Ética en las UCI

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 19 de Abril de 2020
Imagen de archivo de una UCI del Hospital del PTS.
Prensa Hospital PTS
Imagen de archivo de una UCI del Hospital del PTS.
Artículo 14 de la Constitución Española: 'Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social'.
'Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin, y nunca solo como un medio'. Immanuel Kant

Durante milenios el juramento hipocrático ha sido la columna vertebral de la ética de la profesión médica. Desde su formulación original hasta la última actualización, hace pocos años, un mandato de conciencia resulta esencial: NO PERMITIR que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpongan entre mis deberes y mis pacientes. Si algo están demostrando en esta crisis sanitaria la inmensa mayoría de médicos, enfermeros y otros profesionales de la sanidad, es un compromiso más allá del deber, un sacrificio que muy pocos estaríamos dispuestos a afrontar. A pesar de la falta de medios disponibles ante la imprevisibilidad de la pandemia, y los años de recortes en sanidad pública y apuesta por la privada de algunos gobernantes, nunca se han amedrentando por los riesgos, ni tomado en consideración su propia seguridad  por encima de la salud del paciente. Hasta tal punto ha sido encomiable su compromiso con el imperativo moral que guía su profesión.

En múltiples ocasiones, en medio de tanto dolor y agonía, han elevado su voz y exigido que los responsables últimos, aparte de garantizarles los medios de protección propia, les dieran medios materiales para las UCI, y les garantizaran protocolos para no tener ellos que verse en un papel que rechazan; ser dioses que deciden quiénes han de vivir y quienes no, sin poder hacer todo lo posible ante la falta de algunos recursos como los respiradores de las UC

Se han visto durante las primeras semanas de la pandemia acosados por falta de medios, agotados hasta la extenuación con turnos interminables, apesadumbrados por la brutalidad con que la epidemia nos ha golpeado, y ante elecciones que ningún ser humano debiera tener la necesidad de tomar; elegir a quienes tratar y a quienes no, debido a la escasez de recursos médicos. En múltiples ocasiones, en medio de tanto dolor y agonía, han elevado su voz y exigido que los responsables últimos, aparte de garantizarles los medios de protección propia, les dieran medios materiales para las UCI, y les garantizaran protocolos para no tener ellos que verse en un papel que rechazan; ser dioses que deciden quiénes han de vivir y quienes no, sin poder hacer todo lo posible ante la falta de algunos recursos como los respiradores de las UCI. Su compromiso les exige tratar de salvaguardar la vida del paciente sin ningún tipo de discriminación.

Las personas mayores que están siendo diezmadas por la pandemia han sufrido estas semanas una  doble crueldad, por un lado su fragilidad ante el COVID-19, y por otro, ver en los telediarios, leer en la prensa, noticias sensacionalistas donde poco más o menos que se les informaba que si eras muy mayor o tenías patologías previas,  podrías verte relegado al último de la lista al que atender. No nos bastaba con arrinconarlos y abandonarlos en residencias con pocos medios disponibles, algunas de ellas dependientes de fondos privados más preocupados por el beneficio que por el bienestar, sino que además de ver el inasumible número de mayores fallecidos, se les venía a decir que eran totalmente prescindibles. Una crueldad que nadie se merece, y menos aquellos que nos dieron la vida y que tanto han sacrificado por nosotros.

Hace unos días se daban con frialdad, y sin apenas reacciones en contra, noticias que establecían protocolos para darles por perdidos, si tenían cierta edad y llegaban con síntomas graves a las UCI

