La falta de (buena) educación

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 15 de Julio de 2018
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 A los maestros, que a pesar de todo,  se preocuparon por lo más importante, enseñarme cómo vivir con respeto y dignidad

Nos falta educación porque nos falta sabiduría, y nos falta sabiduría porque no entendemos que no se pueden enseñar conocimientos; técnicos o humanísticos, prácticos o teóricos, sin valores éticos. No una asignatura que se de en algún que otro curso como si fuera una alternativa menor, sino entender que la ética, que los valores, impregnan, o deberían hacerlo, todo, desde las matemáticas hasta la historia del arte, desde la educación física a la literatura. Nadie se extraña que en una ciudad  milenaria, Granada, que debería ser ejemplar por su tradición cultural, dos empresas de bicicletas de alquiler hayan tenido que abandonar porque nos hemos comportado como barbaros, lo que debería hacernos enfadar, lo hemos tomado a guasa. Nadie se extraña que ensuciemos nuestras calles, o que nos respetemos las mínimas normas de circulación, o mil detalles deplorables más. Exigimos respeto, pero pocas veces lo practicamos con los demás. Mientras permitamos que en los colegios o institutos, que deberían ser templos de la educación, se abuse del diferente o del débil, porqué hemos de escandalizarnos de esa cultura machista que ve a la mujer como un objeto a poseer y maltratar. 

¿Acaso alguien cree que no hay una culpa y una responsabilidad colectiva en la barbarie que permite que a niños y niñas, por ser diferentes, en su físico, su sexualidad, sus creencias, se les persiga y castigue, a veces empujándoles a la muerte, por sus propios compañeros, con los que deberían jugar, y aprender a amar y ser amados?

¿Acaso alguien cree que no hay una culpa y una responsabilidad colectiva en la barbarie que permite que a niños y niñas, por ser diferentes, en su físico, su sexualidad, sus creencias, se les persiga y castigue, a veces empujándoles a la muerte, por sus propios compañeros, con los que deberían jugar, y aprender a amar y ser amados? ¿Acaso alguien cree que el verdadero origen de esa lacra vergonzosa de nuestra sociedad que es la violencia machista que asesina y oprime a miles de mujeres no encuentra sus orígenes en una perversión y en una falta de contundencia de nuestros sistemas educativos, exógenos o endógenos, más allá de las leyes que protejan y castiguen?

Nos encontramos en una encrucijada: Educación o barbarie. Es una elección; como personas, como sociedad, como individuos, como colectivo. Elegir la alternativa equivocada, en lo personal o en lo social nos lleva a la barbarie; de la cultura, de la política, del amor, de la familia, de la convivencia, de nosotros mismos. De todo lo que debería importar. De aprender que el pasado es conocimiento y memoria, duela o alivie, que el presente es conocimiento y respeto, lo vivamos o nos escondamos, que el futuro es conocimiento y crítica, lo alentemos o lo neguemos. No hay libertad sin educación. No hay igualdad sin educación. No hay solidaridad sin educación. Con cada gramo de aire que respiramos aceptamos el reto de seguir viviendo, con cada gramo de conocimiento que aprendemos, sobre el mundo, sobre los demás, sobre nosotros mismos, marcamos la diferencia, elegimos vivir o morir en vida, que es la peor de las muertes posibles. No hay mayor activo para un país, para una sociedad, para un ser humano, que aprender críticamente, que pagar el precio y no cerrar los ojos a la ignorancia, por miedo o por un mal entendido orgullo. De la educación nace el respeto, a nosotros mismos, y a los otros. Sin respeto no es posible educar, pero sin educación es imposible respetar.

Vivimos en la era de la información, y sin embargo, parece que nos conformamos con vivir en el paraíso de la desinformación. La educación debería ser el filtro crítico que nos ayudara a desmenuzar toda esa avalancha de datos, que no son sino opiniones, algunas de ellas claramente con la intención de desinformar más que de informar. De qué nos valen todas esas herramientas tecnológicas que tenemos al alcance de la mano, si no aprendemos los valores que en verdad nos permiten conocer con criterio; Tolerancia, libertad, igualdad, crítica, pluralidad, respeto, y otros tantos, que deberían ser la columna vertebral de cualquier educación, en el sistema o fuera del sistema, individual o social

Se aprende usando ese maravilloso instrumento que nos dimos, la capacidad de razonar, y se aprende moldeando nuestras emociones; nuestras pasiones, deseos y emociones. Sin las emociones la capacidad de razonar es tan insustancial y vacua como el arado de tierras baldías, al igual que sin educar racionalmente el uso de las pasiones y deseos, estas terminaran por convertirse en amargas experiencias, que nos dejaran siempre un mal sabor de boca. El principio es aprender a conocernos, y luego, conocer a los demás, conocer el mundo. Esa es la única forma de aceptarnos, con nuestras taras y nuestras virtudes, y es el primer paso para aceptar a los demás, para desterrar los odios, la incomprensión, los celos y las envidias. Despreciamos u odiamos lo que no conocemos. Aprender es comprender, sin comprender ¿cómo vamos a cambiar a mejor?, sin cambiar, ¿cómo vamos a  contribuir a dejar un mundo un poco mejor del que nos encontramos?

