Epicuro y el jardín de la amistad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 15 de Octubre de 2017
Epicuro.
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Epicuro.

'De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad'. Epicuro, Máxima Capital 27.

Mucho se ha escrito, y mucho se ha tergiversado, sobre la figura de un filósofo durante muchos siglos vilipendiado por la ortodoxia cristiana, Epicuro, que fundó su principal escuela en Atenas, en una casa rodeada por un jardín, no un jardín idílico, sino más bien un huerto, pero qué mejor metáfora de la vida, de la amistad o del amor, donde la belleza no se encuentra en sublimaciones fantásticas de las vidas ajenas que te rodean, sino en aceptarlas con sus perfectas imperfecciones y con su bella fealdad, como las nuestras. De ahí, del jardín, que a sus seguidores se les llamara los del jardín, jardineros en busca de la felicidad.

El fanatismo de las primeras sectas cristianas se empeñó en borrar de la historia, en desprestigiar, al que consideraban un pensamiento rival

El fanatismo de las primeras sectas cristianas se empeñó en borrar de la historia, en desprestigiar, al que consideraban un pensamiento rival. Con vehemencia, intentaron tergiversar su pensamiento, cuando no borrarlo directamente de la historia, o perseguir a sus discípulos. Combatían y temían sus enseñanzas porque sabían que podían llegar al corazón de la gente común, o de la no tan común, de hombres y mujeres, de nobles y esclavos, no había diferencias para el epicureísmo. Temían que calara su desprecio al miedo a la muerte y a los dioses, su defensa de una felicidad posible, en esta vida, sin depender de futuros premios en un alejado paraíso celestial. Su creencia en una solidaridad sin jerarquías, en apreciar el moderado uso de los placeres, en creer que la sabiduría se basa en no resignarse al dolor, siempre que fuera posible, y en la búsqueda de una templanza de la vida presente. En compartir, por el valor intrínseco de hacerlo, no por premios o castigos de dioses o de un dios, que interfieren en lo terrenal.  Sus rivales, más allá de la persecución en los primeros siglos de la era cristiana, fueron las escuelas platónicas, que se habían convertido en centros de elites para futuros tiranos, las aristotélicas, de gran valor en cuanto fueron antecedentes de las universidades que mantendrían la llama del conocimiento en los tiempos más oscuros, pero centradas más en los saberes de la naturaleza o de la metafísica, que en enseñarte cómo vivir, o sus contemporáneos los estoicos, con sus renuncias como bandera, y con su dogmatismo vital, que les impedía ver que en todo huerto de la vida hay siempre un jardín que encontrar, si decides buscarlo. O los cínicos tan centrados en la denuncia de la hipocresía social que se olvidaron del valor de una vida compartida.

Nadie era rechazado en El Jardín por su sexo, por su posición social, o por su profesión, pues a nadie se juzgaba

Nadie era rechazado en El Jardín por su sexo, por su posición social, o por su profesión, pues a nadie se juzgaba. Un escándalo ya en su época fue que entre sus discípulas hubiera heteras. Mujeres que se enorgullecían de su independencia, despreciadas en lo social por ejercer de cortesanas, de mujeres de compañía, con amplios conocimientos en danza, música y sabiduría. Dos mil ochocientos años después, el machismo y el patriarcado de nuestra sociedad aún mira desde su atalaya con temor a los mujeres que se manifiestan independientes, y lo demuestran día a día, sin depender de normas, leyes, de esquemas, de roles, construidos por los hombres en su temor a que una mujer pueda ser tan autónoma como ellos, en cualquier plano, personal o social.

