sin embargo lanzarnos a denunciar con grandes aspavientos la hipocresía de esos políticos. Al fin y al cabo, no pasa nada si nosotros en nuestro ámbito privado nos hemos beneficiado de pequeños abusos o trapicheos. Denunciamos con una cínica impostura la hipocresía de la política.

Y sí, puede que cuantitativamente y cualitativamente, el daño del comportamiento hipócrita de un político sea mucho mayor, pero si en nuestra vida privada no actuamos con honestidad, ese cinismo puede resultar más destructivo, que la denuncia de la hipocresía política. Porque al final, todo vuelve al descredito de cualquier actividad de servicio público, sea política, o sea en colectivos sociales. Al fin y al cabo, aquellos que nos conocen y ven como actuamos en privado y como denunciamos ese mismo comportamiento en público, no pueden sino pensar. Son (somos todos) igualmente hipócritas. Al igual que esa otra frase tan aplaudida de todos los políticos son iguales. Y ambos caminos, únicamente pueden llevarnos a un lugar llamado desesperación.

No se hunde el mundo por hacer creer que compartimos una sonrisa que no sentimos, o una pena que en nuestro interior se disuelve en indiferencia, a no ser, que en vez de hacerlo ocasionalmente y en situaciones sin importancia, lo convirtamos en norma y siempre con motivaciones egoístas, siempre para protegernos y aprovecharnos de la generosidad de los demás. Si eso se produce, deberíamos ser conscientes que esos abismos entre nuestros sentimientos, deseos, pensamientos, por un lado, y nuestras palabras y acciones por otro, siempre terminan por dejar heridas en los cristales de la amistad, del amor, de la generosidad, y bondad que protegen nuestro corazón, y al final, sucede como con todos los cristales, si sufren demasiados golpes, tarde o temprano se resquebrajan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”