Hace unos días se daban con frialdad, y sin apenas reacciones en contra, noticias que establecían protocolos para darles por perdidos, si tenían cierta edad y llegaban con síntomas graves a las UCI; La Generalitat de Cataluña ha enviado un documento al personal del Sistema de Emergencias Médicas (SEM) en el que recomienda no ingresar en las UCI a los pacientes de coronavirus con más de 80 años(…)En este sentido, el texto con las recomendaciones matiza que los pacientes de más de 80 años recibirán “sólo oxigenoterapia con mascarilla de alta concentración” y que, si no mejoran después de 15 minutos, se puede “considerar el tratamiento de confort” con morfina para paliar la dipnea (sensación de falta de aire o dificultad para respirar).  No sabemos,  y será difícil saber hasta qué punto, más allá del abandono de nuestros mayores a su suerte durante semanas en numerosas residencias, cuántos han sufrido situaciones parecidas. Noticias como ésta dada por la Cadena SER puede iluminarnos: Sin acceso a la UCI ni respirador con 78 años, y otra noticia preocupante del caos inmisericorde y amoral que en algún caso se puede haber producido: Rosa, una mujer contagiada con discapacidad intelectual: "En el hospital nos dijeron que no entraría en la UCI".  No es solo el caso español, países como Holanda, EEUU y otros, teóricamente con más recursos y economías más saneadas que la nuestra, han mostrado a través de algunos de sus líderes políticos y responsables un inusitado desprecio por los mayores de sus opulentas sociedades, priorizando emplear los respiradores en los miembros más productivos de sus comunidades.

Solo la embolia moral que nuestra sociedad está viviendo, paralizada por la situación tan caótica de la pandemia, puede explicar que no haya habido una reacción virulenta ante este desprecio por la vida de nuestros mayores o de personas con discapacidad u otras enfermedades graves. Cómo explicar la vileza de que hoy día, en nuestras enloquecidas y banales sociedades, poco más o menos que se les considere recursos ya agotados, a los que hay que barrer debajo de la alfombra de nuestras riquezas, y esconderles en tétricos sitios bajo carteles de NO MOLESTAR. Es difícil imaginar la sensación que se ha de sentir cuando poco más o menos que te señalan como prescindible, ¡ya has vivido suficiente! te vienen a decir, es hora de sacrificarte por generaciones más jóvenes,  y si te toca esta lotería del virus, del que por azares del destino te han regalado múltiples papeletas, estás bien jodido.

Qué se puede esperar de una sociedad que pide a médicos y médicas, que se sacrifican por salvar nuestras vidas, a enfermeros y enfermeras y otros sanitarios, que se sacrifican por salvar nuestras vidas, a limpiadores, limpiadoras, que se sacrifican para proporcionar dignidad a nuestros enfermos, a cajeros y cajeras de supermercados, que se sacrifican para que nos podamos seguir inflando a palomitas mientras vemos Netflix, que abandonen sus hogares porque con sus trabajos nos ponen en peligro

En la última semana para poner un poco de orden en el inmisericorde caos, alarma y dolor ante esta situación, el Ministerio de Sanidad ha tenido que reafirmar lo evidente ante las Comunidades Autónomas y ha dado la orden de prohibir a las UCI que discriminen con el uso de respiradores por motivos de edad. La orden aclara lo que debería haber resultado evidente desde un principio para los responsables políticos que gestionen la sanidad de cualquier región: aparte de la inmoralidad de tomar ese tipo de decisiones, ésta atenta contra uno de los principios esenciales de la Constitución, el de la no discriminación, entre otros motivos por edad. Toda vida vale lo mismo, toda vida es un fin en sí misma, no puede ser un medio, ni siquiera para que otros más jóvenes puedan vivir, pues atreverse a seguir criterios de un utilitarismo bastardo, que se rija por abstracciones de priorizar a aquellos que son útiles y aún pueden generar beneficios económicos, frente a aquellos que ya no solo no los ofrecen, sino que cuestan dinero, es de una bajeza moral que mancha cualquier dignidad que como sociedad se nos presupone. Qué se puede esperar de una sociedad que pide a médicos y médicas, que se sacrifican por salvar nuestras vidas, a enfermeros y enfermeras y otros sanitarios, que se sacrifican por salvar nuestras vidas, a limpiadores, limpiadoras, que se sacrifican para proporcionar dignidad a nuestros enfermos, a cajeros y cajeras de supermercados, que se sacrifican para que nos podamos seguir inflando a palomitas mientras vemos Netflix, que abandonen sus hogares porque con sus trabajos nos ponen en peligro.