Para Epicuro la amistad es un riesgo, un libre compromiso, pues uno se expone a sufrir por el amigo, y no debe darse de forma precipitada, ni de forma indecisa. Si dudas de la amistad de alguien, mejor no otorgarla. Un riesgo, sí, pero hermoso porque la generosidad del mismo es fuente de alegrías. El mundo helenístico en el que vive el filósofo y sus discípulos es un mundo hostil, fragmentado, desorientado. Quién sabe si comparte ese desconcierto con nuestro mundo actual. Y en ese mundo, la amistad es capaz de fundar una comunidad libre, capaz de hacer frente a una sociedad donde la justicia es un mero pacto de no agresión, donde sin cautela, eres presa fácil de la avaricia y del aprovechamiento ajeno. Nos advierte Epicuro que más importante que saber qué comes o qué bebes, es saber con quiénes comes y bebes. Saber elegir la compañía es más importante para saber cómo vivir y disfrutar con ello, que vivir rodeado de lujos en una solitaria torre de marfil. La ataraxia, la búsqueda de imperturbabilidad a través del conocimiento, la calma, a través de un uso siempre moderado de los placeres naturales, guía de la ética epicúrea, es sobrepasada por la amistad, pues si ha de perderse, si uno ha de sacrificar su calma por un amigo, merece la pena. Es esa humanidad de Epicuro, aún siendo inconsistente con sus propios consejos previos, la que nos acerca aún más a su pensamiento, a su ética, a su forma de entender la felicidad, tan humana, tan lejana de la indiferencia estoica.

Con los amigos no cabe lamentarse de sus infortunios, sino que ha de prestárseles ayuda

Con los amigos no cabe lamentarse de sus infortunios, sino que ha de prestárseles ayuda. Qué sería de nuestra vida si deambuláramos a través de los páramos que acompañan nuestro devenir, sin tener a otros seres humanos en quienes confiar; otros labios a los que escuchar, en la aventura y en la  desventura. Otros oídos con los que compartir,  la alegría y la tristeza. Otros hombros donde descansar, en la penuria y en el gozo. Otras manos que sostener, en la fortuna y en la desgracia. Otras miradas que nos acaricien, en el temor y en la resolución. Difícil de definir, difícil de mantener. A veces, tratada con superficialidad, a veces, despreciada, a veces, utilizada en nuestro propio beneficio, sin preocuparnos de las consecuencias. Como todo lo que realmente tiene valor, apenas la apreciamos, salvo cuando acosados por los abismos de nuestra vida, la echamos de menos.

La amistad, como debería ser el amor, ha de sobrepasar nuestros límites, los del beneficio o placer propio, si de verdad queremos entender su sentido, o su esencia, si nos ponemos metafísicos. Y en la amistad y en el amor, su dignidad, su valor, consiste en sobrevivir a esa acumulación de heridas sutiles que la emponzoñan. Pocas cosas le hacen más daño que ese cúmulo de sobreentendidos que terminan por convertirse en malentendidos, esas taras de la comunicación que en un solo segundo de un mal cruce de miradas, puede destruir miles de minutos de gozos y tristezas compartidos. Hemos de entender que la amistad, al igual que la mutua lealtad que la acompaña, ineludiblemente duelen, son difíciles de dar y de obtener, pagas un precio, y a veces lo único que obtienes son deudas que nunca se pagaran, por eso son tan difíciles de dar, de obtener, o de mantener. Y por eso deberíamos ser tan cuidadosos a la hora de aceptarla, o a la hora de despreciarla, y estar realmente seguros de querer pagar ese precio. La amistad nunca puede ser medida en una balanza, como si se tratara de costes, de medir  beneficios y pérdidas. Puede que esa sea una relación de conveniencia, de utilidad mutua o de aprovecharse de otros, pero no es amistad.

Y en el jardín de nuestra vida, no podemos sino actuar como jardineros, que pacientes siempre riegan, alimentan, cuidan, con atención y sacrificio, las raíces de las plantas de la amistad, del amor y del cariño de la gente que nos rodea, y sabiendo, también, que a veces es necesario extirpar esas malas hierbas que impiden que puedas dar lo mejor de ti, que puedas encontrar las semillas de esa felicidad, de esa flor que tanto se resiste a crecer y sobrevivir rodeada de tantas malas hierbas, enraizadas en el egoísmo, la soledad, la ambición desmedida, el odio, el temor,  en nuestro imperfecto, pero único y maravilloso huerto que es el jardín de nuestra vida. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”