Vivimos en la era de la información, y sin embargo, parece que nos conformamos con vivir en el paraíso de la desinformación. La educación debería ser el filtro crítico que nos ayudara a desmenuzar toda esa avalancha de datos, que no son sino opiniones, algunas de ellas claramente con la intención de desinformar más que de informar. De qué nos valen todas esas herramientas tecnológicas que tenemos al alcance de la mano, si no aprendemos los valores que en verdad nos permiten conocer con criterio; Tolerancia, libertad, igualdad, crítica, pluralidad, respeto, y otros tantos, que deberían ser la columna vertebral de cualquier educación, en el sistema o fuera del sistema, individual o social.

Todos somos alumnos, todos somos maestros, o al menos deberíamos serlo. Nos enseñan a creer que hay un periodo en nuestra vida en la que somos alumnos, y luego, podemos olvidarnos de aprender. Nos dicen que ser maestros es una profesión, además no muy valorada, o al menos eso parece por el desprecio y maltrato que solemos dar a la que debiera ser la profesión más querida de nuestra sociedad. Pero nos engañan, nunca deberíamos dejar de ser alumnos, de nuestros compañeros en el colegio, de nuestros maestros, de nuestros padres, de nuestros amigos, de nuestra pareja. Nunca se deja de aprender, o nunca se debería dejar de aprender, hasta nuestro último aliento. Como nunca deberíamos dejar de ser maestros, de nosotros mismos, juzgándonos con tolerancia, pero con rigurosidad. Ser maestros de nuestros hijos, o de nuestros amigos, de nuestra familia. No hay peor renuncia que a nuestra responsabilidad de educar a los demás. Siempre esperando que otros hagan lo que es una responsabilidad compartida, siempre mirando a otro lado.

El principal equivoco es creer que la educación es algo que depende en exclusiva del sistema académico. No, la educación no es, únicamente, el aprendizaje reglado para que cumplas una determinada función en sociedad. No, la educación, no es meramente aprender a comportarte según unas reglas bien aprendidas que te dicen cuál es tu clase o cuál es tu función. No, la educación no es acobardarse o dejar impune al intolerante, o dejar que la violencia como medio nos atemorice. No, la educación no es una etapa que se pasa en nuestras vidas, como la varicela. No, la educación no es, exclusivamente, una profesión. Y desde luego, la educación no es la televisión (en general un instrumento más generador de barbarie), no es la Wikipedia o no es cualquier otra fuente ligada a la tecnología. Ninguna de ellas nos enseña a discriminar, ni a tener los valores que deberían filtrar dogmatismo de libertad, elitismo de igualdad, egoísmo de generosidad.

La educación es una responsabilidad colectiva. Es luchar, con la tolerancia contra la intolerancia. Aprender que lo diferente es lo que nos hace iguales, y que lo que nos hace iguales es amar lo que es diferente

La educación es una responsabilidad colectiva. Es luchar, con la tolerancia contra la intolerancia. Aprender que lo diferente es lo que nos hace iguales, y que lo que nos hace iguales es amar lo que es diferente. Y sobre todo, dudar, de todo, empezando por nosotros mismos. Confundimos demasiadas veces, por ignorancia, presunción o simplemente ganas de enredar y confundir; acumulación de datos con conocimiento, citas de “autores” con sabiduría, mero ruido de voces con debates, verborrea con inteligencia, silencio con ignorancia, dudas con debilidad.

La educación no es acumular datos, o conceptos que otros han aprendido y memorizarlos, es aprender a ser crítico, a reflexionar sobre cada brizna de certeza que pretenden darte. Si te dan certezas, devuelve dudas, si te dan dudas, devuelve opiniones, si te dan opiniones, ofrece perspectivas, si te ofrecen perspectivas, devuelve sentidos, si te dan sentidos, ponlos en una balanza y devuelve dudas, y entonces empezara el aprendizaje que permitirá comprender, comprendernos, comprenderte. Mis certezas deben alimentar las dudas del otro, y su verdades inquietar mis certidumbres, porque quien no convive diariamente con la duda sobre si tiene razón, rara vez la tendrá. Raramente en las escuelas, infantiles, medias o universitarias nos enseñan a pensar, tratan más bien de meternos datos memorísticos como si tuviéramos un embudo en el cerebro, rara vez, en todos esos años, el trabajo en grupo es más importante que el individual, cooperar es algo marginal, porque los peores valores del capitalismo salvaje impregnan la escuela y la universidad; competir, porque el que está a tu lado es tu contrincante, si quieres escalar has de pasar por encima de él. Qué valor tiene ayudarle a aprender junto a ti, si para lo único que parece servir la educación es para que cumplas tu función en la sociedad y calles. Es absurdo que hoy día, donde al alcance de un clic tienes toda la información a tu alcance se preocupen más porque memorices cuatro datos estériles que enseñarte a valorarlos críticamente, a desmenuzarlos, a encontrarles sentido, y a partir de ahí, crear nuevos. El escritor y estadista inglés del siglo XIX Henry Brougham escribía: La educación hace a los pueblos fáciles de guiar, pero difíciles de conducir; fáciles de gobernar, pero imposibles de esclavizar.

Quizá, si dejáramos de preocuparnos tanto por los esencialismos patrios o de otro tipo, unos y otros, y más por la educación en esos valores, en la escuela, en la sociedad, como individuos y como colectivo, nuestro presente no estaría tan estancado, y tendríamos un futuro que no nos aterrorizara tanto. Un presente que nos dignificaría, y un futuro del que sentirnos orgullosos. Es hora de elegir: educación o barbarie.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”