En la moral kantiana, en su búsqueda de máximas que puedan considerarse leyes morales, son esenciales tres rasgos propios de la racionalidad, alejados de cualquier emotivismo, sentimentalismo o utilitarismo moral; el primer rasgo es que ese principio, esa máxima, ha de ser universal, en la medida que todos deberíamos querer acogernos a ellas. Es obvio, pero todos los que tengamos la fortuna de llegar a la vejez, deberíamos querer una máxima moral que nos respete, que no nos considere prescindibles, y que valore no solo aquello que hemos aportado socialmente a lo largo de nuestra vida, sino poder envejecer con dignidad, independientemente de nuestra riqueza, pues cuidar a aquellos que ya no pueden hacerlo por sí mismos es uno de los pilares de la dignidad moral de cualquier sociedad. Qué decir si nuestro trabajo fuera uno de esos esenciales como darnos de comer, limpiarnos o cuidarnos si caemos enfermemos, ¿no desearíamos que se nos tratarse con dignidad, respeto y humanidad y no con ese barriobajero egoísmo de aquellos que dejan notas infames en sus hogares?

Despreciar, o minusvalorar una vida, por tener determinada edad, porque ya no le quedan muchos años de vida, o porque ya no va a aportar al tejido productivo, u ofrecer beneficios económicos tangibles, es profundamente repulsivo en lo moral

El segundo rasgo que habría de cumplir esa máxima moral es considerarnos, a cualquier ser humano, un fin en sí mismo y no meramente un medio para un fin. Tan sencillo como considerar a cada persona, independientemente de su edad, o cualquier otra característica; etnia, ideología, orientación sexual, o color del pelo, como alguien cuyo valor no depende de ser un medio para conseguir algo, sino por ser persona, por estar vivo, por sí mismo. Despreciar, o minusvalorar una vida, por tener determinada edad, porque ya no le quedan muchos años de vida, o porque ya no va a aportar al tejido productivo, u ofrecer beneficios económicos tangibles, es profundamente repulsivo en lo moral. Solo una sociedad que no se respeta a sí misma podría aceptarlo. Las personas no somos, ni deberíamos ser solo un objeto más de ese mercado infernal en el que el capitalismo salvaje ha convertido el mundo. Que nuestra sociedad haya hecho oídos sordos a ese runrún que durante semanas ha circulado, minusvalorando a las personas mayores enfermas de coronavirus como si fueran prescindibles, o ciudadanos de segunda clase, debería enfermarnos, si nos quedará un poco de dignidad.

El tercer rasgo, es que TODOS deberíamos aceptar tratarnos como un fin en sí mismo, y no como un medio. Así, no solo seríamos capaces de respetar a los demás, porque una vida humana no tiene precio, ni valor que se pueda cuantificar, sino respetarnos a nosotros mismos al llegar a esa conclusión. En la moral kantiana las personas no tienen precio, sino dignidad. No son objetos cuyo valor podamos medir o cuantificar o intercambiar por otros objetos. Ninguna persona puede intercambiarse por otra, porque no puede cuantificarse su valor. Cuando esta situación pase, y pasará, deberíamos mirar atrás y juzgarnos, no por castigarnos, o por masoquismo, sino para ver si por una vez en nuestra vida somos capaces de aprender y no volver a cometer el bárbaro error de no considerar que toda vida es digna, más allá de su edad, minusvalía o enfermedad grave, o cualquier otra circunstancia, y que todos deberíamos tener interiorizado una versión del juramento hipocrático por cuyo deber tantos médicos y sanitarios están pagando un alto precio. O aprendemos a tener dignidad moral, o caemos en el estadio más bajo de nuestra historia.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”