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El esquivo presente y el secreto de la felicidad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 21 de Abril de 2019
'Relo de arena I' (2009), de María Sauzet.
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'Relo de arena I' (2009), de María Sauzet.

'El temor, el deseo, la esperanza, nos proyectan hacia el porvenir y nos privan de sentir y apreciar lo que es, para afanarnos con lo que será, incluso cuando nosotros ya no seamos'. Michel de Montaigne, Ensayos.

El presente no existe, y si existiera, somos incapaces en nuestra limitada percepción del tiempo de vivirlo, y esa ineptitud, delimita la búsqueda del secreto que nos permita algo parecido a una vida feliz. Nuestra identidad se construye a través de las ruinas de un pasado que se fue, ya no existe, y de un futuro del que no tenemos la más mínima garantía. El presente no es sino ese esquivo tiempo entre el agua que bebimos, y ya no puede saciar nuestra sed, y el agua que anhelamos beber para saciarla, sin saber si encontraremos un oasis que nos la proporcione. Los cimientos de nuestra identidad, de aquello que somos, dependen de la arqueología de una consciencia que bucea en los recuerdos de nuestra memoria, y como buena ciencia interpretativa que es la historia, incluida la personal, especialmente la personal, recrea el relato, mitad verdad, mitad mentira, a partir de aquello que vivimos, y cómo lo interpretamos. Todo ello sazonado con su dosis de olvidos y fantasías, para que las piezas encajen en ese puzle que define lo que somos, no lo que fuimos, ni lo que seremos. Un puzle siempre inacabado. Y ése, y no otro, es el  personaje con el que nos presentamos al mundo, construido sobre frágiles andamios, esperando que los vaivenes de la fortuna, de un futuro tan cambiante e imprevisible como el tiempo en época de cambio climático, no los derrumbe y tengamos que comenzar a construirlos de nuevo, algo a lo que parece que estamos condenados, una y otra vez.  

El presente no es sino ese esquivo tiempo entre el agua que bebimos, y ya no puede saciar nuestra sed, y el agua que anhelamos beber para saciarla, sin saber si encontraremos un oasis que nos la proporcione.

Plutarco, consciente de la vanidad de esperar algo de las expectativas de un futuro incierto, certifica el valor de esas ruinas sobre las que construimos nuestra identidad: la fortuna puede impedirnos el futuro, pero no arrebatarnos el pasado. Una alternativa ante la precariedad del presente se nos ofrece, ayudados por la sabiduría de los clásicos; Séneca, en un texto que llamó La brevedad de la vida, que deberíamos leer en esos momentos en los que las pasiones incendian nuestro mundo, y la furia ciega nuestra perspectiva, nos centra con su serenidad; desdichado es el ánimo inquieto por el porvenir. Montaigne recurre a Platón, que nos pide que para ser felices hemos, primero, conocernos a nosotros mismos, y a través de ese conocimiento ser conscientes de lo que depende de nosotros, y de lo que no; ni podemos alterar el pasado, por mucho que lo deseemos, ni se encuentra a nuestro alcance tener la certeza de lo que nos deparará el porvenir. Un anhelo de cosas por obtener, que nos impide apreciar aquello que sí se encuentra en nuestra mano, y no se nos puede arrebatar, deseos y anhelos que ni siquiera valoramos una vez obtenidos, pues ya estamos centrados en anhelar y desear algo diferente. En las sabias y consoladoras palabras de Epicuro: Así como la estupidez nunca se contenta habiendo obtenido lo que se deseaba, la sabiduría siempre está satisfecha con lo presente y nunca a disgusto consigo misma.

El problema de esa dinámica es que nos impida vivir el presente, disfrutarlo, enorgullecernos de aquello que tenemos, y no perdernos en anhelar lo que no, en un estado de permanente insatisfacción, incapaces de ser felices, o comprender que lo somos, con aquello que tenemos en estos instantes, que nadie nos arrebatará en nuestro recuerdo, aunque la fortuna nos lo niegue en el incierto porvenir

Las intuiciones de estos olvidados sabios las ha confirmado la ciencia, al indagar sobre aquello que llamamos consciencia y el papel que tiene en su construcción los recuerdos y los anhelos, el pasado y futuro, como sostén de ese frágil presente que percibimos como aquello que somos, entre lo que fuimos, y lo que seremos. Uno de los más prestigiosos neurocientíficos de las últimas décadas, el mexicano Ranulfo Romo, lo plantea de esta manera; Una de las grandes virtudes que tiene nuestro cerebro, afortunadamente, es que puede generalizar. Puede ir más allá de lo que ha aprendido y ha guardado en la memoria. Nuestro cerebro es capaz de transformar las experiencias y de transformar también la información que vierte sobre la realidad. Lo hace de tal manera que ya no sabes cuál es la realidad: si la que traes en el cerebro o la que entra a través de los órganos de los sentidos. Si no tiene memoria, le queda la asociación. Lo que experimentamos en tiempo real, en el presente, se encuentra pues condicionado por las experiencias pasadas, y por las expectativas venideras. Lo real es una construcción. El problema de esa dinámica es que nos impida vivir el presente, disfrutarlo, enorgullecernos de aquello que tenemos, y no perdernos en anhelar lo que no, en un estado de permanente insatisfacción, incapaces de ser felices, o comprender que lo somos, con aquello que tenemos en estos instantes, que nadie nos arrebatará en nuestro recuerdo, aunque la fortuna nos lo niegue en el incierto porvenir. Montaigne en un imaginario diálogo con Solón, estadista ateniense, considerado uno de los siete sabios de la antigua Grecia, nos advierte: ningún hombre es feliz jamás, pues tan solo lo es, cuando ya no es.

Esa incapacidad de nuestro cerebro para centrarse en el presente, se apoya también en un curioso descubrimiento realizado por el neurocientífico mexicano; la respuesta neuronal ante los estímulos que sentimos en tiempo real, va disminuyendo poco a poco, necesitamos estímulos diferentes, o dejamos de prestarles atención. Nos cansamos de las mismas cosas, nuestra biología está diseñada para la adaptación, y la adaptación proviene del cambio. Digamos, coloquialmente, que tendemos a distraernos, y o aprendemos que los estímulos, llamémosles deseos, anhelos, sentimientos, o cualquiera otra variación de los mismos, han de evolucionar, cambiar, si queremos que sigan presentes en nuestro presente o se desvanecerán. Nos preguntamos a menudo por qué nos cansamos tanto de nuestras relaciones de parejas, de amistades, de tener siempre las mismas conversaciones sobre los mismos temas, y de reaccionar de la misma manera ante las mismas acciones. El motivo es tan sencillo como que no estamos programados para el aburrimiento. Si no dotamos al presente de estímulos vivos, diferentes, variados, que enriquezcan las experiencias pasadas que nos provocaron, que las alteren, experimentando nuevas, no podremos vivir ese presente, y la felicidad seguirá siempre perdida en el ámbar del pasado, o pendiente de un futuro imperfecto, pues incluso cuando reconociéramos la felicidad producida por esas experiencias pasadas, el presente no reacciona de la misma manera a ellas.

Nos preguntamos a menudo por qué nos cansamos tanto de nuestras relaciones de parejas, de amistades, de tener siempre las mismas conversaciones sobre los mismos temas, y de reaccionar de la misma manera ante las mismas acciones. El motivo es tan sencillo como que no estamos programados para el aburrimiento

Un sencillo experimento mental, que todos hemos realizado alguna vez en nuestra vida, nos pone en bandeja la explicación de todo lo que hasta ahora hemos  visto; la fragilidad de la memoria, que medio inventa, medio recrea los recuerdos con el añadido de la poca capacidad de atención al mismo estimulo, de la misma manera, si éste no nos ofrece algo nuevo. El pasado aparece como justificación de un presente que nunca somos capaces de disfrutar, perdidos en los anhelos de ese futuro incierto. Pongámonos a recordar aquello que una vez nos hizo feliz, cualquier cosa, desde una persona, una comida, una película, un olor, un lugar. En nuestra memoria el recuerdo de ese estimulo está conservado en ámbar. Siempre que nos sentimos tristes o desolados, recurrimos a ese recuerdo, que nos parece tan vivo, tan presente, como si lo estuviéramos experimentando ahora, creemos recordar todo en color, en contraste con ese gris borroso que inunda muchas de nuestras experiencias presentes. La realidad es, que más allá de que nada fuera exactamente, ni de lejos, como creemos recordar, si volvemos a enfrentarnos a esa experiencia, la vivencia nunca será la misma,  para empezar porque nosotros no somos la misma persona, y probablemente nos decepcionemos; esa comida no nos sabrá tan rica como recordamos, ni ese olor tan estimulante, porque nuestra incapacidad para experimentar la felicidad presente, nos obliga a recrear aquellos momentos en el pasado en el que supuestamente lo fuimos.

Ranulfo Romo cree que estamos muy cerca de entender los procesos neurobiológicos que explican cómo vemos, cómo oímos, cómo escuchamos, cómo sentimos, es decir, cómo percibimos. Pero aún nos falta mucho para comprender la parte subjetiva de nuestras percepciones, esa construcción que nuestro cerebro elabora para crear la ilusión de una identidad que permanece a través de los avatares de ese tiempo subjetivo que no acabamos de entender, esas vivencias que constituyen nuestro pasado, esas fabulaciones que construyen nuestro futuro, y ese evanescente presente. Un presente que somos incapaces de sostener, ese soy feliz, y  no conjugar el verbo de la felicidad únicamente, en pretérito imperfecto, cuando fui feliz. O en futuro imperfecto, seré feliz.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”